Bajo la superficie de los discursos más esquemáticos sobre la historia es posible identificar tensiones, paradojas y contradicciones en constante fricción. Camila Perochena analiza las tensiones que se ocultan en el discurso nacionalista sobre la batalla de la Vuelta de Obligado.
En el año 2010 se agregó un nuevo feriado nacional al calendario cívico. El 20 de noviembre pasó a ser el “Día de la soberanía nacional” en conmemoración de la batalla de la Vuelta de Obligado en la que la Confederación rosista enfrentó en 1845 a la flota anglo-francesa. Dos paradojas se pueden destacar de esta elección conmemorativa. La primera es que en aquella batalla la supuesta defensa de la soberanía nacional se dio en el marco de una Confederación de provincias autónomas cuando la “Argentina” no se había conformado aún como un estado nación. La segunda es que la epopeya seleccionada terminó con la derrota de las fuerzas rosistas.
Aquella batalla se enmarca en una larga disputa en torno al reclamo de las provincias del Litoral por la libre navegación de los ríos. Desde 1820, cuando se produjo la caída del poder central, Buenos Aires monopolizó los ingresos de la Aduana del puerto de ultramar y dominó el ingreso de productos procedentes del extranjero. Juan Manuel de Rosas no modificó esta situación en su primer ascenso al gobierno de Buenos Aires en 1829 ni lo hizo luego, cuando munido del manejo de las relaciones exteriores que le otorgaba el Pacto Federal de 1831, dominó la política de la Confederación de provincias. La Vuelta de Obligado fue pues el producto de una disputa por la defensa de los intereses de la provincia de Buenos Aires y no una gesta por la defensa de la nación. Rosas se negó hasta su caída en 1852 a constitucionalizar el país y se inclinó por un sistema confederal que permitía a Buenos Aires mantener sus privilegios.
¿Por qué la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner decidió darle entidad de feriado nacional a la memoria de este acontecimiento? Recuperar la Vuelta de Obligado fue, sin duda, una forma de recuperar la figura de Juan Manuel de Rosas y junto a ella ciertos tópicos del pasado para reactualizarlos en las claves políticas del presente.
La reivindicación del rosismo cuenta con una larga trayectoria en nuestro país. Desde la década de 1930, el llamado “revisionismo histórico” se encargó de contrarrestar la imagen clásica de Rosas como tirano o dictador para ubicarla en el nuevo panteón que procuraban construir. El revisionismo remite a un conjunto de interpretaciones surgidas por fuera de los ámbitos académicos y cuya característica principal residió en la crítica a una historiografía denominada genéricamente “liberal”. Más tarde fue incorporado a la tradición peronista y tuvo mucho éxito en instalarse como una suerte de memoria histórica muy difundida hasta la actualidad.
La recuperación de Rosas por parte de un gobierno en funciones se dio, por primera vez, con el triunfo del peronismo en 1973 y se lo asoció con la liberación nacional y el antiimperialismo. La segunda fue durante el gobierno de Carlos Menem, cuando se repatriaron sus restos. En este caso, la figura de Rosas fue recuperada como símbolo de unidad y conciliación nacional.
La línea histórica que coloca a Rosas en un lugar central del panteón patriótico por parte de la ex presidenta no es, entonces, una novedad. Bajo la matriz revisionista de postular una “verdadera historia” que habría sido ocultada o falsificada por la tradición liberal, Cristina Fernández de Kirchner trajo la figura de Rosas al presente para reactualizar básicamente cuatro cuestiones: el nacionalismo, el antimperialismo, el industrialismo y el federalismo.
En lo que respecta al nacionalismo y al antimperialismo, la Vuelta de Obligado fue un instrumento para acusar a sectores de la oposición de complicidad con intereses extranjeros:
Junto a los ingleses y a los franceses en sus naves venían también argentinos, argentinos unitarios que estaban en contra del gobierno de Rosas y que venían en barcos extranjeros a invadir su propia tierra. Por eso he aprendido con los años que mucha de las cosas que nos han pasado y nos siguen pasando, no son tanto un problema de los de afuera, sino un problema de los de adentro, de nuestros propios compatriotas que prefieren, a pesar de no entender que las diferencias internas se deben canalizar internamente, colaborar con los de afuera en contra de los intereses de su propio país[1].
Esta apelación antimperialista se asocia con un modelo industrialista. Para Cristina Fernández de Kirchner Rosas fue “el primer precursor de la industrialización de nuestras materias primas”, un proceso que se habría visto interrumpido por la batalla de Caseros de 1852[2]. Caseros no sería pues un momento en el que “se derribó un tirano”[3], sino aquel en el que el país perdió la posibilidad de industrializarse. Para reforzar esta idea, la ex presidenta colocó como contraejemplo de Caseros a la guerra civil norteamericana de 1861-1865:
Lo qué significó, por ejemplo, para Estados Unidos la Guerra de Secesión, en la cual […] había una conflictividad fuerte entre el Norte […] que pedían industrializarse […] y el Sur que se planteaba como un país monoproductor de algodón, en plantaciones y entonces necesitaban a los negros como esclavos trabajando en las plantaciones […] Aquí […] a partir de Caseros, todos creíamos que habían derrotado al tirano […] pero lo cierto es que lo que estaba en pugna era también qué modelo económico de desarrollo y cómo se inscribía la Nación Argentina, si como un segmento de la economía internacional o con un proyecto propio industrial muy incipiente, que había a través de los saladeros, de la talabartería, de la gran ponchería que se hacía en las provincias del norte[4]
Las menciones al rosismo y a la Batalla de Caseros, haciendo énfasis en la cuestión del desarrollo industrial, se dieron fundamentalmente entre marzo y julio de 2008, en el contexto de la crisis con el campo. La homologación que exhibe la cita anterior entre los propietarios de las plantaciones sureñas de Estados Unidos con los vencedores de Caseros pasa por alto al menos tres cuestiones. La primera es que el modelo agroexportador se consolidó con el rosismo; la segunda es que el vencedor de Caseros, Justo José de Urquiza, era un federal salido del riñón del régimen; la tercera es que los estados del sur propugnaban una forma confederal de gobierno muy similar a la sostenida por Rosas durante más de dos décadas.
En este punto, industrialismo, nacionalismo y antimperialismo se configuraron discursivamente como conceptos que se retroalimentan en una línea signada por la noción de fracaso y proyecto interrumpido. Una línea que se nutre de una ilusión restrospectiva para convertir a las producciones locales de carácter artesanal en un incipiente proceso de industrialización y a la constelación de provincias autónomas en una nación ya consolidada.
Con respecto al federalismo, desde el discurso presidencial se buscó establecer una asociación entre el rosismo y el federalismo que la presidenta buscaba instaurar en su presente con el objetivo de lograr una mayor “equidad territorial”. Esta asociación exhibió una serie de contradicciones e inconsistencias. Durante el rosismo el federalismo se tradujo en políticas coercitivas hacia las provincias –como el envío de los ejércitos para desplazar a gobiernos opositores– pero también en estrategias negociadoras con el objeto de ganar lealtades políticas a través de un sistema de reciprocidades.
El sistema de premios y castigos que el rosismo implementó a través de una intrincada red de beneficios materiales a cambio de lealtad política remite al debate contemporáneo en torno al federalismo fiscal. Desde la ciencia política se caracterizó al federalismo del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner como un sistema de centralización fiscal en el que las provincias argentinas se financiaron principalmente mediante transferencias del Estado nacional que, al contar con mayores recursos y una fuerte vocación de liderazgo sobre aquéllas, distribuyó discrecionalmente tales recursos.
Para concluir, es oportuno citar un pasaje del discurso de la ex presidenta pronunciado en la conmemoración del Día de la Soberanía Nacional en 2011:
“Yo luzco muy orgullosa esta insignia federal que me colgó recién un Colorado del Monte, con la figura del brigadier don Juan Manuel de Rosas y de su esposa doña Encarnación Ezcurra, esa gran mujer ocultada por la historia, verdadera inspiradora de la revolución de los restauradores, que permitió precisamente que el Movimiento Federal pudiera continuar. Pero bueno, a las mujeres siempre nos cuesta más aparecer, ahora cuando aparecemos hacemos historia como doña Encarnación”.
El fragmento condensa varias cuestiones. Además de utilizar la polémica figura de Encarnación Ezcurra como emblema de una reivindicación de género, se destaca la positiva valoración que la ex presidenta hizo de la divisa punzó, símbolo de la excluyente identidad federal sobre la cual se montó el régimen unanismista del rosismo. Por otro lado, revela que las referencias a la historia, y en este caso al rosismo, no hablan tanto del pasado sino del presente. Con estas operaciones no se buscaba arribar al orden de la verdad sino a la efectividad política. La recurrente invocación a una “historia verdadera”, oculta y falsificada, apuntaba a crear ese efecto en un público que tampoco buscaba escuchar un discurso sobre “la Historia” sino sobre el presente. Es por ello que el pasado es aquí un recurso metafórico y no una interpretación historiográfica. Es una herramienta que permite hacer inteligible las disputas del presente y no las del pasado.