¿Ensayo? ¿reseña? Agustín Conde de Boeck nos presenta un ensayo que puede pensarse como una continuación del artículo sobre Laiseca publicado en esta revista anteriormente. Estamos en ese lugar propio de los brujos, el de la litaratura anomal, el de “lo desigual, lo rugoso, la asperidad, el máximo de desterritorialización», como diría Deleuze. En esta oportunidad, Conde de Boeck analiza La ciega de Manuel Ignacio Moyano, un paso más acá o más allá de la vanguardia.

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1

La ciega es un librito que pareciera gritar a los cuatro vientos su condición de experimento. Los signos míticos por los que se reconoce, en cualquier avistamiento, a un ave de vanguardia están todos amontonados como para que no haya equívocos: estamos frente a una obra vanguardista. Como pieza que quizás repone el viejo juego de la anti-novela, su título aparece repetido, variado y espejado en la portada, como produciendo una encrucijada prismática que anticipa la errancia distorsiva desplegada por la narración; las ilustraciones en marca de agua de Verónica Meloni, que buscan generar una suerte de caleidoscopio de detalles anatómicos en gama de grises que replican el texto con otra sintaxis; el exornado barroquizante con que se saturan los elementos paratextuales del libro como objeto; la disposición caligramáticamente inestable del texto, casi obscena en el anacronismo de su procedimiento para connotar experimentación (una hiperfijación tal con los recursos clásicos de la vanguardia, valga el oxímoron, hace pensar en la novela ergódica de Mark Z. Danielewski o en la poesía visual de Mauro Césari: ¡Achtung! Esto es vanguardia). Sería ingenuo adjudicar todo este efectismo a la pura agencialidad de Manuel Moyano: si de alguna menestralía hace explícito alarde esta editorial cordobesa, Taller Perronautas, es precisamente de ese voluntario enmarcamiento en “lo vanguardista” (la propia colección se titula Experimentum). Imposible obviar la declaración de principios explícitamente oulipesca de la editorial, cargada de una retórica metacrítica, cuyo devocionario habla de componer libros como artefactos ópticos con la finalidad de buscar nuevas experiencias de lectura (de hecho, el libro se presenta como una obra gráfico-textual conjunta entre Moyano y Meloni); un juego o ejercicio consagrado a “intervenir la materialidad del lenguaje para experimentar diversas combinaciones, deformaciones, digresiones, etc.”. Pero también sería un error no tener en cuenta la relación problemática y anómala que Manuel Moyano viene desplegando con la categoría de vanguardia desde hace algunos años. Detrás de La ciega está encapsulado uno de los pensamientos sobre la vanguardia más asombrosos que se viene formulando en la literatura argentina actual. Como todo texto voluntariamente entrampado en el deseo de vanguardiadeseo bellatineano por antonomasia–, La ciega no se puede (o no se debe) leer sin saber quién es su autor: qué ajedrez y qué programa la contienen, qué fundación mítica de autor funciona debajo de su escritura. Leer La ciega sin percibir en un solo golpe de vista la totalidad de un proyecto de escritura cuyas instancias y recovecos hay que ir a buscar, cuyos textos hay que coleccionar y enlazar, conduce inevitablemente a un desaprovechamiento de todo un instrumental invaluable que la obra pone en juego (en estos términos de escritura total, tendrá que llegar en algún momento el editor intuitivo que quiera hacer un libro con los cuatro años de escritura iluminada que Moyano desplegó en su blog Escrituras Escénicas entre 2016 y 2019, del cual recomiendo, por ejemplo, esa reseña extraordinaria que escribió en 2018: “Más allá de la máquina”)[1].

Saquémonos esto de encima (porque, como dice Aira, siempre que se generaliza se habla de Borges): Borges decía que la novela de vanguardia es un género como cualquier otro, como puede serlo el policial (visto está que siempre que se generaliza también se habla de Aira). Y es entonces cuando hay que diferenciar una lectura de lo evidente de una lectura de proyecto. Porque es probable que se produzcan dos lecturas diferentes de La ciega. También es probable que muchos consideren que estas lecturas son, en realidad, la misma: y es que están los que la leerán como vanguardia y están los que la leerán como “vanguardia”. En las comillas me interesa anclar un efecto no complaciente de vacilación, la idea de que las marcas de pertenencia a la vanguardia serán irremediablemente y para siempre un guiño fantasmal, melancólico, indudablemente irónico, acerca de si realmente hay (o hubo) algo llamado “vanguardia”. No se trata de buscar en La ciega una parodia anti-vanguardista, distanciada en el cómodo territorio de lo post-, pero tampoco de un aplicacionismo sindical (escribir, por pura pertenencia a ciertos grupos de fuerza del campo literario, una obrita moderadamente experimental). Por el contrario, se trata de una escritura fuertemente asentada en una educación sentimental específica: la de quien se encuentra con la vanguardia viniendo de otro dominio y acaba por considerar que la palabra, la etiqueta en sí, no pasa de ser un fetiche que podemos regalar y del que podemos renunciar sin perder mucho en el camino (como pensaría Farrés), pero que a la vez, porque la vanguardia ya no es algo posible en ciertos términos esperanzados, estamos constantemente aguardando su reaparición espectral. Esperamos, puerilmente, que la vanguardia vuelva a ser posible. Y la puerilidad es quizás el mayor maná de la literatura.

En todo caso, creo que algunos leerán La ciega como quien lee Una belleza vulgar (2011) de Damián Tabarovsky (ambos sistemas escópicos, coartadas objetivistas para fijar una dispersión a partir de un punto de observación: respectivamente, el entorno de una ciega que camina por una ciudad y una hoja que cae de un árbol en la calle Thames). Incluso, en un anacronismo relativo (porque todo retroceso a los debates de una o dos décadas atrás es, a veces, más una resaca que un retroceso), se querrá leer La ciega como eco de esos pseudo-debates ventrilocuaces entre mercado y academia o entre narrativismo y vanguardia con que los primeros años del siglo XXI parecieron inaugurar en Argentina, aunque como mero espejismo, un efecto de polémica. Es decir, dicho rápidamente, estará quien lea La ciega como una forma de literatura de izquierda… pero habrá también otra lectura. El que venga de leer Bonino. La lengua de la inocencia de Moyano entenderá que para leer La ciega hay que comprender el rol problemático de una serie de pares: Libertella-Bellatin (el avance hacia las sagradas escrituras), Macedonio-Bonino (una antifilosofía del arte y el escape hacia una apertura glosolálica) y Wilcock-Laiseca (no se trata de vanguardia, sino de ambición de totalidad: la búsqueda de propiciar un inventario o summa de lo nunca visto, un marco para embodegar el universo). En estas tres parejas se instancian perfiles que van más allá de la cuestión que, entre los noventa y los dos mil, colocaba a la vanguardia como una táctica para conjurar el mercado (la utopía de las editoriales independientes, la idea de un contra-canon, la problematización epigonal de un parricidio lam-borgeano, la superstición de creer que Aira hace lo que dice hacer, etc.). Frente a todo esto, la reposición de esas mencionadas parejas nos habla de otras categorías: de lo sagrado, de la glosolalia, del Todo; es decir, la idea de un Afuera inexpresable que define la ancestralidad y sentido mismo de la vanguardia. Ya no la vanguardia como caballito de batalla de operaciones de campo literario, como forma de prohijar intrigas de ambiente (esa vanguardia que al leérsela desde la sociología uno no pierde nada), sino la vanguardia como un modo de experimento mental que, por un lado, repone la tensión teoría-ficción y literatura-filosofía como un sistema de insolubilia cuyo escenario es la propia escritura, y, por el otro, una suerte de tremendismo expresionista (alguien ha dicho hace poco “exageracionismo”) que, si bien no querría nombrar como una voluntad de transgresión (esta palabra ha llegado a vaciarse de sentido casi tanto como la de vanguardia), es indudable que participa de una búsqueda del límite. Y esta búsqueda no es la subyace a esa generación de aireanos que ha buscado la complacencia de una vanguardia como género aséptico, como mero ejercicio de estilo (¿quién no tiene hoy su novelita aireana?), como forma de admisión y membresía a implícitos gremios, etc. En todo caso, mientras en una vanguardia “sin pose” (por usar una expresión que Moyano aplica a la locura de Bonino) campea una fuerte desconfianza hacia los grandes pilares idiosincrásicos del mundo literario (la crítica académica, los premios, el aspiracionismo editorial, el público lector ampliado) y un acercamiento a otros modos (la lectura paranoica, el derrape, la recepción de un nicho de auto-elegidos), también hay un proceso de desvergüenza: una afectividad (post-deleuziana, en cierto modo) que pareciera buscar una restitución aurática del arte, una instrumentalidad primitiva de la escritura… algo que, pensando en Tarkovski, podría nombrarse como stalkerismo y cuyo lema podría sintentizarse como lo importante es creer (Moyano hace profesión de fe en torno a Bonino: “‘Era un genio’, ‘un genio’, ‘un genio’, ‘un genio’ repiten la enorme mayoría de los testimonios. Nosotros también”). Creer que la lectura y la escritura nos permitirán llegar a ser algo que todavía no somos, que nos permitirá obtener poderes mentales.

Ithacar Jalí, Marcelo Fox y Alberto Laiseca merodeaban en la Buenos Aires de los sesenta y, en sus derivas urbanas, hablaban del Ser y el Anti-ser, de cómo adquirir el Tercer Ojo, de cómo la ciencia avanzaría hacia lo sobrenatural. Deliraban en serio. Esos son los fantasmas que vale la pena invocar: si hay que elegir una epigonalidad, un anacronismo, una espectralidad, no elijamos el sindicalismo de la vanguardia convertida en institución, en aplicación o en guiño. Derrapemos y salgámonos de todo. Hay que volver a la apuesta máxima: escribir en orgullosa soledad arltiana, renunciar a la charla de bar, alimentar y optimizar el núcleo supersticioso de la mente, volver a interrogar los sueños y crear ciclópeos monumentos psicológicos; elaborar epopeyas grotescas frente a las cuales uno sienta ganas de inclinarse. En fin, volver a ser ingenuos, volver al candor de hablar de los Objetos y de su ontología. Decir que uno busca una cosmovisión sin temor a no cumplir con el cursus honorum de la sofisticación. Es la hora del retorno de los brujos, la hora del lobo y del andrógino alquímico. Hasta yo me reí en esta última frase, ¿ven lo que digo?

2.

La obra relata la errancia de una ciega, su deriva por una serie de topologías anónimas, de no-lugares o de arquetipos genéricos de lugares (la ciudad, el campo, un departamento), en un flujo ininterrumpido que conecta diversas historias y personajes, como las paradas de una peregrinación donde la ciega no siempre es el núcleo, pero sí el vórtice de la percepción. El narrador la sigue y a veces se distrae para ingresar en vidas paralelas.

“Su paso tritura cualquier paisaje, como si estuviera en un cuadro y le hiciera un hueco y apareciera en otro y también hiciera otro hueco para aparecer en otro cuadro y después en otro y así sucesivamente hasta que los cuadros no fueran más que ecos de esos huecos que ella hace”.

Esos nueve segmentos introducidos por un signo indescifrable, su comienzo in medias res, como a mitad de una frase, repentinas cruezas que hacen pensar en otro mundo-ciego, el de Carta sobre los ciegos para ojos de los que ven de Mario Bellatin.

Alguien podría hablar de cierta idea de deriva, una deriva que, lejos de la psicogeografía saturada de toponimias à la Joyce, prescribe un desplazamiento topológico, sin nombres, un gran escenario que se extiende como un paisaje de microhistorias en aparecen y desaparecen y reaparecen, como un mimoide de Solaris. Un experimento, en todo caso, más nouveauromanesco y, a su vez, algo que hace pensar en El arca rusa de Sokurov: el efecto de toma única y extendida, de paneo, de gran secuencia proairética en la cual un narrador mutante se sumerge fugazmente en vidas ajenas para emerger y seguir un avance peregrinatorio, el rumbo de una ciega hacia un lugar no especificado y que quizás no sea otro que su propio ascenso, siempre trunco, al rango de símbolo.

“El interior no existe. Es el eco de un chiste que nunca se produjo”. Frase libertelliana, ahora moyanesca, con ecos que reenvían al problema del Afuera, del pliegue deleuziano, de la Cosa-en-sí, y, por ello mismo, que reenvía a Bonino.

La ciega, con la que se nos induce a compartir una suerte de trance, produce un efecto amniótico, similar al de mirar por la ventanilla de un micro durante la madrugada, con todos durmiendo alrededor y las luces amarillas de alguna desértica zona industrial dorándonos la cara, mientras vemos alzarse a los costados extrañas arquitecturas de funciones inciertas. Fábricas de Objetos.



La ciega de Manuel Ignacio Moyano (arte de Verónica Meloni). Córdoba: Taller Perronautas, 2021.

Y en ese sentido, La ciega es otra Fábrica de Objetos en ese paisaje amniótico. Una máquina de relatos signada por el imperativo del narrar sin detenerse (el emigrado que vuelve, la artista depresiva, el vendedor de Biblias, la madre soltera, los chetos que vandalizan una cancha de golf, etc.)

Si una obra como la de Augusto Munaro basa su programa en el experimento de probar géneros y estilos –una reposición culterana y vanguardista de lo que Feiling proyectó en torno a los géneros “bajos”–, La ciega establece dentro de la misma obra un itinerario que parece activar diferentes perfiles de la tradición literaria argentina. No la fetichización de los estilos históricos, que… ensaya, sino más bien una revisión de atmósferas y de modos: lo novelesco (la desventura náutica de Carlos), el mataderismo rural (la cruenta escena de la vaca faenada), el relato social (el retrato de la madre soltera), el neofantástico sesentoso (el cruce y posesión física entre la ciega y Salomé que cristalizan un eco de “Lejana” de Cortázar), la pornopolítica abyecta del verdugueo lamborghineano (los quinientos azotes a la ciega), el neobarroco óptico… Precisamente este último aspecto –la condición de artefacto óptico de carácter barroco, donde el lenguaje bordea en la descripción la cuestión de lo irrepresentable– hay un ajuste de cuentas tanto con distanciamiento bellatineano (puede pensarse en Canon perpetuo, con la peregrinación de su protagonista femenina por una Cuba no dicha, pero también en el modo en que mucho en La ciega, con sus reflujos y retornos y reduplicaciones de relatos segmentados, reenvía en su rítmica a los montajes misteriosos y sufíes de Bellatin) como con el barroquismo trampantocular del primer Aira, especialmente la pampa inestable de Moreira (en tal sentido uno podría decir que leer La ciega y recorrer la problematización que Moyano hace en general sobre la vanguardia nos hace volver a la fundación misma del programa aireano). Incluso la bibliotecaria Amalia, enfrentada al enigma de la ciega, adquiere en la fuerza arbitraria del nombre un alcance que (si leemos como paranoicos, para seguir el precepto de Moyano, y vegetamos en la mera asociación gozosa de ideas) vendría a hacer concurrir a la novela fundacional de la tradición literaria argentina.

Imposible no leer La ciega con Bonino en la cabeza. El guiño libertelliano (el diálogo con Libertella que implica el mero hecho de hablar de Bonino; el epígrafe apócrifo de Winfried Hassler en La ciega como marca que reenvía al juego de El árbol de Saussure: pensar la literatura argentina como una conformación de fantasmas minusválidos). Pero también es imposible de leer sin acercarse al fascinante ensayo de Moyano, “Wilcock con Copi”, publicado en Lobo Suelto, texto cuyo lema “Todo está conectado. Leer como un paranoico” formula todo un programa para cuyas señales hay educar toda una susceptibilidad óptica y acústica. Una frase que, desde que la leí, me he descubierto citándola muchas veces, en diversas situaciones.

“Qué dice es una pregunta que no tiene sentido hacer al escucharla murmurar en ese idioma propio e inentendible en algunos momentos”; “el cráneo encarna un hilo de lenguaje transpuesto a otro cráneo y le produce, adentro suyo, un hilo de lengua idiomática”; “una profundidad anómala e inexplicable […] el desconcierto absoluto, la falta de comprensión, la anulación del mensaje, del lenguaje, de su emisión, de su interlocución, del hilado y la red semántica que se suspenden en el anonimato”. Este tipo de frases se amontonan en La ciega y reenvían inmediatamente a Bonino (al Bonino de Moyano), a su glosolalia, a su “locura sin pose”, al Ntolsvz Rlkenmt, a su “verdadero malentender”, a su retrogresión raigal al lenguaje como originador de verdad, a ese gesto que anuncia un Afuera sagrado en el que Moyano clama creer. Ese mismo Moyano que luego dice cosas como: “Repito como un chino: «Wilcock con Copi», «Wilcock con Copi», «Wilcockpi»”. En La ciega retorna precisamente ese mismo pronunciamiento, desde otro plano, que hacía al leer en la figura de Bonino una forma de la “crítica pura” (toda crítica es crítica del mundo; la payasada absurda de Bonino es “sin-mundo”): “sin mundo para interpretar y sin mundo para transformar. Esta ausencia de mundo abre en Bonino algo absolutamente serio en su payasada: el problema de la falta de acción para un sin mundo, una in-acción para vivir un in-mundo”.

3.

Y si volvemos a contrastar (sin animosidad, sólo como observación), La ciega con Una belleza vulgar, creo que llegamos a algo. La diferencia entre una y otra estriba, yo diría, en la vocación de misterio. Para Tabarovsky, todo está ahí: en el ejercicio aireano, en la declaración formulística de vanguardia, en el gesto que clausura en sí mismo la marca de lo experimental. La ciega, en cambio, es un texto que queda flotando sobre su propio enigma, una obra cuya potencia deriva de no contestar a la pregunta, entre decepcionada y frenética, por las posibilidades de una vanguardia, una interrogación para la cual “no hay una respuesta sino miles”: publicada en una editorial y una colección cuya filiación con la littérature potentielle de Queneau está a la vista, diagramada para que no quede duda de su condición de escritura experimental, La ciega es también una vacilación sobre la inocencia de la lengua, sobre la imposibilidad de hacer posible lo imposible. Allí donde Tabarovsky ve en el fantasma de la vanguardia la posibilidad de reactivar un binomio (vanguardia/mercado), con el cual, al fin y al cabo, se está resistiendo un mercado con otro, Moyano habita la angustia de su imposibilidad: no es un teórico que despliega ejercicios acordes a su militancia estética, sino un anti-filósofo (como Luciano García, como Pablo Farrés) que escapó de la filosofía, de sus insuficiencias afectivas, para buscar otra cosa en el territorio de un delirio destinado a recomponer el sistema nervioso, para buscar cierta Cosa en las dimensiones traumáticas en las que toda vanguardia es un hundimiento, una apuesta radical, un viaje sin retorno y no ya un deporte. La vanguardia pareciera ser para él “un cadáver que murmura y no se calla”. Si nos ponemos a pensar en cuántos filósofos que escaparon (implícita o explícitamente) de la filosofía son los que nos dan hoy la mejor literatura de la época, creo que llegaremos a un núcleo perverso del siglo XXI (pienso en Pablo Farrés, quien llevó la esquizoliteratura posthumanista a la cúspide de su arte; pienso en Nick Land, el Lord Sith del aceleracionismo; pienso en Mark Fisher, que se suicidó por no poder soportar la nostalgia por las raves de los noventa; pienso en Bellatin y en Carlos Ríos, místico sufí y chatarrero ascético respectivamente; pienso en Prósperi, uno de los últimos grandes príncipes de la estirpe de Borges, que, disfrazado de filósofo, como Odín disfrazado de Barbagrís, hace mucho que busca objetos extraños que no están en la filosofía; pienso en Reza Negarestani, en Rafael Sanchiz; naturalmente, pienso en Ariel Luppino, cuyas acciones, visibles o subrepticias, adquieren un cualidad demiúrgica).

La distancia entre La ciega y Una belleza vulgar es también la que separa a Bonino de Literatura de izquierda (o, si se quiere, a La risa de Luppino de Literatura de izquierda). Se trata de una idea de la “vanguardia”. La de Tabarovsky, centrada en acentuar el divorcio de lo experimental frente al mercado por medio de la formulaica y espectrológica imitación del canon transgresor de los sesenta, setenta y ochenta (la literatura que se deriva de la concepción tabarovskiana coincide, justo a comienzos del 2000, con ese pop hauntológico con que Mark Fisher define la cultura popular del siglo XXI: repetición nostálgica, cultura del siglo XX pero en pantallas con mejor definición); la de Moyano, construida, en cambio, sobre una suerte de restitución aurática, sobre un juego entre supersticioso y anagógico con lo sagrado (una sacralidad espeluznante, in absentia, capaz de llegarnos sólo por medio de glosolalias, de risas inexplicables, de una mística privada).

Una especie de giro atávico que, obsesionado con el Afuera, asocia la vanguardia experimental a una escenificación del “trauma antropogénico” (como diría Prósperi) y a una filosofía artaudeana de la crueldad, el ritual y la posesión; a esa psicomagia con que Laiseca entronca arte y esoterismo. La “locura sin pose” que Moyano señala en Bonino es “sin pose”, justamente, porque Moyano le cree.

Si Tabarovsky, para idear una vanguardia posible, remite al proyecto de Babel, otra vanguardia atávica se saltea Babel con las botas de las siete leguas, a la vez que desproblematiza a Aira (mientras ama a otro Aira) y se remonta, sin mediadores, a las grandes transgresiones anteriores: se reapropia de Lamborghini porque lo lee como si Tadeys estuviera consignado en tabillas de arcilla encontradas en Nínive; crea su propia tradición de literatura terráquea, saliéndose de las micro-operaciones asfixiantes y autofágicas de la tradición literaria argentina. Si ambas vanguardias representan líneas quizás del todo inconciliables, no podremos leer jamás Literatura argentina de Farrés desde los axiomas de Literatura de izquierda de Tabarovsky.

Hace años que Moyano viene realizando experimentos mentales para comprobar si es posible algo que pueda llamarse “vanguardia”. El personaje de su ciega vendría a emblematizar el método de sus avances: “los ojos, la mirada que no ve, lo perdido, lo que no tiene realidad”. Si uno quisiera reducir esta obra al símbolo que encarna (no queremos hacerlo, pero a veces uno tiene que volverse un intérprete infantil), caminar a ciegas por “un territorio abierto que no fue de nadie” y que “después perteneció […] a una descendencia”, es algo que tiene que ver con la búsqueda, con el tanteo, con el balbuceo de la vanguardia (habría que recordar que una de las frases que más se repite en la narrativa demiúrgica de Bruno Schulz es “avanzar a ciegas”). Es casi una topologización de la vanguardia, cartografiada y graficada como si se tratara de un territorio mutante, ambiguo y sagrado, como la Zona tarkovskiana: “Un páramo hecho paisaje cuando hubo quien lo viera. Animales pasaron por ahí, durmieron ahí, se extinguieron ahí. Ningún animal pasó por ahí, durmió ahí, se extinguió ahí”. Un territorio del que hay que hacer un uso ritual, improvisado, imposible de encerrar en un mapa o un programa, con una orografía que quizás es peligrosa y llena de trampas secretas, pero que quizás también es inocua y baldía. Para que la vanguardia exista hay que creer, pero la estofa de esta creencia no puede erigirse como modesto contraste con un signo opuesto, vacío y profano (el mercado capitalista, el narrativismo, el corporativismo editorial), sino como un territorio pleno, inviolable, cuyas reglas son lo apofántico: aquello sobre lo que no se puede realmente hablar. Ahora mismo yo, para poder decir esto, debo oficiar un penoso ejercicio de frivolidad. A la víctima sacrificial que se introduce en el pagano ídolo de mimbre que representa al dios de las vanguardias, sólo le queda usar “su fuerza física” para “penetrar las contracciones de la multitud, más allá de las voces que se abalanzan unas sobre otras”, pese a que “termina en el suelo una y otra vez” y a que “le pasan por encima”, pero “soporta las pisadas y avanza como un reptil entre la gente”.

Si lo que digo huele a una lectura alegórica, me disculpo, pero a veces tales plebeyismos, si son oficiados con asombro, superan su puerilidad y son capaces de tocar un nuevo espacio de prometeicas ambiciones, una realidad que acaso va más allá del símbolo. Y entonces hay que volver a Winfried Hassler y a la fantasmagoría o reunión de fantasmas que hace a la literatura argentina.

4.

El caligrama varía de diseño en cada página, exigiendo por momentos una actividad de desciframiento de la página como unidad. Pero sabemos que Moyano no cree a ciegas que este recurso de artefacto óptico que propicia nuevas experiencias de lectura sea el punto donde se agota la vanguardia, sea el signo de clausura que permite que una escritura se revele como experimental. Hay, en cambio, una espectralidad: una melancolía en la espontaneidad de ciertos trucos, como el caligrama, para producir vanguardia, esa misma melancolía por una transgresión, por una escritura fuera de quicio y una poética de “locura sin pose” que Moyano añora en la figura de Bonino. Es, lo que se dice, una hauntología de la vanguardia (la melancolía por las condiciones de existencia y utilidad de una vanguardia, pero también su anhelo de retorno), y, sin embargo, también es otra cosa: algo que nos hace pensar en Bellatin o en Libertella. Cierta idea de que la vanguardia es sólo una máscara contingente, epocal, para expresar la sacralidad de la escritura, el fondo supersticioso de un ritual del lenguaje. Para Laiseca, quien se jactaba de personificar una vanguardia no nihilista, sino más bien plena de cosmovisión, el realismo delirante era el método supremo para habilitar la unión entre la experimentación distorsiva y una búsqueda veritativa: llegar a lo Real a través de la exageración y la aceleración hacia sus extremos, hacer que los Objetos se vean como lo que podrían llegar a ser.

A Moyano le interesan las mitologías interiores y espectrales de la vanguardia, aquella cisura que separa la vanguardia como pose de una vanguardia como búsqueda alquímica, y por medios psicográficos, de cierta Cosa de naturaleza pre-psíquica o post-psíquica. No casualmente Moyano comienza a pensar la vanguardia como una permanente tensión y cruce, cisura y sutura, entre la feria de vanidades de las imposturas de ambiente (ese oro para tontos) y la “locura sin pose” emblematizada por Bonino. Y no porque le interese una dimensión clínica del poder psiquiátrico, ni cierto psicologismo romantizado sobre la locura como productividad artística, sino porque, en realidad le fascina la cuestión de la pose. Qué hay fuera y qué hay dentro, qué está de un lado y qué del otro; qué se revela cuando caen las máscaras y cómo la locura es también un espacio del que quizás se puede entrar y salir sin necesidad de estar en la locura literal de Bonino, pero sin impostarla por ventriloquía, como haría Marta Minujín (acaso un modo de entrar y salir de la locura esté fuertemente asentado en lo que hizo Laiseca). ¿Es posible realizar experimentos mentales donde se ponga en juego un sustrato singular, anómalo e inasimilable por cualquier sistema de convenciones? ¿Es posible la vanguardia en esos términos de transgresión, hiperbólicamente anacrónicos? Hay críticos a los que les gusta desmerecer juicios por medio de comentarios como “esto es muy 2005”, “esto es muy años noventa”… pero, ¿qué hacer cuando alguien repone un anacronismo que hay que ir buscar en El teatro y su doble?, ¿zanjar la cuestión arguyendo que “esto es muy años treinta”? Es entonces cuando uno comprende que cierta idea de vanguardia en Moyano no es anacrónica, sino antigua: es decir, que, por efecto de retroinhumación sagrada, no la tenemos en el pasado, sino enterrada en el futuro, esperando. Porque entre depresión y vanguardia hay un suelo común, un limo compartido e indisimulable. Sólo por la escuela del dolor humano se llegará a la experimentación, como un Calibán rencoroso que prepara antídotos en su marmita, y aquellos que bucearon por las simas de depresiones muy literales y anhedonias de época han erigido experimentos lunáticos y han encontrado, en el final mismo del pliegue depresivo, una Cosa inhumana que esperaba allí, enseñoreada de su colmena.

Cuando Moyano vivió en Buenos Aires, pensaba en Córdoba. Y entonces se hizo un amigo imaginario llamado Bonino. ¿En qué estado hauntológico hay que estar para volver así al entusiasmo delirante de esos años sesenta embrujados? En La ciega, Moyano se comporta como un stalker, como un guía-chatarrero que nos conduce por los senderos de esa Zona (ese mismo paisaje radioactivo del Pripyat de Carlos Ríos) espacio-temporalmente inestable, acaso curativa, al igual que la Ciega va instanciando una peregrinación por un territorio que revela ciertas figuras arquetípicas disfrazadas de personajes circunstanciales, como quien baraja un tarot. ¿Dónde está Moyano en La ciega? ¿Dónde está el que escribía, al hacer migas con Bonino, “Todo es artificioso. Pero hay una verdad muy firme en todo ese sistema de payasadas, una verdad que está más allá del orden de la representación y de la personificación”? Esa verdad, la verdad de la vanguardia o la vanguardia verdadera, flota como el fantasma de su imposibilidad. En Bonino, “esto ya no era vanguardia, era comedia, luego locura y después muerte: la radical imposibilidad de comunicar”. Y esa “locura sin pose” que es la “ya-no-vanguardia” y, por lo tanto, la única vanguardia posible, es justamente lo que aparece mostrado en La ciega, que, al fin y al cabo, es una ficción espectrólogica, una escritura donde el espectro de la vanguardia habilita una relación entre la vanguardia deseada, que ya no es más, y la vanguardia posible, que todavía no es. Al actuar sin existir, este gesto de vanguardia admite cierta sobre-naturalidad. En esas múltiples y mínimas historias cruzadas que son invocadas al paso de la ciega, en esos fragmentos sacados de mundos de vida ubicados en planos distintos, ¿dónde está la verdad? La peregrinación de esa ciega por una zona mutante –un locus trabajado por ecos de vidas fraccionadas y por un fondo cuya integridad no podrá ser restaurada– encuentra la veracidad de su horizonte en una dimensión espectral para-ontológica. Con sus quiebres espacio-temporales y sus apariciones a veces monstruosas, casi góticas, La ciega escenifica ese contra-tiempo espectrológico que Moyano lee en el pensamiento de Ludueña Romandini. Dice Moyano en un ensayo: “Ludueña avanza por el terreno de la metafísica mostrando cómo el mismo no se configura sino a través de figuraciones temporales que tratan de responder, o bien de exorcizar de algún modo, el acoso espectral de esa figura desfigurante”. ¿No hay en la ciega una re-figuración también de esta imagen del anti-filósofo post-metafísico y exorcista? ¿No hay una elaboración casi onírica, literalizada, del que avanza por un territorio plagado de fragmentos, de contingencias temporales, para intentar introyectar una verdad intemporal en cada uno? El sueño veritativo y el delirio son, en esa para-filosofía moyaneana, una de las presencias-ausencias que retornan en La ciega:

“¿Qué filosofía implica la espectrología, entonces? Pues de una filosofía sin pensamiento (distinta a ese “pensamiento sin filosofía” que nos legó cierta tradición post-heideggeriana) que encuentra la verdad afuera de las cosas y de todo pensamiento. ¿Dogmatismo, en consecuencia? Pero, ¿de qué dogmatismo se trataría si lo único que avizora esa verdad es una danza de espectros? No, locura y sueños. Esta es la verdadera casa donde acosa la verdad espectrológica, por ello su escritura no puede sonar sino como un de-lirio. Y por esta razón no se puede preguntar qué son los espectros, tan solo se puede soñarlos —o enloquecer— para encontrarse con la verdad. La espectrología se da, entonces, como un sueño veritativo”.


[1] Es casi una obligación anticlimática advertir a esta altura que Manuel Ignacio Moyano no es el Manuel Moyano (también cordobés, pero de España) que escribió El imperio Yegorov, aunque quizás ambos compartan cierta tendencia a la satrapía patafísica.

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