¿Cómo se elige la docencia? ¿Cómo se elige una carrera? ¿Qué función cumplen nuestros profesores en las decisiones que tomamos a la hora de estudiar? Estas son preguntas a las que se llega con la distancia que nos ofrece el tiempo. En esta oportunidad, Alan Ojeda reflexiona sobre la importancia de los profesores a lo largo de la adolescencia.
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A mis profesores,
especialmente a Nora, Cristina y Ana
Ayer fui estudiante, hoy soy docente. Me pregunto cómo llegué acá, por qué razón me gusta la docencia, cómo elegí lo que elegí, quién me guió, cómo fue que me dediqué a la literatura y que, en determinado momento de mi vida, me di cuenta que “Mi destino es la lengua castellana/ el bronce de Francisco de Quevedo”. Lejos de cualquier mito de origen remoto, de genio temprano, fui un lector tardío. Comencé a leer con relativa seriedad a los 15 o 16 años. Hasta ese momento, mi contacto con los libros era nulo. En casa no había biblioteca y repartía mi tiempo entre la TV, la computadora y la Playstation. De un futuro de aletargamiento y estupidez me salvaron dos cosas: mi curiosidad y un grupo de docentes atentos que supo dedicar su tiempo a encaminar mi atención a las letras.
Realicé mis estudios primarios y secundarios en el barrio de Mataderos, en dos escuelas que podríamos considerar de “extracción popular”: la primaria San Vicente de Pauls, y la secundaria Plácido Marín. Ambas escuelas religiosas destinadas a la clase trabajadora del barrio. Cuotas bajas, ambiente familiar, orientados más a la contención y a la construcción de una comunidad que a la excelencia académica. Durante varios años de mi vida le reclamé a mi secundaria no haber sido mejor, no haberme dado los contenidos, no haber estado a la altura de las “grandes escuelas”. Llegué a arrepentirme, más de una vez, de no haber tenido el valor de inscribirme para realizar el curso de ingreso al Nacional Buenos Aires o al Pellegrini. Pero la verdad es que, ni mi familia ni yo, por esos años, estábamos atentos a eso. Yo estaba más interesado en continuar estudiando con mis compañeros de primaria. Sin embargo, a más de una década de haber egresado, mi perspectiva cambió. No soy un melancólico ni un nostálgico. Nunca extrañé, de ninguna forma, abandonar la adolescencia para asumir nuevas responsabilidades e ingresar a la universidad. Lo que pasó fue, y es algo de lo que tomé consciencia cuando comencé a trabajar como profesor, que entendí la importancia del rol que puede ocupar un docente en el futuro de un estudiante. Es decir, en el momento en el que empecé a enseñar me di cuenta que mi carrera entera se debe al cariño y la atención de un grupo de profesores.
Como dije anteriormente, hasta los 16, más o menos, era casi alérgico a los libros. Mi facilidad para estudiar y una buena memoria me salvaban de casi todo, salvo matemática y, alguna que otra vez, contabilidad (el orden nunca fue mi fuerte). Recuerdo que a los 14 años tuve una profesora que lejos estuvo de ser bondadosa y que, además, inundó el programa con una literatura que aborrecí en esa época y aborrezco ahora: la trilogía de La Ciudad de las bestias, de Isabel Allende; El alquimista, de Paulo Cohelo; y Veroniqué, de Sonia Sarfati. Sin embargo, en ese tedio, hubo un espacio de libertad. A lo largo del año teníamos que leer libros que nosotros íbamos a elegir de una lista y que luego íbamos a tener que comentar en un foro a modo de reseña. Así fue que leí Poe, Asimov y Mujica Lainez. Ese fue mi primer salto cualitativo en la lectura: entender por qué esos textos me llamaban la atención y no los que leíamos para la clase. Más allá del trato agresivo y humillante hacia los alumnos, pude rescatar algo de esa experiencia: algunas lecturas y la certeza, posteriormente, de qué modelo de docente iba a evitar ser. Fue a los 15 años, en tercer año de secundaria, cuando empecé a escribir mis primeros poemas adolescentes. Típico impulso romántico de la adolescencia producto de un desamor o sentimiento propiamente trágico de la edad. La primera persona que leyó esos poemas fue la rectora y, en ese momento, profesora de Lengua y literatura de mi curso, Ana, una señora católica, conservadora, pero muy atenta a lo que les sucedía a los alumnos, que ya estaba cerca de jubilarse. La recuerdo sacando chicos de las aulas para preguntarles cómo estaban, y las charlas que tenía con ella en las primeras horas de la mañana, en su despacho, antes de que empezaran las clases. Las lecturas de ese año fueron más bien clásicas y aburridas, pero mi acercamiento iba por otro lado. Fue una docente estricta y bondadosa. A la hora de enseñar dejaba de lado la autoridad que emanaba cuando ejercía como rectora (más de una vez me citó en su despacho amenazándome con cortarme el pelo con sus tijeras si no lo hacía yo). Leímos Las crónicas de Narnia, El extraño caso de doctor Jekyll y Mr. Hyde y (sonido de tambores) La autobiografía del hijito que no nació, un libro antiaborto de los años 60, escrito por Hugo Wast, pseudónimo de Gustavo Adolfo Martinez Suviría, militante nacionalista, antisemita y ferviente religioso, nombrado presidente de la Comisión Nacional de Cultura por el presidente Agustín Pedro Justo en 1937, interventor de la provincia de Catamarca en el 41 y Ministro de Justicia e Instrucción Pública en el 43. Una joya. Como actividad extra, teníamos que hacer copias de ese libro de cinco renglones por cada hora de clase, para mejorar caligrafía y ortografía. Por suerte, no parece haber surtido ningún efecto en los estudiantes. Al menos no en la mayoría. Fuera de las disputas ideológicas que ya por ese entonces tenía con Ana, siempre se preocupó mucho por mí y tuve una relación cercana. De hecho, la extrañé luego de su jubilación. Pese a su posición política, visible en algunos comentarios (“Cortázar era un hombre que estaba equivocado en su visión de la política”) y sus selecciones literarias, era un eje organizador de la escuela, al menos en lo que refería al trato casi personalizado con sus alumnos. Más de una vez le acerqué mis primeros textos, que leyó rápidamente y comentó con un entusiasmo siempre bien recibido. Por primera vez pensé: “A alguien le interesa lo que hago y considera que puedo hacerlo bien”. La potencia de esa emoción, de esa certidumbre, es el primer paso para cualquier cosa. Ahí concluye, de alguna manera, una primera etapa.
Después vino 4to y 5to año. Más orientado, con una perspectiva más sobre lo que iba a hacer en el futuro (Psicología, Letras o Derecho), comencé a construir el hábito de usar la plata que me daban mis viejos para ir a comprarme libros a Parque Rivadavia. Sin embargo, para dar ese paso, además de intuición se necesitan recomendaciones. En el camino aparecieron dos profesoras, Nora y Cristina, de 4to y 5to año de Literatura, respectivamente. Los programas, como de costumbre, no fueron muy estimulantes. No puedo negar que me gustó el Mio Cid y que sentí una especial empatía por el tono burlón y desafiante de Quevedo (de quien me compré una antología poética de la editorial Austral que todavía tengo), sobre todo por sus poemas dedicados a Góngora, pero los programas eran y son, en general, ajenos a toda intensión de generar interés o placer. Al día de hoy ninguna autoridad educativa ministerial parece haber descubierto la evidente relación entre la lectura y el placer. La literatura no es gramática ni sintaxis, no puede enseñarse. Recuerdo una cita de Borges profesor, en la que hacía referencia a sus clases en la universidad:
Creo que uno sólo puede enseñar el amor de algo. Yo he enseñado, no literatura inglesa, sino el amor a esa literatura. O mejor dicho, ya que la literatura es virtualmente infinita, el amor a ciertos libros, a ciertas páginas, quizá de ciertos versos.
Lo menos importante eran las fechas y los nombres propios, pero logré enseñarles el amor de algunos autores y de algunos libros. Es decir, lo que hace un profesor es buscar amigos para los estudiantes. El hecho de que sean contemporáneos, de que hayan muerto hace siglos, de que pertenezcan a tal o cual región, eso es lo de menos. Lo importante es revelar belleza y sólo se puede revelar belleza que uno ha sentido.
Fuera de las lecturas curriculares, comencé a leer otros libros: Rayuela, de Julio Cortázar; Eudeomonología o el arte de ser feliz, de Arthur Schopenhauer; El mundo de Sofía de Jostein Gaarder; y cuentos de Lovecraft que buscaba en internet. Al ver que estaba interesado en la lectura y en escribir, Nora me prestó la poesía completa de Pizarnik. Mi relación con ella era básicamente de intercambio. Me prestaba algún que otro libro, me hacía comentarios sobre los textos que yo escribía y le daba para leer, y hablábamos de música. Si mal no recuerdo, también me prestó una edición bilingüe del tomo del Infierno de Dante. El pacto tácito era sencillo: yo cumplía con la materia, aprobaba los exámenes, pero durante la cursada no hacía prácticamente nada. Hablaba con ella, jugaba al ajedrez con compañeros, leía o escribía. Nunca con una pretensión de rebeldía absurda o impostura. Creo que se entendía, claramente, que yo la respetaba y la apreciaba. En otro momento de libertad, tuve la oportunidad de leer El guardián entre el centeno, de J.D Salinger. Ella nos había dado a elegir entre ese libro y uno de una autora rusa para leer en vacaciones y evaluar al regreso. Conseguí el libro en una de esas ediciones españolas, la más popular, llena de “la mar en coche”, “es una lata, tío”, y cosas por el estilo. Creo que fue al finalizar el año cuando le regalé El amor y la religión, de Kierkegaard. Ahí comenzó mi costumbre por regalarle libros a la gente que quiero y me interesa. Me parecía acertado regalarle un libro a la persona cuya relación conmigo estaba mediada por las letras. Aún hoy lo considero un gesto especial. Elegir un libro para alguien, comprarlo o sacarlo de la propia biblioteca, y regalarlo, es un gesto de confianza y aprecio. El día que me recibí, ella me entregó el diploma y me regaló una edición tapa dura y muy linda de El violín y otras cuestiones, de Juan Gelman.
En 5to año ya estaba encaminado. En proceso de elegir una carrera, mi vieja me dijo: “Si vas a cagarte de hambre, al menos elegí lo que te gusta”. Así fue que elegí Letras. Por un lado, fue una decisión pragmática: me gustaba leer y era ducho en todo lo que implicaba escribir y analizar textos. Por otro lado, una decisión entre hedonista y fatal: no me imaginaba haciendo otra cosa. Ahí fue cuando tuve a mi ultima profesora de Literatura: Cristina. ¿El programa? Literatura argentina, como siempre en el ultimo año. Borges, Arlt, Cortázar, Bioy Casares y compañía. Me compré Ficciones, El Aleph, El juguete rabioso, La invención de Morel, Bestiario, Historias de cronopios y de famas, todos en Parque Rivadavia. Ahí comenzó mi acercamiento a Borges. Tlön, Uqbar, Orbis tertius es, desde entonces, mi cuento favorito. Cada vez que encaro la lectura de algunos de sus textos, recuerdo algo que me dijo Nora en una charla: “Cualquier cosa que pienses, Borges ya la hizo, y mejor”. Al día de hoy me cuesta contradecir esa afirmación. Fuera de lo curricular, Cristina me inició en otras lecturas. Me recomendó comprarme El extranjero, de Albert Camus, novela que leí al menos cinco veces y a la que le dediqué dos finales de mi carrera universitaria, y me prestó apuntes y textos de su carrera, como los de Gastón Bachelard. En ese momento leí, sin entender mucho, Poética del espacio. Con Cristina el pacto era similar al que tenía con Nora. Yo aprobaba la materia, hacía lo que tenía que hacer, pero durante la clase, más allá de mis participaciones en los momentos de explicación o debate, me dedicaba a jugar al ajedrez con compañeros o a escribir. Cuando terminaba de leer un libro, me acercaba a comentarlo con ella, mientras me entregaba biblioratos llenos de fotocopias de textos universitarios que me esforzaba por entender.
Finalmente terminó la secundaria. Luego de eso vino el CBC y la carrera. Durante ese proceso, visité a Ana, a Nora y a Cristina. Volví a mi escuela más de una vez, a visitar y a dejar mi CV para preceptor. Más tarde que temprano, hacia el final de mi carrera, trabajé ahí como docente, y tuve la suerte de ser colega de los que fueron mis profesores. Para esta oportunidad me limité a hablar de los docentes que fueron clave en mi decisión profesional, que me interpelaron y permitieron una cercanía más propia de un tutor que de un profesor. Sin embargo, podría nombrar también otros profesores de los que aún tengo un buen recuerdo: Silvina y Marcelo, profesores de historia; Cristina, profesora de biología; Fernanda, profesora de psicología; Isabel, profesora de física; Dora, profesora de matemática; y Andrea, profesora de química. De todos ellos recuerdo el mismo cariño y atención. Más tarde entendí el nivel de importancia que tenía ese trato durante los años de formación. Aunque la universidad haya sido, luego, un ámbito donde comenzar desde cero, con prepotencia de trabajo, varios escalones por debajo de mis compañeros provenientes de otras escuelas con más trayectoria académica, con los años entendí la diferencia. Creo que, por esta razón, me emocioné especialmente la primera vez que leí la carta que Albert Camus escribió a su profesor luego de ganar el Premio Nobel:
He esperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.
Le mando un abrazo de todo corazón.
Camus dedicó su última novela, interrumpida por su absurda y temprana muerte, a Luis Germain, su profesor de primaria, que lo preparó para el ingreso al bachillerato, y convenció a su abuela para que lo dejara continuar sus estudios. El primer hombre, novela publicada en 1995 gracias a su hija, quien acercó los manuscritos a los editores, no es otra cosa que una autobiografía, que pone en el centro de su relato la importancia de un profesor en su educación y el desarrollo de su vida profesional.
Los profesores que nombré son, hoy en día, mi modelo de enseñanza. Me pregunto cuán lejos está la pedagogía académica, aquella que poco sabe del trabajo en el aula, de la compleja realidad de la educación, y de la pedagogía emocional. Me pregunto cuál es la realidad que observan las autoridades educativas, los empleados del ministerio, los ministros. Me pregunto qué es lo que ve el Estado cuando ve un docente, cuando ve un aula o una escuela. Conozco de primera mano la gratificación de ver alumnos que han elegido estudiar lo que uno enseñó como profesor. Es grande, pero no es suficiente. En el constante proceso de destrucción del tejido social, los docentes son la última trinchera, tratando de salvar, entre viajes, múltiples trabajos y el estrés de sus vidas personales, la casi siempre frágil existencia de un grupo de pequeñas personas arrojadas a un mundo incierto, roto y hostil.
Actualmente tengo tres trabajos, a veces cuatro. Doy clases en dos escuelas, trabajo en la Universidad y, cuando surge la posibilidad, participo en el armado y corrección de manuales escolares. Me gusta la docencia, me gusta estar en un aula, me gusta discutir con mis alumnos, saber qué piensan, ayudarlos, guiarlos cuando es necesario. Me gusta ser aquello que necesité cuando era chico y varios profesores supieron darme. Sin embargo, la realidad me asfixia y el presente me enoja. En la actualidad, ser docente implica no sólo lidiar con un sistema que desprestigia el trabajo y se encarga de reducir la función del profesor a un mero administrador pedagógico de la información (un facilitador), sino que es necesario oponer resistencia a los discursos conservadores y, hasta fascistas, que se reproducen en el seno mismo de las instituciones. Muchas veces las autoridades se encargan de sumar al malestar económico reinante, la dificultad de tener que luchar por una enseñanza acorde a los tiempos que corren (inclusión, educación sexual, reducción de daños, discusión sobre política coyuntural, etc). Frente a eso, cada docente se encuentra solo, casi sin amparo de la ley (el caso de la ESI es el ejemplo), forjando alianzas con compañeros, tejiendo luchas intelectuales en el aula. Como si fuera poco, también deben hacer eso.
Habiendo recordado todo esto, sólo puedo afirmar una cosa. La única revolución educativa, al menos esa es mi opinión, surge de una pedagogía afectiva. El contenido es importante, obviamente, y es necesario luchar por establecer programas acordes a la realidad que vivimos y de cara a brindar las mejores oportunidades para aquellos que continúen con la educación superior. Sin embrago, las habilidades que permitirán a los alumnos sobrevivir las dificultades, orientarse en la incertidumbre, resistir el fracaso, elegir un camino y estar lo suficientemente seguro de concretarlo, surge de otra experiencia que no es necesariamente la del contenido estéril. Esa experiencia es, y lo digo a riesgo de sonar cursi, el amor y el entusiasmo que logra despertarse en otros.
Si hoy soy lo que soy, y hago lo que hago, es por esa mano afectuosa que algunos profesores supieron darme.