¿Cómo nuestra democracia aborda el asesinato, la desaparición, la muerte dudosa? ¿Cómo reacciona cuando una muerte revela sus zonas más opacas? ¿Hay mecanismos de la democracia más allá de los intereses partidarios?
¿Qué hacemos con la credibilidad dañada de nuestra propia democracia?

 

En abril de 1985 comenzó el juicio a las tres juntas militares que habían sumido al país en la peor crisis de su historia. Fue una crisis de diversa índole, fue política, social, económica y, fundamentalmente, fue una crisis moral. Los militares, que habían secuestrado, torturado y asesinado a miles de jóvenes, habían dicho que éstos estaban desaparecidos. Esa figura escondía la verdad de los cuerpos y obturaba la posibilidad de que esa verdad fuera dicha, hallada y denunciada propiamente.

 

Cuando el país retornó al camino de la democracia, o, si se quiere, entró por primera vez, sin saberlo, en un largo período de democracia estable, la verdad de lo que había ocurrido le fue revelada a una sociedad que se había acostumbrado – no sin cierta dosis de complicidad – a la opacidad de las cosas. La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, integrada por figuras intachables como Ernesto Sábato, Graciela Fernández Meijide y Gregorio Klimovsky, dio a conocer los testimonios de las víctimas de la manera más cruda, con la menor exaltación posible. Basta leer algunas páginas del Nunca Más para constatar esta característica que tuvo la revelación del pasado inmediato. El juicio a las juntas, que le siguió a la publicación del Nunca Más, tuvo ese mismo cariz de sobriedad. Los relatos que allí fueron revelados eran crudos, descripciones detalladas y exactas de cómo había sido el sistema de represión militar. Borges asistió a uno de los juicios y escribió luego en El País que, para su sorpresa, en vez de escuchar quejas y denuestos de parte de un hombre que había sido encarcelado y torturado por 4 años, oyó la mucho más terrible descripción simple, indiferente, sobre la picana eléctrica, la logística de los torturadores, los turnos en el calabozo…

 

La foto que encabeza este escrito fue tomada de El diario del juicio, un diario que, por iniciativa del grupo Perfil, transcribió todas las sesiones del juicio a las juntas, publicadas a medida que se iban sucediendo las audiencias. Esta foto siempre me impresionó, el hombre de espaldas es Clyde Snow, el estadounidense fundador del Equipo Argentino de Antropología Forense, explicando al tribunal el método para reconocer cadáveres. Se combinaban allí el saber de los expertos, la justicia y el interés de la sociedad en saber qué había pasado realmente en esos oscuros años en los cuales la información escaseaba.

 

Fueron los años en que se conformó el consenso de los derechos humanos en Argentina. Debemos agradecerles principalmente a los organismos de derechos humanos, pero también al gobierno y a la sociedad, que acompañaron exitosamente ese consenso. Como ocurre en la mayoría de los buenos sucesos, se combinaron varias virtudes para que esto ocurriera, entre ellas, que la verdad de las víctimas no fue puesta en cuestión, que la justicia actuó como debía, que la información le fue provista a la sociedad. Hay situaciones, eventos de la vida política, en que la verdad es una, y no hay lugar para relativismos, interpretaciones o teorías conspirativas. Si reivindicamos el papel que tuvieron los juicios a los militares en Argentina es, en parte, porque la sociedad constató la verdad de lo que había pasado, haciendo escaso o nulo lugar a faccionalismos.

 

En Argentina, el devenir de la política y los medios de comunicación luego de este hecho fundamental, no siguió por los mismo carriles. Durante los noventas y los dos mil se sucedieron una infinidad de crímenes que quedaron irresueltos e impunes. Además de los incontables hechos de corrupción, están las tantas muertes oscuras que hemos presenciado: la del hijo de Menem, el atentado a la AMIA, la desaparición de Julio López, la muerte de Nisman, por nombrar solo algunas. Es cierto que estos crímenes no están al mismo nivel, y que sostener los niveles excepcionales de consenso a los que se llegaron en aquella época es difícil para sociedades como las nuestras. Acaso el empatanamiento de la causa AMIA esté dejando ver que para que llegue justicia a un caso así se requiere el nivel de compromiso atípico que existió durante los juicios a los militares ¿Cómo hacemos, entonces, como sociedad, para tener mejores niveles de justicia cuando más lo necesitamos?

 

Ahora se viene a sumar la desaparición de Santiago Maldonado. Sus familiares no se separaron del cuerpo que se encontró hace unos días, por temor a posibles manipulaciones. Mientras a uno y otro lado del espectro político y de los medios de comunicación se sugieren teorías apresuradas y se plantean hipótesis que es imposible no interpretar en el contexto político eleccionario. Teorías que, a medida que el tiempo pasa sin respuestas, se multiplican y complejizan. No sabemos dónde está Santiago Maldonado ni qué le pasó. No confiamos en los diarios, ni en el juez anterior, ni en los medios de comunicación, ni en los candidatos que hablan de Santiago Maldonado. Los que sí confían en alguna de estas especulaciones, lo hacen bajo ese hechizo de la polarización política, que privilegia las interpretaciones por sobre la verdad. Repartir culpas parece más fácil que suspender el juicio hasta que haya un terreno firme por dónde moverse. Nos queda la única esperanza de que el juez que ahora lleva la causa sea imparcial y el alivio de que los familiares de Santiago Maldonado confían en él, por el momento. A ese punto hemos llegado.

 

Borges, en su testimonio sobre el juicio a las juntas, decía que era curioso que los militares, que habían elegido abolir la ley durante su gobierno, ahora quisieran ampararse en ella y buscaran defensores legales. Ese mismo marco legal es el que los terminó condenando justamente. La ley requiere de la verdad, de buenas dosis de imparcialidad y del saber de los expertos. Creo que eso es imprescindible exigir hoy, más allá de tal o cual gobierno.

 

Hay una verdad. Queremos saberla.

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