Roberto Gargarella discute el aporte de abordajes populistas para asegurar los beneficios de la democracia.
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Considero, en efecto, que vivimos en una situación que calificaría como de “disonancia democrática.” Con tal idea quiero decir que existe una desconexión muy fuerte entre –por un lado- las instituciones que tenemos, y la vida política que resulta y puede resultar de tales instituciones y –por otro lado- las expectativas democráticas que hemos desarrollado a lo largo de todo este tiempo. Para fundamentar lo anterior agregaría lo siguiente.
Ante todo, instituciones como las vigentes –en particular, la organización del poder que hoy tenemos- son hijas de un ideario propio del siglo XIX, y del pacto liberal-conservador que se diera entonces. Tales instituciones resultan de una forma de pensar, muy propia de las elites del momento, que desconfiaban de la democracia y favorecían el poder concentrado. Todo el entramado institucional que hoy tenemos, deriva de dicho pacto, y de los supuestos teóricos propios de quienes firmaron dicho pacto: el fuerte presidencialismo (que proviene de la tradición monárquica); el sistema de “frenos y contrapesos”, que se basa en una idea del poder como guerra; el control judicial, que todavía depende de supuestos anti-democráticos o contra-mayoritarios (i.e., la ciudadanía no está capacitada para decidir sobre cuestiones de interés público); etc.
Por otro lado, y frente a ese entramado constitucional, desarrollamos expectativas democráticas muy altas –expectativas que hemos ido afianzando con el paso del tiempo, y que yo describiría con la idea del “hecho de la democracia.” Quiero decir: uno de los datos que marcan la identidad de nuestro tiempo es que la ciudadanía asume que tiene el derecho de tomar cartas en todos los asuntos que le interesan. Asumimos que nos corresponde tener “voz” en los temas de interés público que nos afectan directamente. John Rawls había hablado en su momento del “hecho del pluralismo”, como marca de identidad de su época; y Jeremy Waldron habló por su parte del “hecho del desacuerdo.” Yo tiendo a coincidir con tales aproximaciones sociológicas, pero propondría reconocer y sumar –agregarles- esta tercera mirada descriptiva, que subraya el peso de nuestras demandas democráticas.
Pues bien, me parece que de la conjugación entre aquellas instituciones excluyentes, elitistas, contra-mayoritarias (que todavía tenemos), y estas expectativas y demandas ultra-democráticas (que ahora desarrollamos), se genera la situación de angustia o “disonancia democrática” en la que hoy vivimos: una enorme insatisfacción ante los límites que nos imponen nuestras instituciones. Hablo de insatisfacción o angustia frente a nuestra falta de oportunidades para participar en política; nuestras dificultades para controlar a nuestros representantes; nuestra incapacidad para sancionar directamente a los que ejercen el poder en nuestro nombre, y un largo etcétera.
Todo lo anterior pinta un paisaje sombrío y desalentador pero, en todo caso, y antes del desánimo completo, conviene reconocer la existencia de algunas luces interesantes, que definen posibles caminos de salida. Según entiendo, en todo este tiempo, han ido apareciendo novedades institucionales atractivas, que sugieren que no todo está perdido, y algo más. Por ejemplo, en toda América Latina se ha empezado a tomar más en serio el derecho de consulta obligatoria a las comunidades indígenas afectadas por decisiones políticas o económicas (i.e., la instalación de un emprendimiento minero en el territorio en el que conviven). Asimismo, ha comenzado a practicarse de modo habitual el llamado a “audiencias públicas,” en donde especialistas y no-especialistas son consultados sobre temas de interés público. Lo han hecho nuestros tribunales (i.e., en el caso de la contaminación del Riachuelo; en el de la educación religiosa en Salta; etc.); y lo han hecho también nuestros organismos legislativos (recientemente en el caso del aborto; antes para la discusión de la Ley de Medios; etc.). Estos son sólo indicios de que algo importante está ocurriendo. Lo que estas prácticas nos dicen es lo siguiente. Primero, ellas nos confirman que existe, en efecto, una situación de cansancio generalizado relacionado con el modo en que funcionan nuestras instituciones. Segundo, tales novedades sugieren que hay alternativas institucionales a mano, disponibles, que se pueden utilizar frente a aquella crisis, y además que esas respuestas tienen una impronta más democrática, y por tanto cierto atractivo. Tercero, lo que vemos es que esas prácticas tienen una enorme potencia, y que son bien recibidas (antes que rechazadas o resistidas), en general, por la ciudadanía.
Para concluir, entonces: en el marco de la “disonancia democrática” en que vivimos, nuestras instituciones muestran estar en profunda crisis. La buena noticia, en todo caso, es que la sociedad, lenta pero sistemáticamente, ha seguido buscando alternativas frente a la angustia democrática en que vive, y ha ido encontrando caminos atractivos, en esa búsqueda. El camino por andar parece ser muy largo y pedregoso, pero también –debemos decirlo- parece encerrar promesas interesantes.