Hace un par de años que los libros que tienen como centro de experiencia y reflexión la música electrónica y su historia han comenzado a multiplicarse. Desde Energy Flash, de Simon Reynolds, hasta tesis doctorales como Placeres en movimiento, del investigador argentino Victor Lenarduzzi, el estilo y las aproximaciones varían. Algunos se focalizan sólo en el sonido y en la técnica, otros en la industria cultural, otros en la historia de quienes fundaron las bases. En esta oportunidad, Alan Ojeda nos presenta una reseña de Historia universal del after, de Leo Felipe, y reflexiona sobre las formas de narrar y pensar «a partir de» y «en» la escena electrónica.
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La autoetnografía parece haber adquirido cada vez más relevancia en los últimos años, sobre todo en el marco de los estudios de género. El “yo” mira hacia adentro, explora su relación con el entorno, la fragilidad de las categorías impuestas, la construcción de una identidad, el devenir de su cuerpo y lleva un registro de la intensidad de sus experiencias. El “yo” es objeto de análisis del “yo”, también es la extensión del campo a recorrer, su propio territorio de investigación. Eso es, en el mejor de los casos, una autoetnografía. Si no llega a salir bien, esa palabra puede implicar, de manera lisa y llana, una meditabunda contemplación de ese pequeño hoyo que tenemos en el cuerpo (elija usted cual), justificada con bibliografía crítica, un gesto adusto de academia en el rostro y el escudo de cualquier pregunta más o menos cliché sobre la identidad. De esta manera se emparentaría con las peores experiencias de la literatura narcisista: relatos donde el “yo” no es otra cosa que espectáculo, donde quien escribe no sabe hacer sino hablar de si mismx para parecer ingenioso y cool. Nada de autoexploración: espectáculo. Nada de espéculo y bisturí: reflectores y brillantina. Nada de exploración teórica: balbuceo conceptual. Algo de esto es lo que sucede en Historia Universal del After (2021) de Leo Felipe, editado por Caja Negra.
Ni historia, ni universal, ni del after. El libro está compuesto por una serie de apuntes, cartas, narraciones y ensayos de Leo Felipe que recorren, con un tono muy homogéneo, la escena electrónica y artística de Brasil en la década del 2010, la participación de diversos colectivos político-identitarios en la reapropiación del espacio público y la gestión de eventos, y las diversas expresiones de la violencia del sistema sobre esos cuerpos que buscan organizarse frente a distintas expresiones del fascismo, principalmente aquellas que se ejercen contra las minorías. Esto no es muy distinto de lo que ofrece o promete la contratapa del libro. Sin embargo, el problema central del libro reside en cómo una textualidad tan heterogénea es capaz de producir una experiencia lingüísticamente tan prosaica, monótona en textura y llana en lo conceptual. Para ponerlo en otras palabras: la exploración no es lo suficientemente profunda como para extraer de ella una forma, una escritura, un aparato conceptual a la altura de lo que se busca explorar. Si bien el texto promete, y de forma bastante adolescente, relatos cargados de droga, sobredosis, experiencias límite y baile, nada de eso se traduce a la lengua, al ritmo y a la sintaxis. Es decir, ninguna sustancia parece modificar en absoluto la escritura. Sólo sabemos que el “yo” que narra consume drogas, porque las nombra, porque hace un catálogo, porque “reflexiona” sobre los aspectos teóricos de dicha sustancia, pero no vemos nada más. Leo Felipe se pierde en su dandismo de curador, de galerista que conoce a la gente que hay que conocer y está en los lugares donde hay que estar, en su coolness, como si su mera narración de los hechos volviera importante lo dicho, y bastara exponer un mínimo capital cultural para hacer de sus reflexiones algo ingenioso. Como señala el mismo autor: “la historia universal del after transcurre dentro de los límites de mi departamento”. Si bien su intención es universalizar esa experiencia y exponer el humor como un dispositivo de producción crítica, la ausencia de una experimentación textual intensa y, al mismo tiempo, la pretensión académica de ese “poscientífico que divaga sobre las drogas, el arte y la política”, dejan al texto en un limbo. Ni agudo en su análisis, ni trascendente en estilo.
La electrónica y los devenires del género a lo largo y ancho del mundo, su relación con formas de resistencia política, de autogestión, de insubordinación, soberanía y disfrute ya son lo suficientemente interesantes por si solas. No se trata de que el libro que deba escribirse desde el soporífero tufo de una investigación académica posdoctoral. Nadie pide esa “seriedad”, tampoco ausencia de humor. Al fin y al cabo, hablamos de la fiesta, pero la fiesta es cosa seria y se merece una narración o una reflexión a la altura. Dos extremos totalmente opuestos en su abordaje, pero igual de buenos, son Placeres en movimiento (2012), de Victor Lenarduzzi, y Más brillante que el sol. Incursiones en la ficción sónica (2018) de Kodwo Eshun, editado por Caja Negra. Mientras el primer libro es un análisis histórico, cultural y filosófico de la música electrónica, resultado de una investigación doctoral, el segundo es una exploración textual y conceptual de las diversas experiencias sonoras devenidas “ficciones”. Uno es una investigación académica de corte frankfurtiano que aborda también la experiencia de la primera persona en una fiesta a través de un estudio de campo (ir a bailar a una fiesta con amigos y consumir sustancias), el otro es el resultado de desplegar las formas en las que el sonido deviene paisaje y ficción, y la forma en la que esa experiencia influye en la textualidad, la construcción de conceptos y la textura de lo escrito. Ambos libros son, a su manera, formas intensas de relacionarse con un objeto. A diferencia de esto, el libro de Leo Felipe es una forma intensa de relacionarse consigo mismo y sus consumos: una forma de narcisismo textual. El resto de las cosas orbitan a su alrededor. Él es el centro de la escena. La droga tampoco lo desplaza ni hace tambalear su subjetividad. Una y otra vez el intento de “devenir-menor” fracasa. Una y otra vez es un hombre blanco, académico y con ciertos privilegios, cuyo único posible contacto con lo marginal, lo menor y lo “otro” es la droga, que vehiculiza varios vínculos personales presentes en el relato. En el mejor de los casos, con un gesto humorístico pero snob, brillan tenuemente las creaciones de la “Falopología” o la “Emojilogía”. Reterritorialización pura por pretensión académica, por incapacidad de jugar plenamente en lo silvestre y en lo salvaje, por tener un pie (y si es posible dos) en la universidad. Su relación con la periferia es parasitaria, interesada, ocasional. Lo que sucede a su alrededor le interesa más como objeto de estudio universitario, por la posibilidad de capitalizarlo en el mundo del arte contemporáneo, no por lo que tiene de potencia real, desclasificante. Detrás de su reflexión y su escritura está la pregunta por cuál es el límite tolerable para que una reflexión o experiencia sea rentable dentro de los claustros del pensamiento académico, pero sin dejar de ser lo suficientemente cool y creativo, al estilo que hoy demandan los estudios culturales de las universidades norteamericanas. Todo está a punto de devenir performance para analizar en un seminario. Nuevamente, no basta el uso de un par de conceptos teóricos para que esos conceptos funcionen. Las siglas D&G en el libro están más cerca de Dolce & Gabbana que de Deleuze y Guattari. Lo marginal, lo que se encuentra en los bordes de lo que el poder denomina “civilización”, requiere un ejercicio de la lengua acorde. El delirio pide una lengua delirada, alucinada, no un informe. Menos aún necesita el pavonearse intelectual de un grupo de universitarios e investigadores que se transforman en el cliché del grupo de privilegiados universitarios que quiere hacer de su experiencia de lo lumpen un espectáculo teorizable. Porque no es suficiente que piensen, necesitan mostrar que ellos también piensan, incluso donde pareciera no haber pensamiento, en el after.
En comparación con el resto de los libros de la editorial que tienen como eje la música (la mayoría, por no decir todos, muy buenos), Historia universal del after aparece como algo “fuera de serie”: pobre en escritura y en reflexión, en aportes particulares, en iluminaciones profanas, en producción de un nuevo campo de escritura. El libro no es más que aquello que el mismo narrador señala, un collage hecho en el fervor de la experiencia, la experiencia de un tesista que disfrutaba de la fiesta y las drogas, y corría detrás de las becas y presentaciones.
La electrónica aún está esperando a sus narradores y sus filósofos, a sus poetas, básicamente aquellos que tengan buen oído, entiendan el ritmo y sean capaces de mapear el sonido en el espacio, con sus capas, texturas, samplers y loops. Espera lo que puede esperar todo género musical: un oyente sensible e inteligente, que piense en la música y en sus formas. Espera a alguien que sea capaz de disponer su pensamiento en tracks y en sets, para componer a través de mezclas, que ya no pertenecen a la vieja lógica cultural del s.XX (como el collage), sino a formas que tienen su nombre en el porvenir. En definitiva, todavía espera a sus agentes, a quienes sean capaces de construir formas de devenir nuevas, musical y rítmicamente. Básicamente alguien más bailarín y más Dj que dandy del arte contemporáneo.