Hemos visto historias de fantasmas toda la vida. De todas las historias, más allá de de sus diferencia, nos queda algo: el fantasma como resto. La literatura latinoamericana está plagada de ellos ¿Por qué? ¿Para qué resisten? ¿Qué tienen pendiente tienen acá? ¿Qué historia cuentan sus voces? En esta oportunidad, Victoria Dall´Armellina nos presenta un análisis sobre las voces de los fantasmas latinoamericanos y su testimonio a lo largo de la historia.
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El muerto que habla es una figura que aparece en múltiples relatos latinoamericanos. Sin importar el género, si se trata de un cuento, una novela o una nouvelle, de realismo mágico o non fiction, los muertos se apropian de distintas estrategias para relatar sus vivencias desde su supuesto lugar de quietud. Fantasmas chilenos, mexicanos, peruanos, argentinos y de otros lugares de Latinoamérica han coincido en el ferviente deseo por conservar la memoria y, para que esta memoria no muera, no debe caber lugar para el silencio producto de la muerte. Las películas y los cuentos de terror nos han enseñado que donde encontramos un fantasma existe un problema sin resolver. ¿Cuáles son, entonces, las heridas que estos fantasmas insisten en mostrar? ¿Cuáles son aquellos sucesos que por tan inmensa magnitud no pueden dejar de ser nombrados?
Como propone Eduardo Galeano, Latinoamérica es el territorio de las venas abiertas. En primer lugar, la conquista con toda su violencia sanguinaria y simbólica; luego, las consecuencias de vivir en un sistema capitalista con países desfavorecidos; también, las guerras y las dictaduras, han desatado tanta violencia que la sangre brota de los cuerpos incluso después de muertos. No es casual, entonces, que la sangre de José Arcadio luego de su muerte en Cien años de soledad (1967) tenga la potencia suficiente para recorrer calles enteras. Cuerpos de varones y mujeres, blancos, indígenas, mestizos, jóvenes, ancianos y niños ostentan la herida de la violencia y la manifiestan como una parte de su identidad.
Pedro Páramo (1955) se constituye, tal vez, como el texto más canónico en materia de muertos latinoamericanos que hablan. En tanto precursor del Boom latinoamericano del siglo XX, inspiró con su estructura fragmentaria y polifónica la conformación de novelas como Rayuela (1963), mientas que distintos aspectos del realismo mágico desplegado en sus páginas se desarrollaron tanto en Cien Años de Soledad (1967) como en otras famosísimas obras de Gabriel García Márquez.
El concepto de necrópolis que se narra a sí misma sería retomado también en obras literarias como Los recuerdos del porvenir (1963), donde la circulación de múltiples voces promueve el avance de los sucesos a través del transporte de relatos a modo de chisme. En esta novela, el difuso yo narrativo se identifica con un yo-pueblo, que se relaciona con la estructura material rocosa de sus calles y, al mismo tiempo, con los estados de ánimo de sus habitantes. Estos viven en una temporalidad circular e indeterminada, con la que Elena Garro vuelve a jugar en “La culpa es de los tlaxcaltecas” (1964), donde presenta la historia de una mujer que habita dos temporalidades en paralelo, mecanismo replicado también por Manuel Scorza en Redoble por Rancas (1970) y, curiosamente, previamente implementado por Julio Cortázar en “La noche boca arriba” (1955), publicado por primera vez en México dentro de Final del juego.
Viajando unos años atrás en el tiempo –entendiendo que el tiempo sea algo lineal, cuestión con la que no parecen estar de acuerdo las voces de ninguno de estos relatos– nos encontrarnos también con Ana María, protagonista de La amortajada (1938), que, desde su estado oscilante entre la vida y la muerte, concatena sus recuerdos y sus desgracias en una suerte de tejido narrativo. Encerrada en su ataúd, esta fantasma se dedica a recordar sus desdichas y, a través de su memoria y subjetividad logramos reponer los fragmentos entretejidos de su familia y afectos. La multiplicidad de recuerdos y sensaciones que brotan de la mujer organizan la temporalidad del relato, rompiendo la linealidad temporal.
¿Por qué será que los fantasmas latinoamericanos necesitan desorganizar la temporalidad de sus relatos? ¿Realmente la desorganizan? ¿O la cuestión es que nuestra perspectiva occidental y alienada no nos permite desarmar la idea de la linealidad? Si prestamos atención, podemos observar que la Historia se repite. Posiblemente, a nosotros, los vivos, la idea de que existan los fantasmas nos resulte menos aterradora de lo que a ellos el hecho de que sus venas puedan abrirse una y otra y otra y otra y otra vez.
La temporalidad en Recuerdos del porvenir se nos presenta de manera un poco confusa. En las primeras páginas –cuya numeración, afortunadamente, sí conserva la linealidad–, nos encontramos con Martín Moncada, quien ha tomado la decisión de desentenderse del tiempo. El hombre descompone los relojes a su gusto y tiene capacidades como recordar el momento de su muerte, es decir que el paradójico título de la novela comienza a tener sentido. La impotencia, producto de la conciencia de habitar en una temporalidad circular, puede ser aquello que motiva al personaje a intentar escapar de un círculo vicioso, aprovechando que el tiempo, más que una cosa uniforme, tiene carácter relativo, es decir, subjetivo.
Los capítulos siguientes, cuya semejanza con la realidad no es pura coincidencia, dan pautas de sucesos políticos que afectan negativamente las vidas de los habitantes del pueblo. La novela refiere a hechos históricos como invasiones militares, aparecen los zapatistas y, por momentos, el tiempo se presenta de manera más precisa, para destacar los fragmentos de la ficción que limitan con el exterior de la novela. La impotencia se apodera de las voces del pueblo cuando estos intentan, sin conseguirlo, alterar la sucesión de los acontecimientos para salvarse de la desgracia. Similar a lo que ocurre en la fiesta de “La máscara de la muerte roja” (1842) de Edgar Allan Poe, la muerte alcanza a las personas del pueblo una por una. El equipo del tiránico general Francisco Rosas, que desde el comienzo de la trama mata personas a su antojo, asesina a un civil cuyo cadáver desaparece, cosa que despierta sospechas fantasmagóricas. Además, elementos como el polvo y la piedra toman preponderancia para connotar un tiempo solidificado, el olor de la muerte invade la celebración y el tiempo se detiene para siempre. El juego de las estatuas con el que se entretenía de niña Isabel, la hija de Martín Moncada, pasa de ser algo divertido y atesorado como parte de la infancia a tornarse siniestro, igual que le sucede a la protagonista de El orfanato (2007), una de las películas españolas de terror más famosas. En ambos casos, las mujeres comienzan a jugar a las estatuas de niñas de manera recreativa para terminar haciéndolo con fantasmas justo antes de morir.
La transformación de Isabel en piedra cierra con broche de oro la conformación del pueblo en necrópolis y la vinculación con la novela de Rulfo. El pueblo de Recuerdos del porvenir, Ixtepec, se convierte en lo que etimológicamente es Pedro Páramo, en un desierto de piedras. Mientras el resto de los habitantes deambula por las calles pedregosas, la muchacha se fusiona con la estructura material del pueblo. Similar al Martín Fierro (1872), cuando el gaucho señala con una cruz la sepultura de su amigo enterrado en el desierto, la lápida de Isabel se constituye como testimonio, prueba material de lo que ocurrió en esta Ixtepec-Pedro Páramo. Su cuerpo, convertido en piedra, manifiesta la desgracia y conserva la memoria.
Este desenlace, similar a la historia de la trágica medusa griega, encara la muerte desde una perspectiva existencialista. Por más que intentemos desentendernos de la temporalidad y el porvenir como Martín Moncada o pretendamos alterar nuestro destino como el pueblo al llevar adelante su fiesta, no podremos evitar la muerte. En La amortajada, en cambio, esta muerte no está rodeada por la tragedia, sino que es tomada como parte de un ciclo natural. El cuerpo retorna a la naturaleza, es parte de ella. De hecho, el relato de su protagonista parece encontrar mayor tragedia en lo que respecta a la vida, signada por el aburrimiento y una domesticidad y sumisión propias de lo femenino. Esta nouvelle comienza con un “Y”, que pareciera indicar que la trama no comienza en la primera página: la muerte material es solo una continuidad de la muerte sentida en vida por la falta de la felicidad. Ahora que se encuentra amortajada y muerta, Ana María se dedica a recordar y decir. A partir de su muerte, no se encuentra más callada ni más ausente que cuando vivía, sino que cuenta con la libertad para hablar de cuestiones como la sexualidad, tópico vedado para las personas de la época y, especialmente, para las mujeres.
Ana María repasa sus vínculos desde la tumba y el lector puede inferir, a partir de allí, qué tan problemáticos o favorables ha percibido sus vínculos con cada personaje. Resulta destacable que continuamente relacione el amor con la humillación y que sienta un odio terrible hacia su único confidente, Fernando, por ser quien mayor conocimiento tiene de su intimidad. Esto se corresponde con la perspectiva sartreana de que el infierno se encuentra constituido por aquellos que conocen nuestros secretos. Pensar en ello me hace sentir pena por los fantasmas de Ixtepec, donde el chisme circula casi tan rápido como el acontecimiento y, en algunos casos, incluso lo anticipa. Y ya saben cómo dicen… “Pueblo chico, infierno grande”. Debe ser por eso que Ana María prefirió conformar este vínculo que los Millennials y Centennials denominaríamos un poco tóxico: preferible que el infierno se encuentre habitado solo por una persona, aunque la hagamos enloquecer, para reducir el número de demonios para evacuar en nuestro purgatorio.
Una última cuestión: dentro de los fantasmas latinoamericanos, los argentinos. Me resultó verdaderamente inevitable no pensar en Rodolfo Walsh en cada momento en que escribí “muerto que habla”. Si bien, como dije anteriormente, creo que Pedro Páramo es la obra latinoamericana más canónica en términos de muertos que hablan, también me arriesgaría a afirmar que, si realizamos una encuesta entre lectores argentinos, esta figura es completamente indisociable de Juan Carlos Livraga, “el fusilado que vive” en Operación Masacre (1957), publicado por primera vez tan solo dos años después que Pedro Páramo y llevado a la dimensión cinematográfica. La crítica continúa escribiendo sobre esto sin cesar, como si el tiempo hubiera quedado detenido tras la aparición de ese fantasma, más aterrador que los de los cuentos de terror, y la non fiction argentina continuó replicando a full el relato de los fusilados, de los baleados por el gatillo fácil, de los que no deben dejar de ser nombrados.
El mismo Rodolfo Walsh se constituye hoy como un muerto que habla, como representante de la verdad, la memoria y la justicia, manteniendo vivas estas consignas luego de los fusilamientos de José León Suárez en 1955 y de la dictadura genocida de 1976. Más cerca en el tiempo, porque se nota que no aprendimos nada sobre nuestras venas abiertas y circulares, Cristian Alarcón necesitó materializar en la memoria la voz de “El Frente” Vital en su libro de non fiction, Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (2003), para denunciar el gatillo fácil.
También Gabriela Cabezón Cámara incorpora voces de muertos a modo de denuncia. Cuando publica La Virgen Cabeza (2009), decide incorporar como uno de sus personajes principales a Kevin, niño villero del conurbano, fallecido a causa de un ataque policial a la villa. Aparecida (2015), de Marta Dillon, relata, a su vez, la investigación sobre una madre desaparecida, incorporando la noción de género a la cuestión. Mariana Enríquez tiende puentes entre los vivos y los muertos a través de médiums y vincula a sus figuras fantasmagóricas con las víctimas de la dictadura de 1976 en Nuestra parte de noche (2019).
La lista podría continuar. La muerte prolifera. Los asesinados susurran, golpean y gritan, se apoderan de las hojas de nuestros libros para llamar nuestra atención. “¿Con la sangre de quién se crearon mis ojos?” nos pregunta la filósofa feminista Donna Haraway, para llevarnos a repensar nuestros esquemas éticos y políticos. Son los fantasmas latinoamericanos quienes nos invocan, nos advierten con sus bocas cubiertas de sangre, una y otra y otra y otra y otra y otra vez, que las venas se han abierto demasiado y han llenado el caudal del Río de La Plata, que lo rojo del cielo no es el reflejo del sol. La sangre continúa brotando, ya está mareada por girar en círculos, necesita parar.