En esta oportunidad, les presentamos un tríptico de textos del poeta, periodista y ensayista Mario Arteca. Estos textos ahora reunidos fueron presentados en distintos espacios desde el año 2009. Arteca nos invita a un recorrido poético a través de algunas cuestiones claves de la lectura y la producción poética de nuestro territorio en las últimas décadas: particularidades formales, tradición, estilo e ideología.
I
FONDO DE ÉPOCA
1. Más allá que en cualquier poema se inscribe un sistema ideológíco de referencias, algo así como un “discurso”, o lo que fuere, podríamos hacer alguna diferenciación con relación a la poesía que se escribe en la Argentina y en algún momento en el continente latinoamericano, desde hace por lo menos 50 años. La idea no es hacer un repaso, sino arrimar algunas herramientas con relación a algunas obras. Veamos.
Si contestamos el primer punto de esta mesa imaginaria, es decir “Ideología explícita e implícita”, no dudaría en decir que la poesía más franca en cuanto su tensión con lo ideológico fue la de la década del 60. Desde ya, mi afirmación no tiene carácter de revelación, porque la poética de esa década es visible en su intencionalidad, y estoy seguro que en ese punto, muchos estaríamos de acuerdo. Se trató de una década poblada de textos muy vitales, como los elaborados por Francisco Urondo, Juan Gelman, Julio Huasi, Alberto Szpunberg, Mario Trejo, Juana Bignozzi, etc., y parte de esa plana mayor radicada en la poesía social y política, como un desprendimiento de sentido de dos enormes poetas como Raúl González Tuñón y César Fernández Moreno, la búsqueda sería sencilla y se agotaría en su círculo ciego de significaciones. Pero si uno remite a la poesía de Juan Gelman, como un “concentrado de memoria, experimentación y consciencia”, en palabras de Eduardo Milán, allí se puede comprender que la puesta en escena de un poema, como ese todo tripartito, también sugiere otra fórmula donde proponer un poema como carga ideológica.
La operación escritural que ofrece Gelman desde “Gotán” hasta “Cólera buey” proporciona al lector una traducción implícita de los valores de toda una generación; pero el Gelman de “Fábulas” y “Los poemas de Sidney West” trabajan directamente sobre la traducción en sí misma del material escritural, echando luz sobre los procedimientos. Este Gelman marca como pocos su influencia sobre algunas lecturas (de Edgar Lee Masters y su “Spoon River Anthology”, la más reconocible -junto con los heterónimos de Fernando Pessoa-, y de cierta vanguardia de la poesía norteamericana de principio de siglo, la menos aprehensible). En esos textos mencionados, Gelman propone un escenario del lenguaje fuera de su capacidad comunicativa. Más que nunca, allí la poesía no es vehículo, sino recurso, artefacto inficionado por la lengua. Es toda una declaración de principios, sin duda, y también es aquello que lo separa de la estética de los 60 y lo promueve hacia la próxima década, en donde el trabajo del lenguaje será toda una formulación de posicionamientos frente al lenguaje y frente a la realidad imposible del lenguaje.
Gelman, y otro pariente de una escritura de riesgo, como la de Miguel Ángel Bustos, propone una salida formal a la estética de los sesenta, en la que la amplificación de la temperatura política diversifica la puesta en escena de sus poéticas. En Bustos se observa claramente en su último texto, “El Himalaya o la moral de los pájaros”; en Gelman en aquellos dos textos mencionados, y habrá que agregar también, “Relaciones”, una obra que contiene en sí misma la reproducción física de la tortura (sobre todo en un poema titulado “Somas”), lo que anticiparía lo que padecerían miles de argentinos en carne propia, y ya estaban sufriendo en el momento de escribir el poema. Pero lo que hacía Gelman era mortificar la lengua, la daba vuelta, la movía sin descanso, logrando el acontecimiento de postular hacia adelante, a riesgo de volverse un lector de sí mismo.
En años posteriores, entre los llamados “poetas de los 90”, ese movimiento hacia adelante se fijó desde la captura de dos pulsiones simultáneas de la escritura: la auto-referencialidad y provocación crítica de un estado de cosas expulsivo en lo social, e inclusivo (o mejor: aglutinante), en la descripción como escenografía involuntaria del “derrumbe catastrófico del ideal de la militancia” (así lo explicita Martín Gambarotta a Silvio Mattoni, en una entrevista para una producción de la Universidad Nacional de Córdoba).
2. Por otro lado, pensaba en un escritor como Antonio Cisneros. Estaba pensando en un autor como Antonio Cisneros y en un libro en particular: Canto Ceremonial contra un Oso Hormiguero. Hablar sobre este libro y sobre Cisneros viene como anillo, y más como anillo al dedo, a lo que se quiere preguntar en esta mesa. El libro es archiconocido, y como se sabe, trabaja la historia desde la tradición, la ironía de un yo poético móvil y la mirada contemporánea en escala de Revolución. Lo extraordinario de ese texto es cómo Cisneros hace pendular el lenguaje desde distintos puntos de ataque: el título del libro es una cachetada generacional a cierta escritura contaminada por la obra de Pablo Neruda, y contra Neruda mismo; el texto está escrito, en su mayoría, en un tono versicular, al estilo Robert Lowell, lo que también adelanta a tiempo la influencia fundamental de algunas vanguardias estéticas; y además, abre un diálogo con los géneros, desde la escritura científica y antropológica (la estética de Cisneros parecen restos de un códice incaico) hasta la estructura más prosaica jamás leída – por entonces- en América Latina. Sin Cisneros, hubiese sido complejo leer escrituras tan poundianas como las de Rodolfo Hinostroza y Mirko Lauer, por ejemplo. Lo que quiero significar aquí es como lo ideológico forma parte inseparable del lenguaje: el lenguaje ya es intención, por lo tanto, es ideológico. Lo que queríamos mostrar es cómo funciona de acuerdo a algunos textos y algunos autores.
No sé si valdrá preguntarse por la ideología en los poemas. El texto vale por su eficacia, primero, y después por cómo logra emocionar al lector. Esa parece ser la ideología del poema. Cuando leo “Crónica de Chapi”, de Cisneros, no estoy emocionado por confirmar mis creencias en ese poema (cosa muy tentadora, por supuesto), sino por disfrutar lo implacable que puede ponerse un conjunto de palabras, que uno mismo elegiría sino no fuese porque lo hará, indefectiblemente, desde otro enfoque y con otro talento. Y en esa elección, en ese orden, está la intencionalidad. No se trata de un mero grupo de fonemas, semas, o lo que fuere, acumulados por azar, sino de una decisión de cada creador de proponer una estructura de acuerdo a los posicionamientos y la sintaxis que conviene traducir al lector.
En ese sentido, sería justo mencionar a dos obras, con sus distingos fundamentales, para comprender el tono y los procedimientos que proponen esa fuerte intencionalidad del poema, que es de lo que intentamos hablar.
El primero es Taberna, de Roque Dalton, pero sobre todo el poema que da título al libro, un conversatorio o agrupación de voces captadas por un oído absoluto e inquieto. ¿Qué es lo novedoso de ese texto? La propuesta innovadora de darle sentido a la utopía desde el registro catastral de las voces anónimas. Es un collage, como los que realizaban los dadaístas o surrealistas de comienzo del siglo pasado, pero en clave de épica. La intención está clara, pero no siempre la intencionalidad y los resultados de esa dirección, coinciden. ¿Qué quiero decir? Que “Taberna” aportó a la poesía latinoamericana algo más que una propuesta de leer los distintos modos de la voz, en un contexto de efervescencia política mundial. También regaló a los escritores un procedimiento. Y en ese procedimiento lírico hay una elección.
El consumo en cierta poesía funciona como una forma de reciclar de los materiales bajos. Así se observa en la poesía de Roque Dalton un ataque frontal contra la metáfora. No alcanza con sustituir, también habrá que conformar una idea de presente con otra manera de promover la imagen.
Distinto es el caso de Ernesto Cardenal, con dos textos claves: “El estrecho dudoso” y “Hora Cero”. Esos dos textos están contaminados por la poesía beatnik, especialmente por los textos de Ginsberg, Snyder y más comprensible en el nicaragüense, Thomas Merton. Siempre que leo los textos de Cisneros, Dalton y Cardenal, pienso en la idea de consumo, es decir, esa forma de transformar, como los creadores del Pop-Art, lo útil en belleza. La propuesta fue trabajar con materiales desligados del canon básico de “lo bello”; es verdad, ya lo había conseguido Eliot, con La tierra baldía, o Ezra Pound, con sus Cantos, y más tarde, vía William Carlos Williams, con su “Paterson”, y todo derivaría en Allen Ginsberg, Ferlinghetti, Corso, etc. El estrecho dudoso es un gran libro por varias cuestiones. Primero, porque está bien escrito. Segundo, porque escapa al tratamiento sutil de la palabra lírica. Tercero, porque a pesar de quedar muy expuesto su plan de operaciones, el libro de Cardenal dialoga con lo contemporáneo. Narra un suceso, o varios hechos, pero también la progresión de un poema cuyo cuerpo principal es un organismo cartográfico.
3. El caso de Perlongher es acertado para observar qué cosa ocurre con lo ideológico. En su poesía se mezcla lo corporal y lo político, es decir, el cuerpo político, lo que nos involucra con el nacimiento de una escritura del lenguaje, para decirlo burdamente, aunque en verdad, tampoco lo es así, en forma taxativa. Lo que hace que la escritura de Perlongher tenga una carga ideológica, lo da su carácter bélico (creo que era Chitarroni quien hablaba de esto). Perlongher une en su obra, la escritura de comienzos de los 70, la búsqueda experimental, fragmentada, en el tono de prosa cortada de Osvaldo Lamborghini, la narrativa oral y del pastiche, de Puig, y el preciosismo y la pulsión corporal de los textos de Sarduy. Habría que ver, alguna vez, cuál es el verdadero valor de la poesía de Sarduy, más allá del lenguaje que infecta todas sus novelas. Lo bajo, lo alto, el mamarracho del artificio podría ser leído hora como un simulacro de resistencia a la sintaxis.
Sin embargo, ese puente tendido por Perlongher, que parece agotarse en sí mismo, podría verse en otros escritores que retoman la forma de leer sus clásicos contemporáneos. Lo hicieron los neo-románticos de Último Reino, pero también lo hicieron los llamados por la crítica «poetas de los 90», cuya lectura de escritores tan disímiles como Giannuzzi, Zelarayán, Oliva, Carrera, Viel Temperley, el otro Lamborghini, Leónidas, armó un escenario propicio para la reactualización de un lenguaje de fuerte corte político-social. Estos autores, con sus diferencias, mostraban cómo sobrepasar los límites de la poesía tradicional, dialogando con la tradición, con las formas rígidas, con el objetivismo, el misticismo, la reescritura, el lenguaje diario, la mezcla de intereses de clase, etc. La vuelta del tono oral y enfrentado al propio autor como un narrador desafectado de su ficción, en textos como Punctum, o Seudo y Relapso + Angola de Martín Gambarotta, no sólo mostraba un recurso, sino también, un modo de intervenir en los funcionamientos de la lírica. Desde esa perspectiva, hay libros que debieran retomarse, por aportar un corte, una mirada muy humana e impiadosa sobre el progresivo deterioro social. Estaba pensando en 40 watts de Oscar Taborda, un texto que debiera ser puesto en su lugar de marca, de elección y riesgo, donde los escenarios mostrados postulan el avance de la degradación, pero también los alcances de la supervivencia. En el libro de Taborda hay un lenguaje, que recuerda otro lenguaje. Y ese recuerdo es la valoración de un movimiento de superficie de los textos. Taborda captó los rastros de una resistencia al vacío proporcional de la época y sacó un negativo de la lengua. Ese fue su hallazgo, que otros estaban haciendo, desde ya, pero vale marcar lo de Taborda como decisivo, o bien, programático.
En un lista hipotética de textos que se encargaron de mantener y de darle una vuelta de tuerca a esa relación entre poesía e ideología, pienso (y no soy original al respecto) en Música mala, de Alejandro Rubio; La raza de Santiago Llach; El despertador y el sordo, de Fernando Molle; Lampiño, Maternidad Sardá, hasta Para el lado de las cosas sagradas, para hablar de algunos libros de un escritor clave como Martín Rodríguez; o bien de Poesía civil de Sergio Raimondi; los textos de Cucurto y de Casas, etc. Hay obras como Coming attractions de Marina Mariasch, o La piedra de Luis del Mármol que, si bien mantienen otra disputa con la realidad, la reimprimen en esa delgadez de límite con la invención, que hace que sus textos resalten como procesos en sí mismos. De alguna manera todos ellos escriben desde una estructura ocupada por el cruce de lo histórico, lo social, el presente, lo político, y en lo formal por la prosa y la poesía latinoamericana contemporánea.
¿Qué es lo que funcionó como lectura y después cómo escritura en aquellos incipientes escritores, que después se convirtieron poetas con mayúscula? Tal vez el acercamiento de la vieja generación con la nueva, puede ser una respuesta. Eso se vio claramente en la intervención de publicaciones como Diario de Poesía, Último Reino, 18 whiskys, eso sí, en otra medida. Ante el deterioro de la militancia partidaria en los 90, y la revisión de la participación política y la experiencia revolucionaria de los 70, tal vez, pareciera ser que muchos poetas resolvieron militar como escritores. Por supuesto, cabe decir que muchos militaron y militan políticamente. Habría que decir también, por qué no, que la disección del lenguaje de la poesía experimental de principio de los 70 se dio en esa generación como un nuevo modo de intervenir en el lenguaje. Sucede lo mismo con algunas escrituras de los 80, pero en distinta medida. La producción de poesía durante la primera etapa alfonsinista también tuvo, a pesar de ella, un carácter fundacional. Pero como todo suceso de origen, de inmediato da paso a otro, esta vez más abrupto y alejado del sentido representativo, como lo fue el neobarroco. De ese caldo (me refiero a la poesía neobarroca, neo-romántica y objetivista), saldría la escritura de los llamados poetas de la generación del 90, aunque no todos tan uniformes en sus escrituras como parece. Pero vale decir que la consonancia con que la crítica reunió esas escrituras, hizo de esa generación de poetas un distingo, una marca indeleble.
* Parte del texto leído el 28 de
septiembre de 2009, en el Centro Cultural de la Cooperación «Floreal
Gorini», en el marco del Festival Nacional Poesía en el Centro. La mesa de
debate -compuesta por Ángel Oliva, Miguel Vedda y yo, con la moderación de
Daniel Freidemberg- tenía como consigna base «Poesía e ideología».
II
POESÍA Y PRESENTISMO
(el cruce entre Silvio Mattoni y Martín Rodríguez)
1.1 Siempre dos cosas. La una y la otra: nunca viceversa. Este 2010 arrancamos así. La literatura tiene sus males y son esos bolsones de espejo que seducen, y siempre se atuvieron a esto: pensar su otro. Habría que ser menos representativo, pero desde el Ciudadano Kane, y esa imagen de hombre otrora poderoso y ya derrotado deambulando como zombie después de su segunda y última separación (o tercera, la primera fue la de su madre. No es psicologismo barato, la película así lo explicita. Rosebud) y pasando por su réplica infinita marcada por la ocurrencia serial de unos espejos de pie, el mal está inoculado y corre por nuestras venas como un retrovirus. Habrá que hallar una forma de dislocar el oído cuando nos toque ese tipo de hermenéutica salvaje, enquistada en algunos claustros de la escuela secundaria, y también de algunas humanidades. En una conferencia sobre Heidegger (cuándo no) Derrida hablaba de que «el hecho de que haya representación, o Vorstellung, no es, según Heidegger, un fenómeno reciente y característico de la época moderna de la ciencia, de la técnica y de la subjetividad de tipo cartesiano-hegeliano. Lo que sí sería característico de esta época en cambio es la autoridad, la dominación general de la representación». El argelino decía que todo lo que deviene presente, «todo lo que es, es decir, todo lo que es presente, se presenta, todo lo que sucede es aprehendido en la forma de la representación». La pregunta es cómo funciona lo representativo cuando se presenta, y por qué allanamos el camino de cualquier análisis sustituyendo literalmente el sentido por un atajo que distribuya la reflexión hacia un puerto más convencional.
2.1 For example: los símbolos acuáticos en la poesía de Martín Rodríguez (Buenos Aires, 1978) nos remiten: al útero, la cabaña, la chorrera (rompimiento de bolsa o un simple y brutal desangrado), textos que se ubican en el lugar descendente, y no rectilíneo de los movimientos naturales aristotélicos donde, se sabe, a la tierra le sigue el agua. Y de allí, un sinfín de salidas de sentido, de esquirlas amplificadas por la sugerencia de una poesía, en todos los sentidos, proverbial. Nos parece que la poesía de Rodríguez siempre propone una huida de la explicación para premoldear una nueva simbología. Y allí el agua sigue siendo primordial, pero en un sentido menos -justamente- simbólico. ¿Cómo es esto? No es sencillo, pero para el escritor de Para el lado de las cosas sagradas, es mejor trabajar desde el vaciamiento de lo simbólico. Porque dentro del meollo del símbolo hay un doble juego de significaciones cuya primera parada es la razón metafórica, y como se sabe, ninguna buena literaura se construye nada más con metáforas. Y en la literatura de Martín Rodríguez la construcción de lo simbólico se contacta con algo tan atávico o recóndito, como es cualquier peregrinación de fanáticos al altar del «Potro» Rodrigo o de Gilda. Por eso ese doble movimiento sustitutorio: primero vaciar, después llenar, pero cambiando siempre de material, aunque la matriz parezca ser la misma. Y no hablo de la declinación de símbolo, sino de la fuerza que necesita para trabajar lo no dicho como si siempre hubiese sido proclamado. El escritor de poesía es ese poema de la página 56, de Para el lado…, donde un Ceferino lejano a la beatificación rasca los muros, como un Edmundo Dantés bien argentino, para llevarse, sustraer una campana. Así, el poeta (llamémosle de esa manera) siempre atrae símbolos que no tienen utilidad: sólo vida en el interior de un sueño. El Ceferino-Cristo de Rodríguez morirá cada vez que su empresa sea tan inviable como vivir un mundo terrible, sólo para robarse un aparato de reproducción de sonido, -pero de sonido simbólico, que acerca a los fieles pero también los aleja-: una campana. Aleja a los fieles, decíamos, cuando ellos pecan por incestuosos, otro signo móvil de nuestro autor.
De este modo, Martín Rodríguez corta el boca a boca de la poesía de los últimos años; es decir, para hablar de sus libros, previo hay que leerlos, no basta el mito del poeta fascinante y premoldeado para construir una poética. La poesía crea míticos eufóricos, necesarios, pero retirada la fiesta se consolida la vuelta a la raíz básica del retrato de todo artista: la obra debe hablar por sí misma.
2.2 Si la poesía tiene lugar en todas partes eso no se limita al sentido o al texto, en el aspecto libresco de esta última palabra. Queda por pensar, entonces, lo que ocurre hoy en nuestro mundo. En el momento en que la poesía se convierte en un motivo, su estrategia móvil comienza a indiferenciarse. El complemento de este juego son las referencias que refieren a otras referencias. De esta forma, la escritura se aleja de esa «voz celestial», que fuera entendida, durante tanto tiempo (algo bien huidobriano) como suplemento de la naturaleza. Habría que proponer algo más que sentencias, y para eso esta última: la poesía es un secreto que no es secreto para nadie, algo así como un «secreto a voces». Para Martín Rodríguez la creación es obra de un dios cuyo primer mandamiento es dejar correr la tentación y enseguida disolverla en agua hirviendo, para luego todo eso transformarse en un vientre mítico, siniestro, cobijando una criatura que pareciera no hallar su ritmo en la sobrevida.
2.3 El interés por una escritura para el lado de las cosas sagradas radica en qué manera impone un encuadre más o menos visible. Pero mejor debiéramos percibir esos límites, esos efectos paradojales de borde. Silvio Mattoni (Córdoba, 1969), al escribir la contratapa del libro de Rodríguez, nombra un efecto de estructura típico, algo así como un saber: «El tiempo y el timbre de estos poemas, que hablan de la infancia, el mito, el sueño, que aluden a los elementos primarios y a una insólita idea de eternidad, expresan el dolor y la esperanza de seguir -viviendo, cantando, escribiendo- a la vez por su carácter único y su preocupación fragmentaria». Podríamos definir como socio-político a este texto, pero sería una trivialidad que no satisface, porque sigue siendo a este respecto un tándem crítico muy limitado, se vuelve ciego a su propia preceptiva, o como diría Derrida, «a la ley de sus perfomances reproductivas, a la escena de su propia herencia y de su auto-autorización», porque todo ello, en suma, se llamaría lisa y llana escritura.
2.4 Este breve ensayo se titula «Poesía y presentismo», hagamos entonces dos salvedades del caso, para seguir adelante con el análisis. 1- Existe en filosofía lo que se llama «ontología del presentismo», que sostiene que sólo existen los objetos y tiempos presentes, y que la principal razón filosófica para aceptar el presentismo es que permite solucionar el problema del cambio sin convertir las propiedades intrínsecas de un objeto en relaciones. Pero en el reverso de ese concepto surge otro, más controversial, tal vez en exceso gratuito, y que se vincula con lo propuesto aquí como materia de análisis: se trata del denominado growing block universe, o bien evolving block universe, una particular teoría de la filosofía del tiempo, relacionada con el llamado eternalismo, con McTaggart a la cabeza en medio del más rancio idealismo inglés, una suerte de hegelismo tardío. En esa idea, el pasado y el presente existen, pero no así el futuro. El presente sería, por tanto, el lugar donde se supone que se produce cierto crecimiento (growing block universe), observable a nivel científico lo mismo que una lonja muy delgada de espacio-tiempo, que se vuelve incesante, como los fotogramas de un film, y por lo tanto, una virtual narración metonímica. Ese movimiento se observa claramente en un texto de Para el lado…, en donde la secuencia está mostrada en reversa: «(…) Aguas mansas / que llegan secas a sus pies, / y se mojan en la tarde / al pie de un sauce, recobran el agua / del llorón. Así son las aguas / del diluvio (…)» (pg. 19). Allí podríamos interesar esa idea de eternidad de Rodríguez, donde el futuro es reconstrucción pura; desde las ruinas (el pasado) hasta el presente de las mitologías urbanas, ir hacia adelante no es un viaje en el tiempo, sino una reubicación sintagmática de las convenciones utópicas. En el texto de Martín, la utopía vale por su movimiento lateral, huidizo, en un suelo plagado por el sentido más profundo del valor de un ideal. Algo semejante a un movimiento de guerra de guerrillas, aunque de conceptos móviles que inyectan toda sintaxis, resocializando el valor nominal de la palabra. 2- A la idea de presentismo también se la conoce desde su connotación laboral. Se considera presentismo cuando un empleado realiza sus actividades laborales, pero por cuestiones emocionales no desempeña sus funciones al cien por ciento. ¿Y si el poeta actual no desempeña sus funciones al tope de sus posibilidades, y sólo le importa relativizarse en el dominio del espacio, que es la burocracia del efecto? Tomamos Zettel (Letranómada, 2009), tremendo libro del querido Héctor Libertella (Bahía Blanca 1945 – Buenos Aires 2006). Pues bien, en referencia a la muerte -«ese acontecimiento retrospectivo»-, el escritor bahiense hacía referencia a ese anverso del tiempo que es la ausencia de futuro: «Esa cosa de irle pidiendo cosas al futuro para devolvérselas, al final, intactas. Como si uno no hubiera vivido». Como si uno no hubiera vivido, es afirmar: como si no hubiera nacido. Y allí está una de las claves de la poética, o mejor, de la materialidad de cualquier libro de Rodríguez: siempre, en cualquier movimiento presuroso de sus versos, el autor se encuentra en medio de un génesis. Cada vez que su poesía se empantana en hilachas, o colgajos de violencia, de inmediato vuelve como de un sueño, un purgatorio personal, un no lugar que desemboca en el relato intrauterino, del que el autor siempre tiene una versión novedosa. Decíamos, ese génesis, a veces se muestra como vientre materno; otras, el vistazo de la resurrección; la mayoría de las veces, el edificio en working progress de la autoconciencia. Como si uno no hubiera vivido. Creo que Martín Rodríguez podría haber firmado junto con Libertella tamaña aseveración: regresar sin marcas personales del porvenir es sentirse in aeternum un niño desahuciado y sin conciencia. La poesía de Para el lado de las cosas sagradas clama por ese alma acrílica que escenifica los dramas latentes y sugeridos del texto: la indigencia, el incesto, el desplazamiento social, la brutalidad de la palabra en esa ruptura glacial con que se manifiesta la fuerza vital de cualquier hombre. Pero todo eso Rodríguez lo administra con la distancia necesaria y la diversificación máxima de nombres y espacios, como para que su libro semeje una traducción del isabelino. Elegancia más alto relieve. Como diría Santiago Llach en el postfacio de Lampiño (Siesta, 2004): «El discurrir monolingüe: el lugar donde la voz ‘entra’. Quiero decir: no solamente subyuga, también reconoce».
3.1 Decíamos, con relación a Para el lado de las cosas sagradas -y también a Héroes, de Silvio Mattoni, aunque cabría decirlo, de la misma manera, para buena parte de la poesía argentina reciente- que esta obra presenta una idea focal de génesis. Cuando abordamos la pregunta, cualquiera fuera ésta, incluso la que mayormente nos representa como géneros propios de la impotencia especular, no podemos sino dirigirnos a nosotros mismos para refinanciar nuevas dudas. De esta manera, el diálogo es la fórmula perfecta donde la invención consigue localizar el sentido original de la tradición oral; es decir, el traspaso discursivo. Pero en poesía, el uso del diálogo tiene que ver con lo dialógico, y básicamente, con el descentramiento de cualquier principio de irreductibilidad del proceso creativo. Todo poema, conforme Gadamer, y entendido como producción de sentido, siempre es diálogo. Así, se disuelve el objeto para ser sólo sujeto de un secreto dicho a medias. La condición clandestina de la generación de los 70, a partir de la señalización in media plaza del Padre (Perón, Montoneros, imberbes, etc.), retira por simple eliminación la clasificación edípica del inconsciente, ya no colectivo. Por eso sobrevivir a la cacería paramilitar significó, para muchos, la búsqueda del tiempo suficiente para recomponer los puentes del sujeto y recobrar la visibilidad, salir de ese «debajo de la superficie» al que toda una generación de jóvenes había quedado pegada. Aquí la pregunta válida sería la siguiente: ¿por qué reflexionar sobre estos ítems, cuando podríamos referirnos lisa y llana a la poesía de Rodríguez y Mattoni? La respuesta tentativa, y por demás gratuita, es la siguiente: porque que todo se volviera clandestino, en parte, modificó la noción de presente, e impuso aquella de presentismo; es decir, ya no se reconocerá como propio el «objeto en relaciones», sólo tendrá franquicia el pasado y el presente, mas no el futuro, que es la pasta base del porvenir, o para decirlo con mayor precisión, se deja para más adelante la idea de utopía. Nunca un término más utópico, verdad? Pero con sus diferencias, las obras de Mattoni y Rodríguez reemergen de esa clandestinidad señalizada, instalándose en un presente móvil, cuyo pasado y futuro abrevan sin condicionamientos al poema, como forma de regenerar las condiciones para una nueva discusión sobre qué escritura estamos diseñando quienes escribimos, después del tsunami global de los últimos 30 años.
3.2 No parece casual que Mattoni fuera quien nos introdujese en el universo del último libro de Martín Rodríguez. Los dos trabajan sobre los hilos de un telón familiar. Tal vez la diferencia radique en que para uno lo familiar es un circuito paradojal de flujos, donde el origen no es un punto de partida sino el lugar que ya se ha dejado atrás, y para otro, ese origen es el núcleo de una «trama paranoica que inventa su filiación», como se marca en un tramo de la contratapa de Poemas sentimentales (Siesta, 2005). Volvamos un momento a lo que Llach dice sobre Rodríguez: «no solamente subyuga, también reconoce». Ese reconocimiento, ese momento de valoración del signo, para Mattoni también se traduce como invención radical, aunque «subyugue» de otra manera. «¿Para qué querés ahora orgullo y armas, / si sos la sombra de un nombre?», se preguntaba en su poema «El ciruelo», perteneciente a su último libro, Héroes. En esos poemas el privilegio del habla no siempre está ligado al carácter institucional, convencional, arbitrario, del signo poético. Por eso sería mejor hablar en términos de pacto autobiográfico, que es la contravención de la prosa y la materia reactiva de la poesía. Y hallar un ritmo propio en ese terreno movedizo sólo se consigue cuando se tiene como destino pasar por alto a la metáfora. De otra manera, los poemas de Mattoni se hubiesen vuelto algo manieristas, y en el peor de los casos, previsibles. Ese es su borde, su casi abismo, y por eso sus textos generan análisis aventurados sobre la utilidad de leer una suerte de neo-clásico en pleno siglo XXI. Pero en verdad, el libro de Silvio Mattoni debiera leerse como un texto sobre el impacto de las interferencias en la escritura. Una interferencia es cualquier proceso que altera, modifica o destruye una señal durante su trayecto, en el canal existente entre el emisor y el receptor. Héroes funde estos dos mecanismos constitutivos de la enunciación. Ya lo venía haciendo Mattoni en otros libros suyos, particularmente en el cuarteto formado por Hilos, Poemas sentimentales, Excursiones y El descuido. Pero en Héroes se da un fenómeno distinto: el libro no sólo comprende todos los procedimientos perdurables que instituyen el signo, sino que también recategoriza el juego prescrito de las diferentes inscripciones. Por ese motivo, la escritura del poeta cordobés parece descatalogada, justamente porque se define desde la reinserción de un palimpsesto personal, que es esa marca autobiográfica a la que hacíamos mención. Es una operación directa sobre la lengua (tal vez la más directa de todas), y por eso mismo cualquier intento por ordenar una lectura somete al lector, a todo crítico, a un ejercicio amplificado de los modos de interesar el significado. En ese aspecto, no bastará debilitar nuestras certidumbres teóricas sobre la identidad desarrollada en ese yo circular del texto de Mattoni, sobre todo en cuanto a aquello que queramos saber, respecto a un nombre propio.
3.3 El distingo entre ficción y autobiografía no es una polaridad, y aquí valdrá hacerse una pregunta que se la formulara en su oportunidad Genette, y rescatada más tarde por Derrida: ¿es posible permanecer dentro de una situación insoluble? Y la situación insoluble está en la escencia de ese distingo, ya no como dicotomía, sino como sistema de referencialidad en la escritura. Esa doble lengua enriquecida con los aluviones de su historia, hace de un poema como «Heroísmo» ese locus que anuncia la cuestión dolorosa. Hay pocos poetas que puedan extraer del dramatismo semejantes secuencias personales. A ese poema cabría enmarcarlo en una letal cita de Plinio, aquella que señalaba que «siempre resulta prematura la muerte de aquellos que preparan algo inmortal». Y «Heroísmos» trabaja sobre ese pasillo que martiriza la historia natural del yo. Sin embargo, no siempre los poemas de Héroes mantienen ese diálogo con el límite del dolor, a pesar de que en todos los textos existe una urdimbre melancólica y un peso existencial que se respira como la niebla en los films góticos clase B de Roger Corman: todo forma parte de un mismo clima. Sonido y sentido. Decíamos que no todo es doloroso, porque en los poemas de Héroes -y esto también es una marca registrada (©) de cierta parte de la obra de Mattoni-, exista o no sufrimiento, el yo que escribe realiza un camino de aprendizaje. En el texto «El baño», que narra los primeros aseos de un bebé (más precisamente una de las «bebés Mattoni»), Silvio pone la mirada en su compañera cuando baña la criatura, la describe serena y segura de lo que hace, hasta el punto que el poeta reconoce que sin esa mujer no se hubiera animado «a ser lo que creí / que no podría». De esta manera, un trabajo inmenso con el lenguaje debe evitar la transgresión de cualquier proyecto clásico en función de cierta cosa empírica. Esto supone una especie de doble registro en la práctica: hay que ir a la vez más allá del presente y del registro metafísico, para acentuar un movimiento desde el origen familiar del relato poético de Mattoni. En ese sentido, los textos de Héroes se vuelven pariente de la obra doméstica del cubano José Kozer: hogar, hijos y mujer forman una ferviente resistencia, un repliegue sobre el hogar que no se anexa a otro modo que no fuera la fe en el calvario del dolor. En algunos de los poemas de su trabajo anterior, El descuido, está el germen de esta visión «heroica». El poema «El etrusco», por ejemplo, nos da una punta, el germen del libro editado por CILC. El texto comienza con los siguientes versos: «Acaso un héroe no es un monstruo excepcional, / sino el máximo dueño de la repetición / que no olvida el momento ni la casa / donde supo quién era». Se podría afirmar que todo Héroes es la anamnesis de ese texto. Mattoni, en ese aspecto, se vuelve un recolector, ya que apunta a traer al presente su pasado inmediato, o bien recuperar la información registrada en un árbol genealógico muy peculiar. Pero todo lo dice, lo inscribe, como si fuese un albañil que retoma mentalmente los primeros pasos de una casa. La memoria de nuestro autor selecciona, y a su manera, organiza el recuerdo cuando lo circunscribe al dominio radial de su domus.
4.1 Pero finalmente podríamos -por un instante hecho de especulación pura- amalgamar ambos textos. Sería un interesante ejercicio poder leer tanto Héroes como Para el lado de las cosas sagradas, desde un sitio ligado a la improbabilidad, y de esa manera sustraerse de los límites internos de una red de rupturas que, en definitiva, traza una intervención suspendida entre las dos obras. Volvamos un minuto a Derrida, y sobre todo a uno de sus últimos textos, Béliers. Le dialogue ininterrompu: entre deux infinis, le poeme, una conferencia en memoria de Hans-Georg Gadamer, en 2003, y como telón, una reflexión entrecruzada sobre un poema de Paul Celan. En un tramo de ese texto, Derrida cita una frase de Gadamer sobre la idea de sujeto: «El subjectum de la experiencia del arte, que subsiste y perdura, no es la subjetividad de quien la hace sino la obra de arte en sí». La construcción que se propone es la subjetividad del texto, de la obra, por lo cual el yo poético se ubica en un lugar alejado de la autoridad validada por la sintaxis, para proponerse como organismo vivo de todo el poema. De esta manera, el yo no está oculto, sino camuflado. La pregunta que cabe, en este contexto, es la siguiente, ¿por qué la lectura de estos libros importa (incluso en el sentido económico) una disposición anterior, que es exterior a la lectura? U otro interrogante: ¿cuál es la fase previa para convertirse en un lector de Silvio Mattoni y de Martín Rodríguez? Suponemos que la mejor manera de entrometerse con textos que dificultan, a su manera, el grado cero de lectura, es vincularse con ellos perdiendo la noción de jerarquía. En las dos obras coexisten esquirlas de un nonsense urbano, y da la impresión que todo eso es parte de una descategorización general que suma una resistencia que todo lo enriquece. Contrarios a su propia habilidad, tanto «Héroes» como «Para el lado de las cosas sagradas», trabajan contra el gusto: en el de Rodríguez, sería una resistencia contra la propuesta serial de alejar lo metafísico, que en este caso mucho tiene de armado general del mito, en sus poemas; y en el de Mattoni, existe la idea rotativa de sacrificar la impersonalidad en función de involucrar la primera persona como una voz que muestra hasta qué profundidades puede llegar el dolor cuando se inscribe en un árbol silbante de afecto. Tocar lo cotidiano como si se tratara de una tragedia personal. En ambos casos, la escritura no es moral, y en donde la preeminencia mecánica del disloque rousselliano (pienso en algunos pasajes de Impresiones de África), factura instantes que se engranan como dientes de un solo ruleman. En ellos, la escritura nunca es deliberada: sobreviene. Y en ese sentido final, cabe recordar lo que se dijo alguna vez con relación a Levinas: «No debe haber protocolo a un don, ni preliminares que se demoren en las condiciones de posibilidad». Ese parece ser el microscopio por donde se lee toda escritura de riesgo.
* Héroes, de Silvio Mattoni (CILC, Colección GAMA, noviembre 2009) y Para el lado de las cosas sagradas, de Martín Rodríguez (El niño Stanton, julio 2009).
Dos menciones necesarias: este breve
ensayo se alimentó de algunas lecturas fundamentales: El presente. Poesía
argentina y otras lecturas (Alción, 2008), de Silvio Mattoni, y que incluye un
ensayo «Rodríguez: el nacimiento del presente», sobre Maternidad Sardá
(Vox, 2005), de Martín Rodríguez; y también le debe mucho a «Algunas ideas
en torno a Lampiño», postfacio de Santiago Llach, para la edición de
Lampiño (Siesta, 2004).
III
MARTÍN RODRÍGUEZ Y LA POÉTICA DE LOS INSUMOS
1. En Ministerio de Desarrollo Social, último libro editado de Martín Rodríguez (Buenos Aires, 1978) por Determinado Rumor, y posterior al aún inédito Paraguay, se produce un efecto casi bíblico, impensado en la obra de ese joven poeta: el retiro de las aguas como símbolo móvil.
En casi todos sus libros, Rodríguez utiliza esos símbolos acuáticos, que nos remiten al útero, la cabaña, la chorrera (rompimiento de bolsa o un simple y brutal desangrado), textos que se ubican en el lugar descendente, y no rectilíneo de los movimientos naturales aristotélicos donde, se sabe, a la tierra le sigue el agua. Y de allí, un sinfín de salidas de sentido, de esquirlas amplificadas por la sugerencia de una poesía, en todos los sentidos, proverbial. Nos parece que la poesía de Rodríguez siempre propone una huida de la explicación para premoldear una nueva simbología. Y en sus libros (“Agua negra”, “Natatorio”, “Maternidad Sardá”, “Lampiño”, y “Para el lado de las cosas sagradas”, etc) el agua sigue siendo primordial, pero en un sentido menos -justamente- simbólico. ¿Cómo es esto? No es sencillo, pero para el escritor que es Martín Rodríguez, siempre fue mejor trabajar desde el vaciamiento de lo simbólico.
2. En Ministerio…, el autor refiere a la idea de Estado, de un faltante de Estado. No la “falta de Estado”. Ese faltante funciona como matriz de nivel de fractura del sujeto. Como en “Lampiño”, o en “Paniagua”, Rodríguez supone que otro personaje, en ese caso el albino, es el metabolizador de ese reajuste del sujeto que se propone como ente invisible allí donde todo debiera ser visible. Ese todo es el ministerio de Desarrollo Social, lugar donde el poeta trabajara, y donde radicarían los poemas desde la trasposición de una idea de incompletud de los mecanismos sanadores del auxilio a los que nada tienen o jamás tuvieron. Existe en estos textos una poética del insumo, es decir, el poeta como proveedor de sentido, aunque en el libro quien escribe es parte y todo de ese mecanismo de construcción social. En un reportaje reciente, Rodríguez desclasifica su libro y asegura que intentaba celebrar “todas las formas de la pobreza”, pero no desde un sentido épico o reivindicatorio, sino desde el lugar del impedimento del Estado de erradicarla.
En eso radica, claro, estos versos que son todo un gesto hacia “Crawl”, de Viel Temperley, pero en clave pública:
Vengo del barrio y estoy de éxtasis.
Colgar de árbol a árbol el cable con lamparitas y no tener dónde enchufarlas.
Allí el “gesto”, esa especie de economía de la traducción del deseo, funcionaliza los poemas como una bambalina del procedimiento. Si algo hace bien Martín Rodríguez en todos sus libros, y en este aún más conscientemente, es exponer la contradicción como un insumo de la representación política y social de sus poemas. En ese aspecto, Ministerio… es un texto deudor de algunos pasajes de la obra de Osvaldo Lamborghini. Donde Lamborghini exhibía el “gesto”, Rodríguez lo contrapone a la mutabilidad de quien lo enuncia. Y quien lo enuncia retira las aguas para dar paso al barro de las proposiciones.
3. Había escrito una vez que la poética de Rodríguez se centra en desplegar el meollo del símbolo, en el que hay un doble juego de significaciones, cuya primera parada es la razón metafórica. Allí, la construcción de lo simbólico se contacta con un movimiento tan atávico como recóndito: primero vaciar, después llenar, pero cambiando siempre de material, aunque la matriz parezca ser la misma. Y no hablo de la declinación de símbolo, sino de la fuerza que se necesita para trabajar lo no dicho, como si siempre hubiese sido proclamado. Por ese motivo, justamente, escribe que a veces es necesario retirarse “a la montaña” para ver otra vez cómo lo nuevo no termina de nacer y cómo siempre nace lo viejo.
Ministerio… es un canto brutal sobre la necesidad de reproducción de sentido, pero también de producción serial, industrial, alimenticia y de ascenso social. No alcanza con las consignas y la asistencia, cuando lo que se reproduce es sólo industria de la producción. A la disposición toponimia del poema, Rodríguez le agrega la amplificación del territorio como insumo esencial de la intervención; la dinámica de un derrame que lo inunda todo, a riesgo de no ver jamás el mapa completo de ese “gesto”, al que hacíamos referencia.
El libro de Rodríguez parece decirnos que el Estado siempre ha existido, una cosa muy perfecta y formada. Como si fuese un arqueólogo del presente continuo, el autor parece afirmar que la idea del Estado de Bienestar es tan remota como insuficiente, pero jamás reemplazable. No se trata de un dilema político, sino de una marcación real de un mecanismo de producción de sentido. A diferencia de lo que se afirma en el pensamiento filosófico, aquello de que el Estado “siempre existe en relación con un afuera”, Martín Rodríguez propone, en estos poemas, que no se puede concebir de forma autónoma esa relación.
Habrá que entender ese diálogo como un trayecto recíproco entre lo interior y lo exterior. El Estado como soberanía de las relaciones.
4. La soberanía, diría Deleuze, sólo reina sobre aquello que es capaz de interiorizar, de apropiarse localmente, y “no sólo no hay un Estado universal, sino que el afuera de los Estados no se deja reducir a la ‘política exterior’, es decir, a un conjunto de relaciones entre Estados.” En ese aspecto, Ministerio de Desarrollo Social aparece focalizando dos direcciones: la maquinaria del Estado y la implicación de lo público. Rodríguez no propone una lectura de yuxtaposiciones de estas dos categorías, en apariencia parentales, es decir, como si una poblara la otra, sino que las dispone como complementos de una horizontalidad de intervención del sujeto.
5. Ministerio de Desarrollo Social trabaja sobre un particular matrimonio, un valor sagrado y desplazado hacia adelante, que promueve una concesión del Estado laico hacia todo el territorio poblado de “albinos”, es decir, esos sujetos que forman parte de la nueva generación, que traen noticias y que a la vez son mudos. El personaje que se mueve como satélite en este libro no necesita decir, porque su acción no es evangelizadora, no hay mensaje que promover, sólo ocupar un territorio. La poesía, en ese sentido, es un secreto que no es secreto para nadie, algo así como un «secreto a voces». Si para Martín Rodríguez la creación es obra de un dios cuyo primer mandamiento es dejar correr la tentación y enseguida disolverla en agua hirviendo, para luego todo eso transformarse en un vientre mítico, siniestro, cobijando una criatura que pareciera no hallar su ritmo en la sobrevida, en Ministerio… opera su escritura sobre el piso de ese faltante, al que hacíamos referencia, donde mantiene un oscuro debate en la profundidad de las cosas. O de los insumos. Porque este texto parece ser un mapa distributivo de las voluntades que hacen foco en el otro, cuando en verdad, reproducen los modos del afuera.
6. El mundo moderno nos ofrece hoy en día imágenes particularmente desarrolladas de estas dos direcciones, hacia máquinas mundiales ecuménicas, pero también hacia un neoprimitivismo, una nueva sociedad tribal tal como la describe Mac Luhan. Esas direcciones no dejan de estar presentes en todo el campo social, y desde siempre.
7. El escritor de poesía es ese poema de la página 56, de Para el lado…, donde un Ceferino lejano a la beatificación rasca los muros, como un Edmundo Dantés bien argentino, para llevarse, sustraer una campana. Así, el poeta (llamémosle de esa manera) siempre atrae símbolos que no tienen utilidad: sólo vida en el interior de un sueño. El Ceferino-Cristo de Rodríguez morirá cada vez que su empresa sea tan inviable como vivir un mundo terrible, sólo para robarse un aparato de reproducción de sonido, -pero de sonido simbólico que acerca a los fieles, pero también los aleja-: una campana. Aleja a los fieles, decíamos, cuando ellos pecan por incestuosos, otro signo móvil de nuestro autor.
8. Martín Rodríguez corta el boca a boca de la poesía de los últimos años. Es decir, para hablar de sus libros, previo hay que leerlos: no basta el mito del poeta fascinante y premoldeado para construir una poética. La poesía crea mitos eufóricos, necesarios, pero retirada la fiesta se consolida la vuelta a la raíz básica del retrato de todo artista: la obra debe hablar por sí misma.