Con el conflicto por las vacantes en el CONICET todavía lejos de ser resuelto y razonables dudas sobre la continuidad del financiamiento para solventar las actividades de investigación y desarrollo, la política científica del actual gobierno corre el riesgo de quedar estancada.

En este sentido, la apuesta de la Secretaría de Articulación del MINCyT de introducir un nuevo tema en la agenda es tan arriesgada como acertada. Eso es lo que ha hecho a través del seminario “Ciencia y política: experiencias nacionales e internacionales” que se realizó el pasado miércoles 28 en el Centro Cultural de la Ciencia. Con invitados internacionales de renombre, impulsó el debate sobre la participación de los científicos en la elaboración de políticas públicas.

Habitualmente se distingue la política para la ciencia –ligada al fomento de las actividades de investigación, desarrollo e innovación- de la ciencia para la política, que se ocupa de sistematizar el conocimiento científico pertinente para sustentar políticas públicas de todas las áreas de gobierno (salud, educación, seguridad, etc).

Es esta segunda forma de vincular ciencia y política la que ha estado ausente en nuestro país y la región y que ahora se está poniendo en agenda. El supuesto subyacente es que el aumento de la vinculación entre la comunidad académica y los hacedores de política permitirá diseñar intervenciones más fundamentadas que tienen mayor probabilidad de dar resultados positivos.

En el Reino Unido existe por ejemplo un Asesor Científico Principal en cada Ministerio, que sirve de enlace con la comunidad científica a los funcionarios cuando necesitan conocer los consensos científicos en un asunto particular o las principales opciones tecnológicas disponibles para abordar una cuestión. En los Estados Unidos los organismos regulatorios en temas de salud y medio ambiente como la FDA o la EPA tienen paneles de científicos asesores que están constantemente aportando para que las decisiones en materia de políticas públicas se tomen con la información científica más actualizada.

Otra opción para fomentar la “ciencia para la política” es la incorporación de académicos e investigadores en las agencias de la administración pública. De esta manera se espera que la burocracia aumente el nivel de experticia, y a la vez abriría un camino profesional no tradicional para los doctores jóvenes. La Asociación Estadounidense para el Progreso de la Ciencia (AAAS) cuenta desde  1973 un programa que ubica anualmente a más de 300 científicos en las agencias del gobierno federal por al menos un año.

Implementar iniciativas de este tipo en Argentina es una tarea que debe realizarse de forma minuciosa. Existen temas altamente conflictivos sobre los que no hay consenso incluso dentro de la comunidad científica, como puede ser la seguridad del voto electrónico o los riesgos del uso extendido de agroquímicos. La existencia de “asesores científicos oficiales” no debe servir para cerrar estos debates sino, por el contrario, para preparar mejor a los funcionarios para valorar las alternativas. A su vez, el asesoramiento experto no debe reemplazar ni deslegitimar la participación y la movilización ciudadana de los afectados. Este es punto difícil de balancear, ya que se corre el riesgo de caer en un ‘cientificismo’ extremo que no pondere correctamente la postura de todos los actores involucrados.

La inserción de doctores en la administración pública, por otra parte, tiene pocas chances de éxito si tenemos presente la cultura laboral que prevalece en muchas oficinas estatales. En un espacio de trabajo en el que se valoran poco el mérito y el conocimiento técnico y hay pocos incentivos para esforzarse, es altamente probable que un científico termine frustrado.

Más allá de los muchos recaudos necesarios, es destacable que se quiera avanzar en dotar al proceso de formulación de políticas públicas de más cantidad de mecanismos de interfase con la comunidad científica. Sería equivocado agitar el fantasma de la tecnocracia para oponerse a estas iniciativas. Por el contrario, la presencia de asesores científicos críticos que sean capaces de reconocer sus propios límites y se involucren en un diálogo con todos los actores sociales aumenta la calidad de nuestra democracia.

 

 

 

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