Entre los argumentos a favor de la penalización del aborto, se afirma que nuestras obligaciones con los embriones en gestación deben primar sobre las obligaciones que tenemos de proteger a las mujeres que quieren abortar. Santiago Armando argumenta contra esta idea y asegura que no tenemos las mismas obligaciones con un feto que las que tenemos con un miembro pleno de nuestra sociedad.

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El argumento más utilizado por quienes proponen la despenalización del aborto apela a consideraciones de salud pública. Es un hecho indiscutible que los abortos practicados en las condiciones precarias impuestas por la ilegalidad generan la muerte y el sufrimimento innecesarios de muchas mujeres, en especial de las más pobres. Legalizar el aborto, entonces, sería un gran paso para evitar el daño hecho a estar mujeres.

Sin embargo, quienes defienden la ilegalidad del aborto no parecen verse persuadidos por este argumento. Incluso si conceden que el aborto ilegal genera daños evitables, quienes se oponen a legalizarlo creen que tenemos obligaciones con los embriones en gestación que tienen primacía por sobre las obligaciones que tenemos de proteger a las mujeres que desean abortar. Intentaré mostrar a continuación por qué creo que se equivocan.

Consideraciones preliminares: el concepto de “persona”.

¿Para qué usamos la palabra “persona”? Fundamentalmente, para decir que tenemos una serie de obligaciones ante esa entidad a la que le ponemos la etiqueta. Por ejemplo, desde hace unos años se viene hablando de “personas no humanas” para reivindicar los derechos de los animales. ¿Qué significa eso? Que existen un tipo de entidades que viven y respiran, que no son seres humanos, pero ante los cuales podemos reconocer que tenemos algunas obligaciones (como la de no torturarlos por diversión). Llamar “personas no humanas” a los animales es una manera de decir en pocas palabras que tenemos algunas obligaciones para con ellos.

Decir “X es persona”, entonces, es decir “tenemos una serie de obligaciones con X”. El problema es que “persona” es una palabra que usamos mucho, y que cuando la usamos nos imaginamos a gente con vestido o traje, con anteojos y peinado, con un maletín o una caja de herramientas. Discutir si “el feto es persona” se convierte, sin que nos demos cuenta, en una discusión imposible sobre cuánto se parece un feto a ese conjunto de imágenes que nos vienen a la cabeza cuando usamos la palabra “persona”.

Propongo dejar de usar esa palabra que sólo nos trae problemas. Propongo dar un paso atrás: si “persona” es una etiqueta para “entidad para con la que tenemos obligaciones”, hagámonos la pregunta de fondo: ¿qué obligaciones les debemos a embriones y fetos?

La clínica en llamas

Hace unos meses se viralizaron unos tuits con el siguiente argumento: “imaginate que entrás a una clínica de fertilidad que se está incendiando. En una habitación hay un niño llorando, en la otra hay tubos de ensayo con mil embriones viables. Sólo tenés tiempo de entrar a una de las habitaciones. ¿A quién salvás?”

(Quien quiera consultar el hilo original, que he deformado un poquito, puede hacerlo acá: https://twitter.com/stealthygeek/status/920085535984668672)

Cualquier persona razonable salva al niño. ¿Qué implica esto? El argumento sirve para despertar una intuición generalizada: no tenemos las mismas obligaciones con un individuo humano que vive entre nosotros que las que tenemos con un embrión. Si la opción fuera entre salvar un niño y mil niños, nadie dudaría de que corresponde salvar mil niños, porque todas esas vidas individuales valen lo mismo, y actuaríamos según nuestra obligación de reducir el sufrimiento. Sin embargo, parecería que no existe ninguna cantidad de embriones que hace que estemos dispuestos a sacrificar por ellos la vida de un solo miembro pleno de nuestra sociedad.

Por supuesto, hay otras maneras de despertar esta misma intuición: pensar, por ejemplo, que las personas que pudieran oponerse de un modo razonable y secular al aborto no pedirían el mismo castigo para un asesino a sangre fría que para una mujer que aborta. O pensar que nadie reacciona del mismo modo al relato de un aborto que a la confesión de un asesinato. Incluso en el debate actual, quienes piden que el aborto siga siendo ilegal no exigen “justicia por los 500.000 fetos asesinados y castigo para sus asesinas”.

Una vez que activamos esta intuición, la pregunta deja de ser sobre “personas” y pasó a ser sobre obligaciones. Y la conclusión es que no tenemos las mismas obligaciones con un feto que las que tenemos con un miembro pleno de nuestra sociedad.

Por supuesto, eso no implica que un feto no sea fuente de ninguna obligación . Sí implica que ciertas cosas que se nos podrían exigir para cumplir con nuestras obligaciones con otros miembros plenos de la sociedad no se nos pueden exigir en beneficio de un feto.

Por ejemplo, no se nos puede exigir ceder el uso de nuestro cuerpo durante 40 semanas.

El argumento del violinista

En 1971, Judith Jarvis Thompson publicó un artículo titulado “Una defensa del aborto”. En ese artículo proponía lo que en filosofía se conoce como un “experimento mental” (como el de la clínica relatado más arriba) que se hizo conocido con el apodo cariñoso de “argumento del violinista”.
El argumento dice más o menos así: imaginemos que hay un violinista famoso, universalmente apreciado, cuya vida está en peligro. Resulta que la única manera de salvarlo es adosarlo quirúrgicamente a nuestro cuerpo por 40 semanas. ¿Tendríamos derecho a rechazar esta intervención, incluso con la certeza de que esto implicará la muerte del violinista? La intuición generalizada es que sí. ¿Por qué? Porque en general compartimos la idea de que en una sociedad liberal, nadie puede obligarnos a poner nuestro cuerpo a disposición de otro. Incluso si la consecuencia de negarme a la intervención es la muerte de una vida especialmente valiosa, nuestro derecho sobre nuestro propio cuerpo tiene prioridad.

En consecuencia, si no tenemos obligaciones hacia un violinista prestigioso (quien no guste de los violinistas puede imaginar el ejemplo con algún descubridor de la cura de alguna enfermedad), menos vamos a tener obligaciones hacia un feto que, tal como establecimos más arriba, es fuente de menos obligaciones (o de obligaciones más débiles) que un miembro pleno de nuestra sociedad.

Lo interesante de este argumento es que no necesita meterse en los problemas sobre si un feto “es vida humana” o “es persona”. Que el feto tiene ADN humano es obvio, pero irrelevante (el violinista también). Y la palabra “persona”, dijimos que la íbamos a evitar para evitar ambigüedades: mejor hablemos de obligaciones, que todos sabemos qué quieren decir.

La analogía del violinista revela que tenemos en alta estima el control sobre nuestro propio cuerpo, y que nadie puede obligarnos a renunciar al libre uso de nuestros órganos internos y de nuestro flujo sanguíneo incluso si eso implica que otro individuo (uno, repitamos, que es fuente de más obligaciones que un feto) perderá su vida.

¿Sirve el argumento del violinista?

“¡Ah, pero estás haciendo trampa!”, podría decir un objetor, “¿cómo vas a comparar la relación de una mujer con un violinista al que no conoce con la relación que tiene con el feto?”

Lo primero que pienso cuando me cruzo con esta objeción es que estoy muy cerca de ponerme de acuerdo con mi interlocutor. Porque la objeción sugiere que me concede casi todo el argumento: no tenemos obligación de salvar al violinista, y por lo tanto tampoco tenemos obligación aún de salvar a un feto cualquiera. ¿Pero qué pasa si es nuestro feto?

Primer consenso: llegado este punto, el objetor tiene que conceder que está incondicionalmente a favor del aborto en casos de violación. Claramente, el feto producto de una violación fue implantado violentamente en el cuerpo de la mujer, y sería inhumano decir que una mujer tiene obligaciones para con él. Lamentablemente, esta no es la posición de muchos antiabortistas. Pero no sé cómo pueden defenderla de modo secular, sin apelar a criterios religiosos. Porque si puedo desconectar a un violinista que me adosan quirúrgicamente por la fuerza, no hay razones por las que no pueda desprenderme del feto producto de una violación.

Los casos de embarazos en relaciones consensuales son un poco menos tajantes, pero el mismo argumento aplica: en la medida en que soy dueño de mi cuerpo de un modo inalienable (es decir, por las mismas razones por las que no puedo firmar un contrato de esclavitud voluntaria), no puedo nunca tener la obligación de poner mi cuerpo incondicionalmente a disposición de otro ser vivo. No podría firmar ningún contrato que implicara esto, y ciertamente no hay ningún contrato firmado en el caso de un embarazo no deseado. No existe ningún acuerdo voluntario en una sociedad democrática y liberal que tenga la fuerza para obligar a una persona a ceder el uso de su cuerpo de modo ininterrumpido durante 40 semanas.

Por estas razones, el derecho de una mujer de decidir sobre su propio cuerpo tiene primacía por sobre cualquier obligación que podamos tener con un feto.

No todas las obligaciones son iguales

Las obligaciones morales vienen en grados. Mi argumento no es que no tenemos ninguna obligación con el feto. Por ejemplo, podríamos tener la obligación de garantizar condiciones saludables para el nacimiento en caso de un embarazo deseado, aunque eso probablemente sea mejor descrito como una obligación hacia la madre. Podríamos creer, también, que una mujer embarazada no debería consumir sustancias que afectarán negativamente a su hijo una vez nacido, aunque, de nuevo, eso en el fondo es una obligación de protección que tenemos con el hijo nacido, que es la verdadera fuente de obligaciones morales.

Mi argumento es que, si observamos nuestras conductas y somos honestos sobre cómo nos comportaríamos en algunos escenarios hipotéticos, parecería que todos estamos de acuerdo en que nuestras obligaciones hacia un feto de hasta doce semanas no son las mismas que nuestras obligaciones hacia un miembro pleno de la sociedad. Y que, por lo tanto, no podemos obligar a nadie a renunciar al control de su cuerpo en cumplimiento de obligaciones morales que nadie considera de tanto peso.

Por supuesto, nuestras intuiciones sobre embarazos de veinte o treinta semanas pueden ser divergentes. Es perfectamente posible que ante embarazos más avanzados nuestras obligaciones cambien, o que no podamos ponernos de acuerdo sobre cuáles son esas obligaciones. Por eso la legislación propuesta admite el aborto en embarazos más avanzados sólo ante situaciones extremas: cuando la salud de la madre o el feto esté en riesgo, o cuando el embarazo haya sido producto de una violación.

En 1990, Carl Sagan (el de la serie Cosmos) y Ann Druyan escribieron una defensa del fallo Roe v. Wade de la Corte Suprema de los EEUU, que legalizaba el aborto hasta la semana 12. Se puede leer completo en español acá: https://blog.smaldone.com.ar/2018/02/20/carl-sagan-sobre-el-aborto/
Esa defensa, famosa por su moderación, expresa lo difícil que es ponerse de acuerdo y tomar decisiones en una sociedad democrática. Sagan y Druyan dicen que podemos estar de acuerdo en que hay que proteger a un feto de 35 semanas, que podemos estar en desacuerdo sobre qué hacer entre la semana 12 y la semana 35, y que deberíamos poder consensuar que, hasta la semana 12, el derecho de la mujer de disponer sobre su propio cuerpo tiene prioridad. Mi argumento no es muy distinto: fijemos la atención en nuestras propias intuiciones sobre el tema, procuremos ser consistentes en nuestras creencias y descubriremos que nadie puede equiparar honestamente un aborto con un asesinato.

¿Y la vida? ¿Dónde comienza la vida?

Los argumentos que defendí acá le escapan a la pregunta sobre dónde comienza la vida. Creo que convertir la discusión sobre el aborto en una discusión sobre el origen de la vida es un error, uno del mismo tipo que el que identificaba al principio de este artículo. No se trata de determinar a partir de cuándo usaríamos palabras como “vida” o “persona”. Se trata de identificar cuáles son nuestras obligaciones con las entidades a las que les aplicaríamos esas etiquetas. No es que la discusión sobre el inicio de la vida no sea interesante, es simplemente que no es imprescindible para saldar este debate ético.

Por estas razones, el argumento de este artículo no depende de definiciones de conceptos como “feto” o “embrión”. Sí, existe una diferencia biológica relevante. Pero la pregunta es por las obligaciones que tenemos con esa entidad, sin importar si la justificación de esas obligaciones se apoya o no en nuestros conocimientos de biología.

Si uno busca argumentos basados en la biología, puede remitirse a la excelente exposición de Sergio Pérez-Acebrón, que explica que hasta la semana 12 no hay actividad cerebral (http://www.eitb.eus/es/divulgacion/naukas-bilbao/videos/detalle/2595344/video-naukas-bilbao-2014sergio-perez-acebron-ha-ofrecido-charla-/). Pero si alguien quisiera decir que tenemos obligaciones con los individuos recién a partir de que respiran, o son bautizados, o son capaces de sentir dolor, la conclusión sería la misma y no habría mucho que objetar.

Lo que el argumento presentado aquí pide es que cada uno reconozca honestamente qué obligaciones tenemos hacia fetos y embriones y qué obligaciones tenemos hacia un miembro cualquiera de nuestra sociedad. Las razones que cada uno pueda dar sobre por qué las tenemos -ya sean razones científicas, políticas o religiosas- son irrelevantes mientras podamos ponernos de acuerdo sobre cuáles son esas obligaciones. Al fin y al cabo, es sobre derechos y obligaciones, y no sobre convicciones personales, que debe darse el debate público en una sociedad democrática y liberal.

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