¿Cómo es que alguien se inicia en la escritura? ¿Cuáles son los primeros pasos? Las motivaciones siempre son misteriosas. De pronto, algo pasa y ya se está ahí, cautivado por un libro, por un verso o escribiendo. En esta oportunidad Valentina nos presenta una crónica en primera persona sobre cómo es iniciarse en la literatura y descubrir, tempranamente, lo que significa esos versos de Borges: «Mi destino es la lengua castellana/ El bronce de Francisco de Quevedo»
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Empecé a leer a mis ocho años, mi introducción a la literatura fue bastante de película de los ochenta: en el primario no tenía amigos, y, por consiguiente, vivía en la biblioteca o siempre llevaba un libro conmigo como solución a la falta de comunicación.
Descreo que la literatura sólo pueda ser cercana a los infantes marginados que quieran distraerse de algo y no sepan cómo hacerlo, hasta considero que la literatura puede ser planteada como un juego. Pero en mi caso se dio así, de esa forma y hoy pasaron nueve años desde que sacaba los libros de clase para lograr hacer espacio en la mochila para los míos.
Al principio leía libros de aventuras, antologías de cuentos tradicionales. Me gustaban de sobremanera los relatos moralizantes porque cuando cerraba el libro sentía que había aprendido algo nuevo para la vida, que era un poquitito más sabia o que había ganado puntos de experiencia (y me reconfortaba creer que eran puntos que mis compañeras de grado no tenían, porque miraban Patito Feo)
A su vez mi primer acercamiento a la escritura fue a través de agendas que me regalaban mis familiares que fueron siendo colmadas de cuentos que yo inventaba, siempre con animales.
Si alguna vez jugaron a los Sims habrán podido observar que a medida que tu avatar avanza en la lectura, va llenando una barra de conocimiento. Eso era lo que yo sentía: que suscitaba aptitudes en mi persona que antes de abrir un libro no estaban. Me apropiaba de algo que me hacía menos inútil ante mis ojos ya afectados por las vocecitas de ciertos nenes de nueve o diez años.
A los trece me cambié de colegio y conocí la poesía. Un tío me regaló la obra completa de Pizarnik porque tenía la intuición de que me gustaría. Y así fue: la leí tres veces en una semana. Descubrí que yo ya escribía poemas sin siquiera saberlo, que ese era mi género.
Y ahí fue cuando entré a ese mundo que, años después, me sigue pareciendo inmenso pero, a su vez, explorable. Donde a veces sentís que el lenguaje es plástico y sus fibras elásticas van dando vueltas umbilicales alrededor de tu cuerpo hasta exprimirte y dejarte sin nada en lo que valerte, y, otras veces, sentís que es una boca de alcantarilla que conduce al exterior que esclarece o al interior que necesitás ver para conocer. Me interesa la perspectiva del lenguaje como zona combativa que quiere liberar el orden de las cosas.
Entonces me encontré con este hallazgo a mis tempranos catorce años y me di cuenta que todavía existía en un diagrama en el que las nenas fans de Patito Feo habían crecido y seguían siendo una legión que me acechaba porque, obviamente, no hay espacio (aún, en esa edad) para una pibita que lee Kafka y sugestiona con la muerte y las injusticias.
Más adelante me tocó entender que ser una nena-crecida-fan-de-Patito-Feo no está mal y que sólo son intereses distintos que, tranquilamente, pueden ser compatibles. Pero al principio se generaba mucho resentimiento por esa nula oportunidad que se me daba para recitar mis poemas precoces en voz alta y que, claramente, necesitaba. En ese momento llegué a la conclusión de que hay espacios que quieren ser ocupados con poesía y otros que no. Yo decidí ocupar ambos, pero primero necesitaba formarme en los primeros para ganar los segundos.
Busqué círculos de lectura, pero no, la propuesta no me cerraba. Necesitaba alguien que supiera mucho del tema y me compartiera data. Ahí me acordé que cuando era chica iba a un taller de pintura y me pregunté si los habría de poesía. Y sí: empecé a ir a un seminario de poesía de mujeres que daba Flor Codagnone. Conocí poetas que me ayudaron a pensar ciertas cuestiones, pero sobre todo escuché voces muy distintas entre sí, con su estilo, sus formas, sus colores.
El logro mayor de ese tiempo fue el perder el miedo de decir la poesía, de sacarla del margen de las cosas y convertirla en algo vivo. La planté con seguridad, pisando fuerte, hablando claro y alto, como si fuese un estandarte. Empecé a recitar en plazas, en el patio del colegio, en una juntada con amigos. Llevé la poesía a todos lados, como un músico lleva su guitarra. La gente de mi edad dejaba de reírse de mí y empezaba a tomárselo en serio porque yo lo era. Dejé de hablar de mí para empezar a hablar de las personas, para empezar a hablar para las personas. Mi lenguaje ocupó los espacios en lo que no había lugar para él, llegó a los oídos de quienes no quisieron escucharme inicialmente y dejé de ser una nena cercana a la literatura por marginalidad y pasé a vivir la literatura como una actividad que también es de acción, es política y, sobre todo, una perspectiva universal de sentir el mundo.
A los dos años empecé otro taller con Martín Coria que se tomó el trabajo de ayudarme a desmitificar el rol del escritor. Me frustraba no encontrar mi voz o la inspiración y dejé eso para empezar a concentrarme en la poesía como una disciplina, como hacer deporte (y ésa analogía sirvió, porque sé cómo funciona el deporte, hago levantamiento olímpico de pesas). Sentarme todos los días a escribir y, si eso no funcionaba, a corregir. Leer en voz alta, entonar, encontrar la entonación, la respiración. Saber elegir las palabras como si fuese una estrategia. Y ser constante.
Empecé a vivir la poesía como un trabajo y no como un cuento romántico donde hay genios y demonios que me susurran poemas al oído.
Aunque hay veces, debo admitir, en las que estoy esperando el bondi y si el poema fuese una persona, lo reconocería a la vuelta de la esquina. Es repentino, vos sabés que en ese momento tenés que sentarte o sino, perdés la idea y no vuelve más o va en busca otro poeta en otra parada del bondi en otro mundo.
Aprendí a equilibrar ambas partes de mi persona y a tomarme en serio esas cosas que me pasaban. A experimentar con distintas voces, a tomar apuntes mientras recito y pruebo, escribir mis avances, hacer ejercicios como si fuese tarea. Generé un contrato con la poesía en el que yo le doy mi tiempo y concentración y ella, de vez en cuando, me mira a los ojos.
Más adelante me sentí agradecida por las condiciones de mi vida que me permiten hacer lo que hago: por siempre haber ido a colegios con bibliotecas completas, por tener dos padres que prefieren que falte cualquier otra cosa menos la comida y mis libros, por haber conocido gente que hace lo mismo que yo y que me ayuda de forma gratuita, sin esperar nada a cambio y con mucho cariño. Ahí (y este es el último tramo de mi camino) entendí que tenía que compensarlo y ser yo la auxiliar en la vida poética de otra persona y abrí mi taller en el colegio para quien escribiera. Di toda la información que estaba a mi alcance como la vengo recibiendo desde que tengo trece años: sin esperar nada a cambio. La poesía pasó a ser algo usual en mi colegio, no es nada tabú, no es un texto raro en un manual polvoriento, es algo cercano, algo que existe, real y hasta palpable.
Es necesario tener un círculo de información donde recibís data y después la compartís. No hay que ser angurriento con el conocimiento, no importa de qué sea. Más si queremos que nuestras estanterías salgan de la parte baja del lado izquierdo en el pasillo más cercano al baño de la librería.
A mi taller vienen pibes y pibas desde quince años. Estamos bastante de acuerdo con empezar a diluir las cuestiones autoreferenciales y, aunque si bien sólo somos 20 de 400 (que es todo el alumnado), nos proponemos romper con el dicho de que la juventud no lee y no desea instruirse.
Al principio fue complejo porque siempre está instalada esa idea de que “lo poético” es la estética que llevan los versos de los bombones dos corazones. Entonces, siguiendo esa línea, tienen que matar todo verso que suene como esa versión de “lo poético”. También planteé que la persona que escribe tiene como primer tarea vivir, ver su entorno, relacionarse con la gente para lograr tener material para, en segundo lugar, escribir. La depresión no es para la gente que hace arte, no suma. Y no siempre con hermosos sentimientos se hace mala literatura, eso sería recaer en lugares usuales de la poesía que ya fueron quebrantados (por suerte) hace mucho tiempo, como la idea de que para ser poeta hay que estar herido de muerte cuando, en realidad, para ser poeta sólo se necesita no estar distraído y tener una birome en el bolsillo.
Cuando estos conceptos preestablecidos empezaron a caer, surgieron cuestiones como la selección correcta de las palabras y su registro. Nos encontramos con el conflicto de que muchas veces se eligen objetos poéticos que son lejanos y que, justamente por eso, no sirven.
Para poder esclarecer el párrafo anterior voy a dar un ejemplo: una chica quiere escribir un poema que hable sobre la pobreza y toma como imagen a un nene desnutrido en África. Sería una idea muy superficial, muy charquito de agua, ¿no? Recae en la versión de “lo poético” pero esta vez usando como recurso la tragedia barata, la más accesible. Entonces ahora buscamos dar a sentir sin decir, sin sumar mucho adjetivo y metiendo más el verbo, para no predisponer y no recaer en esas muletillas tan estereotipadas. Visibilizar sin necesidad de usar mil reflectores literarios.
La idea siempre es desnudarse a la hora de escribir, matar a los amantes o el miedo, o todo supuesto. La presencia del yo está desde el momento cero en el que existimos y decidimos escribir, el resto, muchas veces, puede ser exceso.
Y esa es mi experiencia con mis diecisiete años, donde la poesía son todos los diálogos, todas las personas, todas las voces.