¿Sobre qué cosas se sostiene la idea de propiedad? ¿Quién puede poseer? Los condicionamientos de nuestra estructura social poseen orígenes que a simple vista podrían ser insólitos, pero basta con urgar un poco en la historia para encontrar su fundamento. Detrás de cada piedra fundacional siempre hay una violencia. En esta portunidad SaSa Testa nos presenta sobre el rol que sostuvo (y aun parece sostener) la «virilidad» en la organización política y económica de la sociedad.

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Hablar de las tecnologías del yo en el pasaje de la concepción helénica a la romana implica, asimismo, hablar de procesos históricos que, de acuerdo con el pensamiento de Severo Sarduy en “El algodón de Las Meninas”[1], no constituyen verdades eternas sino rupturas diferenciadas. Pues bien, en esta ocasión intentaremos abordar sucintamente esa ruptura que dio origen al juego de verdad intitulado “civilización griega”, por un lado, y “civilización romana”, por otro, en cuanto a la especulación inmobiliaria; es decir, la gestión de la sexualidad ligada al poder de la tierra, o al poder político. Un abordaje de este estilo conlleva, en sí, la implícita necesidad de abordar no solo las rupturas sino también las continuidades, en la medida en que:

Las sociedades griega y romana no disociaban biología de política. El cuerpo, la ciudad, el mar, el campo, la guerra, la obra eran confrontados con una sola vitalidad, estaban expuestos al mismo riesgo de esterilidad, sujetos a las mismas exigencias de fecundidad. (QUIGNARD, 2005: 48)[2]

Las tecnologías del yo, concepto planteado por Michel Foucault en un texto homónimo, son aquellas que se preguntan cómo llegó el sujeto a descifrarse a sí mismo, respecto de lo que estaba vedado, a partir de una prohibición sexual, devenida en prohibición verbal, aquello que no puede decirse. Esta imposibilidad se extendió, en la cultura romana, en la figura masculina, bajo el ideario del viri potens (el varón que es potente). Este vir  se hallaba impedido de demostrar públicamente su afecto hacia la uxor (esposa), por cuanto se sostenía que si este era capaz de rendirse hacia ella, también lo haría con el pueblo, lo que lo convertiría en un impotente político. He aquí, una de las nociones del espanto: la impotencia ligada a la pérdida del poder. Por eso “la impotencia (languor) es la obsesión romana y converge en el espanto” (QUIGNARD, 2005: 46)[3]

Foucault distingue dos contextos de desarrollo de las tecnologías del yo, a saber: el que corresponde a la filosofía grecorromana, entre los siglos I y II a.C.; y el de la espiritualidad cristiana y de los principios monásticos, durante los siglos IV y V d.C. De la cultura grecolatina va a decir que se produce una episteme del cuidado de sí, lo que conllevaba implícita la idea del conocimiento de sí, característica que, de acuerdo con la línea argumental foucaultiana, ha sido desvalorizada por la moral cristiana, lo que derivó en un cambio de orden de los términos: lo importante, pues, ahora, pareciera ser el conocimiento de sí. Este conocimiento de sí se basa en el paradigma de renuncia a uno mismo, en tanto existe un rechazo del sujeto. De este modo, lo privado del cuidado de sí se torna público para el conocimiento (de todos) de sí, por medio de la exomologesis (mostración de la culpa frente a la sociedad): la Inquisición, los Flagelantes, el Index, entre otras cosas, así lo demuestran. En la Literatura de la España medieval, en el Poema del Cid, la escena de los rieptos de inculpación y menos valer que realizan los Infantes de Carrión, en las Cortes de Toledo sintetizan la episteme del conocimiento de sí: dicen públicamente su culpa, aplacando al Rey/Juez al confesar su falta (el maltrato a las Hijas del Cid, en el episodio conocido como Afrenta de Corpes) y se produce así el descenso de su jerarquía nobiliaria (una suerte de aquello que Foucault llama “ser mártir por voluntad”; aquí, claramente, el martirio reside no solo en admitir la culpa sino en perder la potencia del ejercicio de la Infantería (la cualidad de la potentia romana); o sea, el Ego non sum, sum. Afirmar su condición de existencia, pues, implicó, simultáneamente, negar su condición de existencia en cuanto a la virilidad de la potencia en tanto ejercicio del poder).

El cuidado de sí, por el contrario, se vuelve introspección. Dice Foucault en “La ética del cuidado de uno mismo como práctica de la libertad”:

Los griegos, en efecto, problematizaban su libertad, la libertad del individuo, para convertirla en un problema ético. Pero la ética en el sentido en que podían entenderla los griegos, el ethos,  era la manera de ser y de conducirse. Era un cierto modo de ser del sujeto y una determinada manera de comportarse que resultaba perceptible a los demás. El ethos de alguien se expresaba a través de su forma de vestir, de su aspecto, de su forma de andar, a través de la calma con la que se enfrentaba a cualquier suceso, etc. En esto consistía para ellos la forma concreta de la libertad: es así como problematizaban su libertad. El que tiene un ethos noble, un ethos que puede ser admirado y citado como ejemplo, es alguien que practica la libertad de una cierta manera. No creo que sea necesaria una conversión para que la libertad sea pensada como ethos, sino que la libertad es directamente problematizada como ethos. Pero para que esta práctica de la libertad adopte la forma de un ethos que sea bueno, bello, honorable, estimable, memorable, y que pueda servir de ejemplo, es necesario todo un trabajo sobre uno mismo.[4]

 

El cuidado de sí (askesis), implica la ejercitación del pensamiento (melete) y el entrenamiento físico (gymnasia). Mens sana in corpore sano, en la lengua latina. Podemos pensar, entonces, en que hay una representación audiovisual de la idea del cuidado de sí: un archivo en tanto principio (arkhe), una microfísica del poder que traduce la melete en gymnasia, que hace visible la introspección como marca en el cuerpo, introspección que se traduce en elegancia y refinamiento. En Historia de las orgías, Burgo Partridge expresa, en cuanto a la concepción del encuentro orgiástico en la tradición helénica que: “el baile, tanto de los comensales varones como de las muchachas “portadoras de cálices”, era práctica común en los banquetes. Aunque la lascivia en sí estaba bien vista, la falta de elegancia y autocontrol era objeto de desprecio y censura” (PARTRIDGE, 2004: 24)[5].

En la cultura romana, “un hombre (homo) no es un hombre (vir) si no está en erección. La ausencia de vigor (virtus) era la obsesión” (QUIGNARD, 2005: 44)[6]. Por lo tanto, es viable pensar que la especulación inmobiliaria y la virtus iban de la mano: a mayor erección, mayor virtus y mayor capacidad de poderío. Las tecnologías del yo de la antigüedad latina parecen haberse perpetuado hasta nuestros días con las tecnologías del fármacopoder para la gestión constante de la potencia sexual, como emblema de la potentia virilis (la potencia del varón), tan propia del patriarcado heteronormativo. Una potencia devenida en la esquizofrenia del deseo capitalista, una máquina deseante y erecta, atragantada de Viagra. El fascinus, así como el cetro del Rey o el cetro presidencial se erigen en sinécdoque de un esquema de dominación verticalista, del que salir parece imposible. El sexo, pues, no es garantía de libertad. El sexo (a veces) es el espanto.

 

[1]N. de lx A.: “El algodón de las meninas” apareció publicado en el diario El país del 27 de junio de 1984. luego fe reimpreso en Basilio BALTASAR (ed.) (1997): Necrológicas, 20 años de muertos ilustres, Mallorca, Bitzoc.

[2] QUIGNARD, P. (2005): “El fascinus” en El sexo y el espanto, Buenos Aires, El cuenco de plata, 48.

[3] Ídem, 46.

[4] <www.topologik.net/Michel_Foucault.htm>  Consultado el 27/6/2017.

[5] PARTRIDGE, B. (2004): “Los griegos” en Historia de las orgías, Barcelona, Ediciones B, 24.

[6] QUIGNARD, P. (2005): Op. cit., 44.

 

 

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