Pensar es siempre problematizar. «Progresismo» parece ser un concepto muy usado tanto en medios como en el discurso de los partidos políticos actuales, pero ¿De qué hablamos cuando hablamos de progresismo? En esta oportunidad Martín Becerra reflexiona sobre la vigencia y el sentido de una política progresista en la Argentina.

Texto de la presentación de Martín Becerra del 26/09/17 en las jornadas de debate organizadas por el departamento de Ciencia Política de la Universidad de San Andrés en los meses de septiembre y octubre de 2017.

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Podría dedicarme a comentar las ideas y reflexiones que escuché en los lunes anteriores de estos #DebatesUdeSA y que ameritarían nuevas rondas de este ciclo que agradezco a Marcelo Leiras y a Eugenia Mitchelstein haber organizado, con varias y varios colegas de los que aprendo y que oxigenan mi cotidiano.

Permítanme comenzar con una pequeña anécdota familiar que usaré como prevención epistemológica: ayer mi viejo me contaba que tenía ganas de ver el ballet La bella durmiente del bosque, de Tchaikovsky. Teníamos tiempo, yo estaba haciendo un asado, y nos pusimos a divagar sobre el cuento de Charles Perrault y sobre la literatura de tradición oral con príncipes y princesas, herencias, secuestros y finales con la restauración del orden que ya no es el mismo, que es un orden reformado y que, de alguna manera narran Perrault y otros posteriores como los hermanos Grimm o Hans Andersen. Es la burguesía en ascenso (Perrault y Grimm claramente lo eran) la que sistematiza y organiza relatos populares sobre el mundo en decadencia de la realeza y de la nobleza cuando toma su relevo y usa algunas de sus acreditaciones para legitimar su ascendente posición en la estructura social. El pasado se organiza en función de las necesidades del presente. El presente formaliza el pasado, lo reinventa y lo domestica funcionalmente (en función de las urgencias presentes y no las pasadas) para poder proyectarse como futuro. La producción de orden, tras el reemplazo del viejo orden, es también producción de discurso sobre el cambio de coordenadas.

En Argentina tenemos el ejemplo del Martín Fierro. José Hernández evoca y troquela un mundo que ya no es. En plena inmersión capitalista del campo argentino, Hernández entona su homenaje a una pampa sin alambres, sin propiedad privada y sin límites, a la vida del gaucho nómade y su transcurrir casi atemporal. Su obra tiene, además por supuesto de su interés literario, un valor testamental.

Dice Jorge Luis Borges en esa clase maestra que es “El escritor argentino y la tradición” que en el Corán no hay camellos, porque “Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos”.

¿Estamos, en 2017, en condiciones de organizar analíticamente el pasado más reciente y de distinguir sus principales cualidades, aquellas incluso que son invisibles a los ojos de quienes participan con aplicación de la discusión pública, como lo hacen muchos de los aquí presentes? ¿Sabemos distinguir en los análisis de coyuntura el diagnóstico consistente del pasado inmediato de la funcionalidad que el sentido de ese análisis tiene para las apuestas que se proyectan en tiempo presente, con agentes políticos y sociales que en muchos casos son, además, los mismos que protagonizaron los años pasados?

Una idea dicha en los lunes anteriores, creo que la mencionó Pablo Semán, es que el analista político es muy dado a considerar como fundacional a la coyuntura, tiñendo de “ismos” lo que puede ser sólo pasajero, abriendo etapas históricas a cada vuelta de esquina, decretando la muerte de identidades y programas, olvidándose de que los procesos sociales y políticos son menos rupturistas de lo que se cree y que hay, en la experiencia social y política, menos fundaciones e hitos que los que se evocan.

Conscientes de estos condicionantes, de los límites de nuestro entendimiento, y de que se necesita la mediación del tiempo que, como dicen que decía Perón en clave bolero, acomoda los melones en el carro de la historia, para así comprender mejor el presente y nuestro pasado inmediato, con Sofía Mercader escribimos “El progresismo en su laberinto”. Sofía participará de un próximo encuentro y no quiero comprometerla en lo que diré a continuación: en especial los deslices e inconsistencias van por mi cuenta.

Bien, nuestro texto dialoga con uno previo de José Natanson pero no pretende centralmente caracterizar a Cambiemos/PRO ni examinar las torpezas de una parte de la oposición -y en particular el segmento más intenso del kirchnerismo- cuando diagnostican coléricamente la presidencia de Mauricio Macri; nosotros, más modesta e introspectivamente, pretendemos mencionar las dificultades que afronta el campo, digamos, “progresista” para elaborar una crítica coherente y luego para traducirla en organización, iniciativa y acción.

En este sentido, nuestro texto saluda el intento de Natanson por superar la consigna ligera y en particular la perspectiva que se obstina en ubicar al macrismo como una deformación onírica de sus viejos enconos, enlodándole tributos al “pasado noventista” cuando no a la propia Dictadura. La tentación por el etiqueteo, sobre la que el propio Natanson ayuda a reflexionar (al subrayar la asimilación sin más del macrismo con el neoliberalismo o al advertir que se trata de una derecha peculiar, que contiene una parte del conflicto social negociando con la representación de los trabajadores formales, los informales y los sectores más vulnerables organizados), abre dos niveles para debatir: en primer lugar, la propia afición por el etiqueteo y, en segundo lugar, la pertinencia de algunas etiquetas.

Sobre lo primero: la propensión al etiqueteo con nociones que de tan manipuladas dicen cada vez menos (significantes vacíos) consideramos que es una suerte de coartada, dado que es directamente proporcional a la falta de producción de ideas y propuestas concretas sobre problemas estructurales. Menciono algunos: el problema del trabajo, de su precarización, de su reparto desigual, de su intensivo reemplazo y de las condiciones de bienestar exigibles en un escenario postindustrial de reducción del “trabajo vivo” en la producción económica; el arancelamiento creciente de las prestaciones de salud; el desamparo del doliente aumento de personas que duermen en las calles de las principales ciudades; la desigualdad de género y el clamoroso silencio de las principales formaciones políticas acerca del aborto; el efecto cáustico del narcotráfico.

Como se ve, hay cuestiones densamente políticas, concretas y que exigen producción de ideas y consensos (donde la ideología reclama fueros) y que, sin embargo, son eludidas detrás de una rústica caracterización del adversario. Rústica caracterización que no suele ser apreciada por quienes sobrellevan peores condiciones de existencia por razones económicas, sociales o geográficas y que impide comprender lo nuevo que tiene una cultura política que no participa -en general- de la hiperinflación semiotizante (por lo tanto, es una caracterización que obtura la construcción de opciones transformadoras).

Sobre lo segundo: Cambiemos/PRO tensiona las contradicciones del progresismo y exhibe su falta de coherencia en lo que, paradójicamente, era un crédito de la cultura de izquierda, que se jactaba de saber identificar y organizar jerárquicamente las contradicciones sistémicas, como intentó mostrar Mao con aspiración didáctica. Pero es tentador en nuestro microclima sobrepolitizado discutir si Macri encabeza una experiencia derechista y, como es difícil sustraerse a las tentaciones (y como en los pasillos de la Universidad fui increpado por uno de esos lectores-en-diagonal que me adjudicaba una mirada indulgente respecto a este punto), caeré en ella: Cambiemos/PRO es de derecha, sí, pero no por las razones que suelen invocarse. Hace muchos años que, por ejemplo, en la Argentina gobiernan multimillonarios. Ese no es un rasgo distintivo de Cambiemos/PRO aunque en ciertos ámbitos se lo cita como prueba de la orientación ideológica del gobierno.

No tengo la capacidad, ni el tiempo, de ensayar una caracterización completa y abarcadora, en la que habría que tocar desde la planificación de una economía que prioriza a los actores más concentrados –retenciones a la soja, precio de combustibles- y que sindica a la organización de la fuerza laboral como amenaza para el crecimiento (y, por consiguiente, promueve su fragilidad), pasando por la mercantilización creciente de la salud pública, el desfinanciamiento de la política educativa y científica hasta la regulación antirrepublicana de ese nervio de la economía y la socialización que es el de los medios y que es mi campo de trabajo. Como complemento discursivo oficial, además, en el texto con Sofía abordamos el eslogan “Haciendo lo que hay que hacer”, propagandizado por el gobierno en su profusa publicidad oficial, como tic autoritario.

Pero para aludir a un ejemplo puntual y de una actualidad lacerante: Cambiemos/PRO no es la dictadura ni es un régimen constitucional con censura previa, persecución penal a opositores. organización de terrorismo paraestatal ni aval para que las fuerzas de seguridad aniquilen a la subversión, seamos claros. Asimilarlo a aquellas experiencias pasadas supone una banalización del pasado y una confesión de carencia de ideas sobre el presente. No, no es la dictadura. Ahora bien, el concepto de orden y de cambio cultural respaldan y activan el accionar represivo de las fuerzas armadas y de seguridad, liberándolas de sujeciones laboriosamente construidas con amplios consensos desde antes incluso de la recuperación del régimen constitucional en 1983. Las acciones del Ministerio de Seguridad durante los primeros 40 días de desaparición de Santiago Maldonado (e incluso, su actuación en las vísperas de esa desaparición) constituyen una peligrosa advertencia acerca del tipo de intervención estatal que habilita o promueve, según el caso, Cambiemos/PRO.

Dejé para el final los desafíos del progresismo, puntapié inicial del texto que redactamos con Sofía: de alguna manera, partimos de la incomodidad de constatar que, como experiencias políticas y electorales, el progresismo fracasó aliado del peronismo, en general (aunque no únicamente) fagocitado, y fracasó cuando no se alió con el peronismo. Ni contigo ni sin ti, para seguir con las citas musicales que ya se hicieron el lunes anterior.

El progresismo como campo “cultural” es un dinamizador extraordinario de la agenda pública en la Argentina. Avances concretos como los juicios por delitos de lesa humanidad, la Asignación Universal por Hijo, el matrimonio igualitario o discusiones públicas sobre la desigualdad de género, los derechos laborales y su protección constitucional, la educación religiosa, la acción compensatoria del Estado frente a la desigualdad económica que potencia el mercado o la concentración mediática serían impensados sin la vigorosa presencia de un campo progresista con legitimidad, variable según el tema, en la sociedad civil. Pero esos avances han tenido una traducción electoral difusa y contradictoria, en muchos casos en cuestiones estratégicas, como es la pobreza, el patrimonialismo, la corrupción o el narcotráfico.

Tal vez el mejor destino del progresismo sea –como constatamos que ocurrió y ocurre con una parte de la agenda legislativa en cuestiones clave- ser nómade como los gauchos de José Hernández, saltar tranqueras partidarias y librar disputas intelectuales, políticas y morales. Tal vez sea aún temprano para clausurar el análisis de los últimos años y, sobre todo, de su herencia y de su saldo desde una perspectiva de izquierda democrática. Pero el silencio no es opción, como bromeaba Nanni Moretti en Aprile y su “D’Alema di una cosa di sinistra, di una cosa anche non di sinistra, di civilità. D’Alema di una cosa, di qualcosa!” y buena parte de los invitados a este ciclo son testimonio de una notable vitalidad en la producción y circulación de ideas y análisis que nos permiten, entonces, acercarnos a un objeto móvil, enunciar y examinar sus conflictos, censar sus camellos, repasar sus “camelos”, distinguir la percepción de los propios agentes y actores de sus efectos y contradicciones y definir mejor a este orden, que no es igual a ninguno previo.

Cierro retomando la fascinación fundacional del pensamiento político argentino: no puedo sino asociarlo a la centralidad que tiene el Estado en el troquelado de la agenda pública. El Estado produce un orden y condiciona (aunque en no pocos casos es incluso el autor de) los discursos que circulan sobre ese orden. Fue Gabriel Vommaro quien afirmó que “la conversación pública en la Argentina se construye mucho desde el Estado” (y, agrego, en muchos casos desde su letrina más mugrienta). La conducción estatal se celebra a través de un linaje de virtuosa nobleza, aunque siempre renovado. La reinvención de las categorías históricas ante el primer brote verde que exhibe un gobierno (más este gobierno, que multiplica brotes en prime time con un coro de aplausos de los medios y conductores con mayores audiencias) también interpela al progresismo, porque evitar esa celada fetichizante de presente es también una contribución a transformar el estado de las cosas.

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