El Joker de Todd Phillips causó conmoción por todo lo contrario a lo que parece sostener el horizonte de expectativa de las películas de «superheroes» y «supervillanos». Esta película no fue una más, perdida en los multiversos del comic. Como una mónada cerrada sobre si misma, la película se autonomiza y se separa del resto de las producciones. Lejos de los grandes fuegos artificiales y explosiones, este Joker encarnado por Joaquín Phoenix pone en prime plano la descomposición de lo social desde una perspectiva más realista, más cruda, donde el director logra esquivar la representación ideológica tradicional de los problemas estructurales de la sociedad. Escribe en esta oportunidad Mariano Vilar.
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En el cine de superhéroes se distinguen dos grandes estrategias de construcción de mundos: por un lado, la postulación de universos ficcionales cohesivos que articulan una variedad importante de personajes que interactúan entre sí a través del tiempo; por otro, la reinvención permanente que hace de cada aparición de un personaje una nueva interpretación de un arquetipo. Decir que la primera forma, adoptada desde 2008 por Marvel, es la que mejor representa la dinámica de los cómics es inexacto. La capacidad de reinventar personajes define tanto su historia como su capacidad para construir cánones y continuidades. En el caso del complejo cinematográfico-industrial de las franquicias, los reboots de DC suelen atribuirse a sus sucesivos fracasos para emular a Marvel. Seguramente es cierto. Pero es una situación que debemos agradecer si su resultado es Joker de Todd Phillips y Joaquin Phoenix.
Cabe entonces preguntarse en qué consiste esta reinterpretación del Joker (o si prefieren, del Guasón) y cómo se relaciona con algunos de sus antecesores más ilustres. Se trata ahora de un relato de un origen, y el origen del Joker siempre ha sido problemático. El clásico cómic de Alan Moore, La broma asesina, nos narraba una historia posible (también basada en gran parte en la humillación, el fracaso económico y las tragedias personales) pero también nos mostraba a un Joker que declaraba que cada versión de su nacimiento era diferente y que él mismo no estaba seguro de cuál era la auténtica. Heath Ledger en Dark Knight narraba al menos dos orígenes distintos y contrapuestos entre sí. La película de Phillips ofrece una sobredosis de evidencia. ¿Se convierte Arthur Fleck en un asesino por el abuso que sufrió en su infancia? ¿porque no consigue novia? ¿porque lo despiden del trabajo? ¿por sus trastornos psiquiátricos? ¿porque alguien le dio una pistola? ¿por envidia al niño Bruce Wayne? Aunque la respuesta que da la película sea “por todo eso”, la decisión de qué tiene más peso es clave para construir su sentido. Sobre todo cuando proyectamos ese interrogante más allá del personaje de Arthur y lo llevamos hacia las masas alzadas que, involuntariamente, termina representando.
Esta relación se vuelve especialmente importante porque la concentración minuciosa de la película en las tragedias de Arthur contrasta con la ausencia total de escenas que nos revelen la dinámica interna del movimiento popular de enmascarados que salen a las calles. Podemos arriesgar, sí, que son los oprimidos, los lúmpenes de Ciudad Gótica, los dejados atrás… ¿pero en qué sentido?
La escena clave para entender esto es aquella en la que Arthur Fleck recibe la noticia de el gobierno recortó los servicios sociales y ya no tendrá acceso ni a la (de por sí limitada) atención de la trabajadora social ni a los psicofármacos. Esta escena es clave y desarticula por sí sola todas las interpretaciones “incel” (por “involuntariamente célibe”) que hacen del Joker un representante del hombre blanco heterosexual que perdió sus privilegios. Los “privilegios” que perdió Arthur Fleck son los servicios sociales básicos de Ciudad Gótica, y la codependencia entre soportar el neoliberalismo y usar psicofármacos (una relación remarcada por Mark Fisher en su Realismo capitalista) es uno de los nudos que ata las vicisitudes personales del protagonista con el conflicto social que se desarrolla fuera del consultorio y fuera de la pantalla.
La psiquiatrización del Joker y de su risa incontrolable no es, por lo tanto, un problema individual. El carácter cuasi-demoníaco que posee el personaje en su tradición (¿qué hay más alejado de la empatía que reírse del sufrimiento ajeno?) lo emparenta con distintas representaciones del caos originario, de la negatividad de toda razón (“todo lo que tengo son pensamientos negativos”, dice Arthur) y con la imposibilidad de asociar la alegría con la virtud. En muchas historias, funciona como el opuesto dialéctico de Batman. En esta película Batman todavía no existe, por lo que la negatividad del Joker surge en contraste con sus tres progenitores: la “madre”, que lo llama “happy” (feliz), el exitoso comediante Murray (Robert de Niro), quien le dice por primera vez “joker” (bromista, o como quieren los españoles “el Bromas”), y Thomas Wayne, su opuesto en la lucha de clases, y el que bautiza de “payasos” a los manifestantes. Ellos son los que, en el mundo simbólico del personaje, intentan explicar su origen, pero los tres fallan, y también por eso tienen que morir.
Más importante que eso, son ellos tres los que intentan definir qué es gracioso y qué no lo es. La escena de Arthur riéndose fuera de tiempo y tratando de anotar en qué consiste lo que causa risa como espectador en el club de comediantes tiene su correlato en la escena en que plantea esta pregunta en el programa de Murray. Es este orden el que el Joker ataca y condena, y no el orden político, que declara explícitamente no entender en lo más mínimo. La película misma lo escenifica: ¿Quién define que un hombre muriendo acuchillado con unas tijeras no es gracioso, pero que un hombre con enanismo no alcance la traba de una puerta sí lo es?
Está claro que el personaje de Phoenix no es un héroe en ningún sentido. Ni siquiera es, como el Joker de Heath Ledger, un gran villano. Su discurso en el programa de Murray es terriblemente simple: ¿por qué la gente no puede ser más amable? Él mismo está ciego respecto de su relación con las masas oprimidas en las calles. El Joker de Ledger le dice a Harvey Dent: “¿Te parece que soy el tipo de persona que tiene un plan?”. Sin embargo, sabemos que miente, porque durante la película vemos desarrollarse (y con éxito) varios de sus absurdamente complicados planes. Acá Phoenix dice: “¿Te parece que yo soy el tipo de payaso que puede iniciar un movimiento?”, pero en su caso, está diciendo la verdad.
Recordar el plan que precisamente falla del Joker de Ledger en la película de Nolan es significativo. Cerca del final de Dark Knight, coloca explosivos en dos barcos, uno transportando criminales encarcelados y el otro ciudadanos comunes, y entrega el detonador de un barco a los tripulantes del otro y viceversa. Esto serviría para demostrar el egoísmo y la ausencia de valores de los ciudadanos, que seguramente se volarían entre ellos en pedazos. Sin embargo, no lo hacen, y un convicto decide arrojar el detonador por la ventana para mostrar que pese a todo es un buen tipo. Comparemos esta escena (la única verdaderamente idiota de la excelente Dark Knight) con la ciudad Gótica de Todd Phillips. El Joker, que es atravesado por un movimiento de masas que inició de forma inconsciente, no puede ver más allá de esa capa ideológica que (tanto en sus confrontaciones con Murray como con Wayne) le impide entender que la falta de amabilidad es solo la máscara del problema. En esta ingenuidad que no por ser infantil es menos violenta, el despliegue del Joker resulta mucho más auténtico que el gesto piadoso del convicto en la película de Christopher Nolan.
Joaquin Phoenix es un Joker bailarín. En este sentido, se acerca más al de Jack Nicholson, que bailaba “Partyman” de Prince mientras vandalizaba un museo en la Batman de 1989. Pero sus bailes no podrían ser más diferentes. Nicholson se divierte con sus matones cargando un equipo de sonido al mejor estilo neoyorquino. Arthur Fleck baila solo, con la música que únicamente suena en su cabeza. Tanto sus bailes como sus movimientos en general a lo largo de la película nos hablan de una sociedad en descomposición, de una desaceleración hacia la podredumbre. Cuando se ve al espejo por primera vez luego de los asesinatos en el subte, realiza una serie de pasos de algo que parece Tai Chi que recuerdan a los del protagonista de Apocalypse Now en su habitación en Saigón. Si los movimientos de Chaplin en Tiempos modernos que observan extasiados los millonarios de Ciudad Gótica pueden vincularse con la aceleración industrial de un capitalismo que triunfa mecanizando a sus obreros, ¿qué nos dice el cuerpo desencajado de Arthur Fleck?
Última observación. Termino este artículo el día siguiente en el que el presidente neoliberal de Chile, Sebastián Piñera, declara que están en “guerra” contra un movimiento popular que se inició, como el del Joker, en los subterráneos. ¿Es Piñeira un Thomas Wayne? El enfrentamiento dialéctico entre este último personaje y el de Arthur Fleck parece resolverse, en la película, en el futuro nacimiento de Batman. ¿Pero qué Batman? El mito habitual lo presenta como la víctima indirecta de una sociedad plagada de corrupción y crimen, pero el asesinato de sus padres no dejaba de ser un hecho aislado: tuvieron la mala suerte de entrar en ese callejón en ese momento. Ahora, el crimen nace directamente de una revuelta popular. Quizás la resolución dialéctica ahora corresponda a otro tipo de millonario-payaso más cercano a Donald Trump.