Diego García presenta esta colección de entrevistas con una reflexión sobre los desafíos políticos, éticos y teóricos de una discusión sobre China.
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Hace veinticinco años todavía era algo de especialistas. Pasados los 2000, toda persona bien informada había escuchado sobre el tema. En 2004, ganó la tapa de los diarios argentinos por primera vez, cuando el gobierno nacional anunció una inversión de U$S 20.000 millones proveniente de China. Desde entonces, la relevancia de este país para el mundo, la región y la Argentina se hizo cada vez más notoria para cualquiera que siga las noticias. Y en la actualidad, prácticamente todas las semanas leemos novedades vinculadas a China. Un nuevo desarrollo en inteligencia artificial, un logro de su programa espacial, una proeza de ingeniería civil, más inversiones en América Latina, aumento de sus compras de carne. Que China es una potencia mundial, aunque completamente inesperado hace unos años, hoy es un dato conocido en todas partes del mundo. En América Latina, la importancia de China es imposible de sobreestimar. Un poco con compras de materias primas, otro poco con inversiones directas y préstamos, se volvió un factor imprescindible en Brasil, Perú, Chile, Colombia o Ecuador. En la Argentina el rol de China es, sencillamente, vital. En 2019 superó por primera vez a Brasil como principal destino de nuestras exportaciones, y dependen de China inversiones en caminos, trenes, energía, minería y hasta parte de las reservas del Banco Central. Siendo uno de los motores de la economía mundial, China también mueve los vagones de las economías latinoamericanas. Digamos que, en 2020, todos tenemos claras las razones de por qué estudiar China.
Pero hay otra pregunta que merece el máximo de atención si queremos acercarnos a ese país. Es una pregunta que no resulta tan evidente, pero cuya necesidad se hace patente ni bien tomamos contacto con China. Una pregunta que involucra nuestros conocimientos previos sobre ese país, nuestros objetivos y hasta nuestras ideas sobre el lugar que ocupamos en el mundo. Es una pregunta sencilla: ¿Cómo pensar China?. Porque para cualquiera que se haya educado en América Latina, China es algo sumamente extraño. Los latinoamericanos no compartimos con China religiones ni raíces idiomáticas. Su historia no empieza en Grecia ni con los pueblos antiguos de la Mesopotamia, ni se vincula con las civilizaciones originarias de América. Su tradición política no abreva en el liberalismo inglés, ni en la Revolución Francesa. Y, treinta años después de la caída del Muro de Berlín, el comunismo se entiende mejor como una forma de nacionalismo, que como una crítica al capitalismo. La sola idea de “nación” ya es problemática. Porque mientras la gran mayoría de los estados-nación que conocemos son producto de la modernidad europea, -incluso en América, África o Medio Oriente-, la unidad política China se remonta hasta 200 años antes de Cristo.
Estos pocos señalamientos alcanzan para entender que cuando afirmamos que China y Argentina, Brasil o Ecuador son todos países, estamos diciendo algo muy inicial sobre China, y acaso no del todo preciso. Porque cuando decimos que China es un país, con un gobierno organizado en ministerios, con un territorio estructurado en provincias, con un sistema de justicia, con impuestos, ejército, universidades, corremos el riesgo de pasar por alto que China, además de un país, es una civilización. Tal como lo sería el Imperio Romano si nunca hubiera desaparecido y hubiese mantenido una continuidad jurídica y política desde su fundación hasta la primera década del siglo XX.
“¿Cómo pensar China?” es una pregunta necesaria porque en China el pensamiento, la historia, la escritura, la prosa, la democracia, la religión, el arte, la vecindad y la añoranza funcionan de maneras diferentes a las que estamos habituados, y una equiparación apresurada puede inducir errores. ¿Qué es eso que se llama “pensamiento chino” que es diferente de lo que que en América y en Europa conocemos como “filosofía”? ¿Qué quiere decir “historia universal” si no incluye la historia de China? ¿Cómo es eso de que el chino es, antes que una lengua, un sistema de escritura? ¿Qué imágenes nos llegan desde su literatura? ¿Qué pasa allá con la democracia? ¿Por qué el budismo es importante para entender ese país? ¿Qué enseña el mercado de arte sobre su capitalismo? ¿Cómo se ve China desde su periferia y qué dicen sus vecinos? ¿Qué podemos aprender de los argentinos descendientes de chinos? Para responder a estas preguntas Código y Frontera entrevistó a las máximas especialistas de la Universidad de Buenos en estos temas: María Elena Díaz, Ignacio Villagrán, María Florencia Sartori, Lelia Gándara, Cristina Reigadas, Maya Alvisa, Verónica Flores, Fernando Pedrosa y Luciana Denardi. Esta serie de entrevistas intenta pintar, con técnica cubista, un dibujo de China.
“¿Cómo pensar China?” también es una pregunta necesaria porque las cuestiones de China muchas veces o bien, están atravesadas por otras discusiones, o bien, terminan enredadas en otras discusiones. Si queremos saber de China, necesitamos aprender a encontrarla más allá de estos debates.
MÁS ALLÁ DE LA GUERRA FRÍA, LA TEORÍA DE LA DEPENDENCIA Y LA GRIETA. En las discusiones locales sobre China, uno de los primeros desafíos que aparece es asegurarse que estamos conversando sobre China y no sobre Venezuela o Estados Unidos. A veces, se critica a China por sus vínculos con el chavismo; a veces se la elogia como una alternativa a Estados Unidos en política internacional. Todo esto trae mucha confusión si lo que verdaderamente se quiere es conocer las oportunidades y los desafíos que China representa para la Argentina. Para aprender sobre China lo mejor es evitar enredos locales y enfocarse en lo que pasa allá, antes que en los usos que recibe acá.
MÁS ALLÁ DEL ESTADO, PERO TAMBIÉN DE LA DESCONFIANZA. No poco de lo que conocemos sobre China es resultado, de algún modo, de una política oficial de su gobierno. Porque después de años de crecimiento económico, el gobierno dispone de muchos recursos para alentar los estudios sobre el país en todo tipo de campos, desde la historia hasta el idioma, pasando por las políticas públicas, las ingenierías o las artes. Ese aporte del estado ha demostrado ser un estímulo irremplazable para desarrollar las investigaciones en países como la Argentina, que no contaban con tradiciones robustas de estudios chinos, como las que hay en Estados Unidos, Francia o Alemania. Pero, qué duda cabe, este apoyo oficial también prende las alertas de la autonomía científica. El desafío tiene su complejidad. Porque no se conjura desconfiando de la palabra oficial, tomando distancia o poniéndola entre comillas. Ahí no hay complejidad alguna, sino, meramente, aplicación de los protocolos habituales en la ciencia occidental. La complejidad está en que esa desconfianza tal vez sea incompleta, imprecisa o, incluso, ingenua. Incompleta, porque sostener la guardia ante una versión oficial no debería hacernos pasar por alto los sesgos presentes en cualquier otra versión. Imprecisa, porque acaso todavía necesitemos entender mejor los mecanismos de producción de conocimiento en un país en que el Estado tiene el rol que tiene en China. Ingenua, porque esa desconfianza asume que, con 1.400 millones de personas, hay un actor capaz de imponer una y sólo una versión oficial.
MÁS ALLÁ DE LA CRÍTICA, PERO TAMBIÉN DEL RELATIVISMO. En muchos aspectos, como el rol de la prensa, la administración de justicia o, sencillamente, las cuestiones de derechos individuales, China no sigue los estándares liberales que muchos defendemos. No obstante, China y las democracias vienen recorriendo un camino de entendimiento hace varias décadas. Pero ese camino no puede avanzar sin más conocimiento mutuo. Es imprescindible, entonces, que una diferencia, una crítica o, incluso, una condena, no anulen el interés, la curiosidad y la apertura necesarias para aprender. Por otra parte, acercarse a China no funciona como pretexto para dejar de lado estándares de moral y justicia. Nadie en China pide tanto. En sus diálogos con extranjeros, los chinos no escapan a los temas complicados, pero esperan una disposición franca al diálogo que deje prejuicios de lado. Desde uno u otro ángulo, es crucial agudizar al máximo nuestras ideas sobre comprensión y justificación, sobre conocimiento y moral.
MÁS ALLÁ DE LO QUE CONOCEMOS. El comunismo chino fue una creación inesperada cuando se pensaba que el socialismo no podía desarrollarse en una sociedad como la china. Treinta años después, China sorprendió al mundo con una transición al capitalismo sui generis. Una y otra vez, China crea formas propias e inesperadas de resolver problemas. Como la vista de Richard Nixon en 1972 para ganar terreno frente a la Unión Soviética, las Zonas Económicas Exclusivas en las que empezó a experimentar con el capitalismo, la creación de un firewall nacional para controlar la navegación en Internet, el uso del teléfono celular para expandir la inclusión financiera, o el 5G para implementar un sistema de transporte sin personas o cirugías a distancia. China crea sus propias soluciones innovando en tecnología, políticas públicas o, incluso, arreglos sociales. Por eso nuestras palabras no siempre son buenas para nombrar sus maneras de hacer las cosas. Para no extraviarnos en este camino, es bueno ser pacientes con el asunto de los nombres.
En conclusión, acercarse a China es una camino de tareas exigentes. Tenemos que medir constantemente la distancia, porque en China hay cosas que están más cerca de lo que parecen, y otras más lejos. Tenemos que aprender a revisar nuestra posición en la conversación, porque allá el mundo y la historia se ven desde otro ángulo. Necesitamos paciencia para explicar lo que vemos, porque muchas cosas chinas no pueden ser descritas con nuestros sustantivos. China es demasiado grande, diferente e importante para nosotros para no darle un tiempo y un lugar específicos, extraviarla en otras discusiones, o errar con un vocabulario inexacto. Para aprender sobre China, y aprender de China, lo más útil es preguntar cómo se ven las cosas desde allá.