En 2017 la noticia de la muerte de Mark Fisher conmovió a una gran parte del mundo intelectual. Fue imposible no ver en su suicidio un gesto máximo de desesperanza, como si realmente el «no hay alternativa» lo hubiera empujado al precipicio por una última vez. Ese año, él se encontraba dando un curso de postgrado en la Universidad de Goldsmith, que concluiría de forma anticipada por la peor de las razones. Las cinco clases que llegaron a realizarse son las que componen el libro Deseo poscapitalista. Las últimas clases (Caja Negra, 2024), el último testimonio del pensamiento de Fisher y su voluntad por lograr que todos salgamos con vida del «Castillo del Vampiro». En esta oportunidad, Alan Ojeda nos presenta sus razones para abordar las últimas palabras del pensador inglés.
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Me dispongo a escribir una reseña del último testimonio del pensamiento de Mark Fisher, Deseo poscapitalista. Las últimas clases (Caja Negra, 2024), en un contexto que parece salido de un capítulo de Economía libidinal de Lyotard. Una clase trabajadora reificada por el discurso de la “derecha”, imposibilidad de los movimientos políticos hegemónicos de ofrecer una salida, la imaginación quemada, todos dicen “no hay alternativa” y los engranajes del sistema aceleran hasta que la fricción los vuelve incandescentes. Alrededor: excitación, violencia, desolación y desesperación por igual. Unos pocos logran mantener la cordura. En medio de la obscenidad del capital, de su orgía de muerte, llega este libro al cual el autor le puso un punto final con su suicidio en 2017, durante el curso de posgrado que dictaba en la Universidad de Goldsmith.
Deseo poscapitalista. Las últimas clases (Caja Negra, 2024) es un libro que quema y conmueve por igual. Quema porque contiene, en las cinco clases desgrabadas -de las quince que comprendía el curso originalmente-, un despliegue de preguntas de una actualidad absoluta. Las discusiones entre Fisher y sus alumnos ponen el foco en la falencia de ciertos sectores de la izquierda que solo pueden ofrecer respuestas nostálgicas frente al colapso, el rol de la líbido en la explotación y la reproducción del sistema, y la necesidad de producir un proyecto capaz de movilizar el deseo para la construcción de una nueva forma de existencia. Conmueve porque es el último testimonio de su pensamiento y lo podemos observar “soñando en voz alta”, como diría Roland Barthes. Leemos su tono, su humor, su calidez y su apertura frente a las opiniones y proposiciones de sus alumnos. No hay pedantería, no hay un docente haciendo exhibición narcisista de su conocimiento, hay construcción colectiva, preguntas abiertas y un profesor que no teme mostrarse ignorante. Quema y conmueve por igual porque es el último estertor de una mente torturada y un legado, porque pensar una salida no es tarea de un solo individuo.
Quizá una de las primeras cosas que llama la atención del libro es que la necesidad de pensar el curso esté atada a una afirmación que ya todos conocemos y que consideramos pueril. La voy a traducir a su equivalente local: “Son zurdos, odian el capitalismo, pero tienen Iphone”. Esto, que es una afirmación que hemos escuchado y leido hasta el hartazgo en programas de televisión, radio y redes sociales, que repiten por igual políticos y civiles de los más diversos extractos sociales, es el momento inaugural del curso. Mientras la soberbia intelectual nos lleva a asumir que esa afirmación de “sentido común” es una estupidez, Fisher detecta ahí un discurso que tiene una potencia clave para indagar en las condiciones subjetivas necesarias pensar del día después de mañana. Esa capacidad se debe, entre otras cosas, a su oído sensible a la cultura popular, como lo demostró de sobra a lo largo de su trayectoria, y su versatilidad para pasar del modelo académico (Constructos faltlines) al de análisis cultural y divulgación (K-punk). En ese sentido, la capacidad de Fisher de abstraer un problema filosófico de las producciones culturales pop (bandas, canciones, películas, novelas y publicidades, entre otras cosas) es como la de un tiburón al detectar una gota de sangre a un kilómetro de distancia. Los productos de la industria cultural están llenos de pequeñas pistas y huellas. Esto es fundamental, porque estas producciones no “representan” solo formas del deseo, sino que también las generan y una vez producidas, aun habiendo fracasado, quedan los fantasmas de la imaginación que poseen una capacidad de agencia sobre la realidad no menor.
Para Fisher, cuando la ex parlamentaria del Partido Conservador, Luoise Mensch, invalidaba a los participantes de Occupy por tener Iphone y consumir en Starbuks, también estaba constatando un estado particular del deseo en relación al capital. Iphone y Starbuks son, de alguna manera, el símbolo de lo irreversible. Lo que sea que venga después del capitalismo no puede ignorar o dejar de lado lo que este produjo. La asimilación de los sujetos a la lógica productiva y el deseo que la acompaña ya es total. Esta es una nueva instancia de la afirmación: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Aquella imaginación que, como Fisher, llamaremos provisoriamente “poscapitalismo”, deberá nacer en el seno de lo que pretende superar. “No hay salida”, pero porque no hay afuera. No podemos imaginar el final del capitalismo porque todavía pensamos que existe algo fuera de él que nos permitirá anclarnos para “salir” de la pesadilla. Los que no, aún creen en un pasado mítico al cual volver, pero como dice la frase que se le endilga a Putin: “Quien no extraña la Unión Soviética, no tiene corazón. Quien la quiere de vuelta, no tiene cerebro”. Entonces los caminos son otros. No podemos depender de una vanguardia iluminada y nostálgica por igual, necesitamos profundizar, reconstruir, acelerar. Hay que pensar en “espacios acorralados”, como señala Nicholas Thoburn en Deleuze, Marx y la política, libro que hubiera ocupado parte de la sexta clase, luego del abrupto final tras la discusión sobre Economía libidinal de Lyotard.
Podríamos especular que hay algo sintomático en el final abrupto del curso, justo luego del libro maldito de Lyotard. La case dedicada a Economía libidinal, a diferencia de las otras cuatro, parece más densa y abrumadora. Tanto Fisher como sus alumnos atraviesan la misma incertidumbre sobre el nihilismo que puede llegar a representar el libro, que hace un diagnóstico demoledor sobre el rol del deseo y el goce en el capitalismo. ¿Qué pasa si asumimos que el trabajador desea realmente lo que el capital le da? ¿Y qué si, como dice Lyotard, disfruta de su semen? La pregunta se repite, en nuestro país, luego de las elecciones del 2023. Ciertos sectores de la izquierda y el progresismo se preguntan cómo puede ser que la clase media y baja hayan votado lo que votaron. También tienen una única respuesta: porque son estúpidos y están alienados. Amparados en un faro intelectual que ya no ilumina, intentan castrar con moralina la actividad deseante, el goce, el exceso. Cualquier cosa salvo encontrar potencias vitales, vectores de fuerza. Fisher dialoga con los alumnos y busca aliados para enfrentarse nuevamente al “Castillo del Vampiro”, pero el sol nunca termina de llegar.
Luego de todos sus libros anteriores, Deseo poscapitalista. Las últimas clases (Caja Negra, 2024) cumple la función no de un cierre sino de una invitación. Leer también es una cuestión de afectos e intensidades, y la agencia de lectura con Fisher está rodeada de un pathos particular. Lejos de entregarse a la oscuridad, cada uno de sus escritos es una batalla por erosionar la sensación de la fatalidad de este mundo. Concluir el libro deja un sabor agridulce. Por un lado, nos encontramos con la imposibilidad de despedir a un amigo como corresponde, de pensar en todo lo que se pierde con él y su muerte temprana. Por otro, la satisfacción de saber que eligió la voz al silencio, porque creyó también en la escucha y la lectura atenta de otros, en la posibilidad de ser sólo un eslabón en la creación de la comunidad que viene.