Ana Brown, especialista en evaluación de idiomas y políticas lingüísticas de nuestra universidad, afirma que la educación a distancia en esta inédita escala masiva tiene desafíos que no habíamos imaginado y que recién empiezan a conocerse.

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Después de varias semanas de urgencia virtualizadora en el ámbito de la educación, es momento de reflexionar sobre sus consecuencias, en la medida en que la cotidianidad de la pandemia nos lo permita.

Para comenzar, me parece necesario distinguir dos escenarios. En el primero, el guión, la escenografía y la utilería estaban preparados de antemano; los actores ya habían tenido tiempo de repasar sus parlamentos. Se trata de las clases que se pensaron para ser dictadas en forma virtual. Eso conlleva toda una manera de entender el proceso de enseñanza aprendizaje, que en muchos casos heredero de la perspectiva constructivista, tiene como prioridad el trabajo colaborativo y la autonomía de los estudiantes. Una buena clase virtual lleva bastante tiempo de preparación previa, con materiales diseñados para dinamizar estos ejes de aprendizaje. Y depende, en buena medida, de estudiantes que se hagan responsables de sus propios aprendizajes, y de una retroalimentación precisa, acotada y constante del docente a cargo. Tal es el caso, por ejemplo, de los cursos de formación docente que brindó durante mucho tiempo la Dirección de Formación Continua de la Provincia de Buenos Aires. Con gran alcance territorial, estos cursos estaban diseñados para hacerse a distancia.

Y luego, un segundo escenario que se parece mucho más a la improvisación teatral, pero prácticamente sin entrenamiento. Se trata de irrumpir en escenas pedagógicas para las cuales el cuerpo y la palabra son prácticamente irremplazables: los cursos de inicial, primaria, media y aún la mayoría de los universitarios son nativamente presenciales. Pueden tener apoyos virtuales, pero la presencia y la conversación, tan particulares y democráticas, siguen siendo centrales para docentes y alumnos. Virtualizamos estas escenas por una necesidad de la contingencia, pero no por el deseo de generar nuevas pedagogías (lo cual, tal vez sería necesario, pero esa es otra discusión). Aquí observamos respuestas forzadas: clases por videollamada que duran lo mismo que las presenciales, por ejemplo, son una señal de que se traspasa una realidad a la otra, sin considerar las particulares condiciones de cursar frente a la pantalla. Es momento entonces de abrevar en  experiencias exitosas de prácticas virtuales y aplicar algunas ideas para generar soluciones que nos traigan alivio y no más preocupaciones.

Dado que el punto de partida es la incertidumbre, a continuación propongo cuatro ejes organizadores para que el árbol no nos tape el bosque y la herramienta no se anteponga a los objetivos pedagógicos.

 No, no vamos a rendir igual. Un buen punto de inicio es pensar primero qué queremos y podemos hacer con los estudiantes en cada contexto. Lo primero a superar es el paradigma de la productividad a ultranza: ni docentes ni estudiantes pueden rendir al máximo en esta situación de excepción. Eso no significa reducir contenidos o simplificarlos, sino jerarquizarlos de otra manera. Una buena pregunta en ese sentido es ¿cómo se conectan los estudiantes? ¿usan computadoras de escritorio o celulares? ¿tienen una buena conexión? ¿usan datos del celular? ¿cuántas personas usan la computadora en sus casas? Todo esto también vale para los docentes. No podemos imaginar escenarios homogéneos ni pretender respuestas homogéneas. Aquí no hay nada normal en ninguno de los sentidos de esta palabra. Esa es una de las razones por las cuales evaluar no es una prioridad.

 El tiempo en la virtualidad no es el tiempo de lo presencial. Las fronteras del aula desaparecen, los estudiantes pueden hacer actividades solos o en grupo en diferentes momentos de la clase. Por eso es central contar con consignas claras que los ayuden a aprender de forma más independiente. El docente no puede estar disponible las 24 horas: hay tiempos para hacer las tareas y para consultar.

Una clase de dos horas por videollamada es agotadora. Pero encuentros breves con objetivos precisos tal vez sean más productivos. Los que enseñamos idiomas solemos estructurar la clase presencial con momentos de conversación grupal, comentario individual, trabajo colaborativo y trabajo individual, con mínimas secuencias expositivas y mucho acompañamiento. Esa puede ser una inspiración. Y pensar desde ahí qué herramientas son necesarias y no al revés, siempre teniendo en cuenta que la vía de la comunicación virtual canaliza hoy la mayor parte de nuestros vínculos.

El espacio en la virtualidad es una gran forma de ordenar. Las herramientas pedagógicas online son grandes organizadores visuales: espacios de anuncios con tableros, espacios con herramientas para la producción escrita, lugares para alojar video o chat sincrónico, foros para la conversación asincrónica. Se deben evaluar las plataformas disponibles, mirar el mapa de cómo está organizada cada una e imaginar un recorrido para las clases. Evitar la centralidad de la herramienta permite organizar nuestras ideas y aprovecharlas en su mejor dimensión. 

La autonomía. La gran paradoja es que la autonomía frente al aprendizaje no es frecuente en los estudiantes. En los últimos años se observa este fenómeno particularmente en los ingresantes a la universidad. Las causas pueden ser múltiples:  se lo suele atribuir a la “mala influencia” de la tecnología; sin embargo es probable que este sea el momento histórico en el que más masivamente leemos y escribimos. Entonces, ¿qué cambió? ¿El vínculo con los docentes y con el conocimiento? ¿O el surgimiento de la fantasía de que toda la información está fácilmente disponible? Es difícil saberlo.

Lo que sí sabemos es que las tecnologías educativas fomentan y requieren autonomía. Trabajemos para lograrla con las herramientas de los medios digitales. La clase funciona con trabajo de los estudiantes. Los docentes no podemos solamente exponer y los estudiantes no pueden meramente escuchar. Todos tenemos que asumir nuevos roles, más interactivos, necesariamente. Este es el escenario pensado en abstracto, sin una pandemia de por medio.

Ahora bien ¿en qué consiste esta interactividad? La pregunta nos lleva nuevamente a lo vincular. Nunca se hizo tan evidente como en estos días la necesidad de contacto con otros, su ayuda y soporte. ¿Cómo generamos autonomía en este contexto? ¿Cómo y en qué espacios? ¿Pueden los docentes sostener a sus propias familias y a cientos de estudiantes “desvinculados”? En este punto la respuesta sí puede provenir del mundo virtual, al menos en parte: generar redes. Una de las virtudes de los entornos virtuales es fomentar el trabajo colaborativo. Quizás la clave sea descansar más en esas redes y menos en un vínculo radial con el docente, de por sí imposible de sostener.

Todos estamos perdidos en la espiral de los días que se parecen demasiado a sí mismos. Los trayectos pedagógicos pueden ser un sostén tanto para docentes como para estudiantes. Un lugar donde se avanza en algún sentido, aunque no necesariamente en el de la productividad y el del cierre de ciclos con programas completos. Pero ninguna de las estrategias funcionará si no pensamos todos estos problemas atravesados por lo vincular. Quizás una respuesta sea proponernos transitar esta coyuntura con una mínima regularidad, y, al mismo tiempo, priorizar el hecho de  que, entre ese docente que se esfuerza y ese estudiante que intenta, hay un vínculo muy humano aunque esté mediado por la tecnología.

 

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