Contra la moderación (Clara Beter, 2022) es el segundo libro del Seminario Permanente de Estudios sobre Rock Argentino Contemporaneo (SPERAC). Si el libro anterior mapeaba sobre las ruinas del rock, su supervivencia como cadaver, sobre el extractivismo musical, este nuevo trabajo conjunto, con ensayos tanto individuales como escritos a cuatro manos, busca profundizar y desarmar las cajas que aún quedan en pie. Un trabajo a favor de la escucha como potencia desclasificatoria, como captación de particularidades. En esta oportunidad les compartimos la introducción del libro escrita por Emiliano Scaricacciottoli, donde se presentan los lineamientos principales del trabajo que implica esta investigación y experimentación, que escapa a las comodidades tanto del periodismo como de la crítica de escritorio.
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…Que viajando, en el sonido,
lo soñamos ayer y lo cumplimos hoy.
“Mano brava”, Almafuerte, 1998.
Ya no hablamos de libros, hablamos de Obras. Quizás, suene pretencioso, soberbio, disciplinante. Sí, a veces nos ponemos, como diría Barthes (o lo que Nicolás Rosa recordaba de su díscola traducción) fascistas. Será la lengua, su ubicación errática en el tiempo presente o la resistencia del presente al tiempo. Siento, por orden de llegada, que este libro sigue constelado en una obra. Y como todo rascacielos, necesita de cimientos, de errores y de audacias. Así arrancó lo que voy a llamar el trígono aspectual de esta obra, con Las letras de rock en la argentina. De la caída de la dictadura a la crisis de la democracia (1983-2001) en 2014. Bíblico sendero de la personalidad, escritura del identikit, de fuertes referencialidades, de potencias en debate y de marcos anti metodológicos. Bebimos mucho con Oscar Blanco para que ese libro fuera iniciático. Bebimos sin límites, sin normativa y con una negatividad decimonónica tan hegeliana (bella, cierta y buena) que necesitó, muchos años después, precisamente a fines de 2017, ser destruida. La campana de la división. Escribir sobre las ruinas del rock argentino (2021) representó la instancia de destrucción: ya no hizo falta explicar hasta el hartazgo la ontología de la letra, el lugar de la poesía y de la literatura dentro de la carne de la letra (solita pero muy preparada, muy suelta, muy brava). Ya no hizo falta tampoco responderle al sociodismo, tan solo ubicarlo. Torearlo cuando se hacía el guapo, nomás. Ponerlo en órbita, dirían en mi barrio. Orbitar a otros es la decisión por la que uno vuelve sobre sus pasos y lee más allá de su presente, su propia ruina. Lo que ha sido de los tiempos en los que el 2001 construía un “adorable puente” con diciembre de 2017. Y morían compañeros y compañeras, y seguíamos hablando de rock. He aquí entonces, en esta campana que se desmoronó y que nos congregaba, el acto profanatorio. ¿Dónde estabas, te pregunto, cuando la Argentina ardía? Después, conversando con quienes hoy hacen posible el SPERAC, me dí cuenta que la pregunta del alma (del segundo aspecto de esta iniciación) era qué estabas escuchando. Me lo dijo Pato Larralde (que descansa en su paraíso de dolor, como predicaba) por teléfono, en la cruda cuarentena de 2020, un invierno desolador, por teléfono. Porque con Pato yo hablaba (por teléfono), a la vieja usanza, para que quede la voz impregnada. Escuchar, ahí estaba el misterio de mis maestros, de Rosa, Estrin, Perlongher, Reynolds, Libertella, Viñas, Trotsky, Jung. Los que escuchaban mejor eran los que menos explicaban. Porque el que explica pierde. Entonces, hubo una campana, hubo una comunidad con su historia y su Historia. En la lengua inglesa es más fácil de explicar, pero como no hay que explicar nada, diremos que ya no escribimos para hacer mapas, rutas, caminos, obra pública. Eso se lo dejamos a los becarios vitalicios, al Estado, a los que se ponen contentos cuando el Otro -mayúsculo- les da un espacio ficcional dentro de sus instituciones represivas. Yo conozco muchos represores contentos porque ahora la batalla inmunológica de la cultura es saberse (saborearse) con la muerte.
No, elegimos, por el contrario, la tercera iniciación, luego de ese gran derrumbe: la del espíritu. Nos espantamos como Silvia Schwarzböck con la búsqueda de certezas en lo general. Con el maravilloso mundo de las autobiografías, biografías, memorias y todo documento berreta “a pedido” del pacto con la estética. Es decir, de aquello que se impone evitando dilemas. Evitando gritos. Evitando confrontaciones. Preferimos evitar -si de negativizaciones o neutralizaciones se trata- el ablande. Cuando “ablandaron la milanesa”-una de las frases más lúcidas entre siglos, de las tantas lúcidas que arrojó Pappo en vida, con su Obra, digo, para les desprevenides– se convirtió el club del rock, de buenos amigos, en un problema vertical. Los géneros se homologaron en playlist, y la identidad mimética de su Historia (con la “h” que no suena nunca, en minúscula) se hizo un curso en alguna universidad nacional o peor aún: un corto, un micro en Encuentro, o alguno de esos canales con materiales sobredeterminantes para babearse haciendo otra cosa al mismo tiempo.
Rancière, que lo había entendido todo, hablaba de identidades “flotantes” o “indescifrables”. El problema era la volatilidad de la personalidad, de su Historia, de su relato, del peso muerto de su palmarés, de su discoteca (el almacén ese que habita en repisas en un rincón de un cuarto), el desgaste de las formas que se conocían y nos permitieron, en algún momento, cagarnos a puteadas de vereda a vereda. La luna de-en-frente. Barth habla de agotamiento, y nos vale solo para el alma. Cuando el alma discurre, deviene (negro, el mejor de los devenires guattarianos) es cuando encuentra polaridades. Pero para polarizar hay que tener el menos una fuerza (imaginaria) con buenas columnas, un trabajo de albañilería serio. Si no, caés rápido en eso que se llama ahora la tendencia de las artes híbridas. Todo es híbrido, porque no hace identidad con nada. Es un argumento psicópata (en el estadío de lo Real lacaniano) del rock que suena lindo para los naftalineros. Ya no hay más Beckett ni Keith Richards ni Alejandro Sergi, aquellos que recordaron tanto quiénes fueron en el origen (en su origen) que no necesitaron copiarse porque nunca se dejaron hospitalizar. Ya no hay más elogios a la Estulticia. Los chicos no piden rock, pero tampoco lo niegan.
Tampoco vamos a dejarnos engrupir por la tendencia de Simon Frith y la sociología de la música (el engaño de la terapia de la música, para eso preferimos la equinoterapia o la espeleología, porque dan vértigo, activan endorfinas) y a celebrar la teoría estética: segmentar o clasificar un estado del rock a partir de lo ya conocido. Entiéndase, darle un valor puro, áureo, sagrado. Esa no es tampoco la tarea de un espíritu. Su tarea es considerar al rock -en este caso, porque la escritura nos lleva siempre ahí- en una gramática de la guerra (Scwarzböck, 2015). Poner todo en tensión y despegarnos de lo creado.
¿Originalidad, vanguardia, novedad? Nada de eso. Escuche: “El intento de crear neoglosias, ¿es un intento de emancipación o solo un intento de crear “juego de palabras” que van desde la “panlingua” del deslumbrante pintor Xul Solar hasta Oliverio Girondo y César Vallejo, o son elementos fronterizos para sacarse de encima una lengua importada, una lengua foránea, en donde coinciden la imposición materna, la lengua materna como soberanía y la lengua nacional como imperio estatal?” (Rosa, 2006: 65). Ese intento elitista de lo neutro, barthesiano, al pedo, no sirve, ya no sirve. El alma que nos dividió, nos hizo demasiado fuertes para buscar novedad o sentido en lo que ya no lo tenía. Lo dijo Gito Minore en el “Prólogo” a La campana…, velamos mucho tiempo al rock como para ahora convertirlo en nicho o, peor aún, en el arte de la guerra. La guerra necesita de muchos otros lenguajes (o lenguas, hasta las nacionales) para vencer. Pero el olvido, que también es un arte, nos suele evidenciar que estamos demasiado encadenados al objeto del Otro, al deseo del Otro, a la lengua del Otro, como para llenar esa caja (retenga el lexema, va a ser de importancia de acá en adelante) de chucherías. Mi madre, que curaba (pero con capital institucionalizado), usaba cajitas para guardar cosas chiquititas que hacía sonar. Después, otra madre de la escritura, Laura Estrin, hizo su brujería en acto y me enseñó (yo aprendí, eso sí) a trabajar con el susurro fuera de las cajas. Con lo chiquito. No con la infancia. Eso se lo dejamos a Agamben, a los que traducen a Benjamin. Ganan guita con eso y está bien. Digo, a trabajar con la pequeñez que al tiempo se le extirpa o se le escapa. Lo que se discontinúa. Oímos voces, en este SPERAC del vril, que vienen del latifundio sonoro, del sonido cutáneo. No es un oxímoron: el sonido es cutáneo. La letra se toca, se acaricia, se estruja, o como sostiene Attali: “Nuestra ciencia siempre ha querido supervisar, contar, abstraer y castrar los sentidos, olvidando que la vida es ruidosa y que solo la muerte es silenciosa” (Attali, 1995: 11). A 20 Hz. Hay que escuchar ahí y en su extremo, como Wagner en La revolución de 1948, como Marx, el mismo año, porque “la música -sigue Attali susurrándome- como la droga, es intuición, vía hacia el conocimiento. ¿Vía?, no: campo de batalla”.
La gramática de la guerra en el cuadrante partíl de esta escritura (alineada con la trompada, nada conciliadora), que, insisto, superó la fase de la personalidad, atravesó el alma (la discordia) hacia lo diurno, vuelve a escuchar pero fuera de lo que su cultura ordena. Molesta ahí, cuando Meschonnic tiene que hablar de los traductores, de los mercaderes del saber, por ejemplo: “La poética, en lo que se escucha, en lo que se dice, busca la escucha contra la razón del signo” (Meschonnic, 2007: 9). Oír los acentos, el “hilo” de una vida, es considerar callarse, dejar que otros lo expliquen mejor que uno y no presenciar ese bochorno. No encontrarás aquí las respuestas hacia dónde. Evitar los folletos (el ablande, claro) es combatir en sus propios territorios. Le llamaron blues, funk, trap, hip hop, indie. Le llamaron, como a todo demonio, por su signatura rerum. Entonces, a los sordos ni cabida. Porque el sordo -vuelvo siempre a Meschonnic en este instante- creyó más en Hegel que en Humboldt. Solo por ser un desplazado, un intempestivo de las cajas, de los cofres donde se ordenaba el mundo. Hegel aprisionaba los sonidos, Humboldt los dejaba latir hasta que su propio tímpano se impregnara de esos colores, de esas lenguas, de esas macabras formas de desteologizar el pensamiento. Y para eso hay que pelearse hasta con la pretérita gramática de la guerra: volver sobre ella, sobre sus modos de acción y re-escribirlos hasta el paroxismo. Por eso no le tememos a lo que Eluard anunciaba (o prevenía) de los críticos de poesía: no le tememos a las parasitarias fuentes, fichas, marcos bibliográficos. Perderles el respeto, ganarlos para nuestra batalla y dejar que esas cajas ya signadas, ya nombradas, ya manoseadas por otras voces, hablen. Nos hablen.
En épocas del “cero riesgo”, plantea Badiou en Elogio del amor (2012), la “amenaza securitaria”, la idea imperialista de la guerra con “cero muertos”, emerger seco de la pileta, coger con desinfectante; bueno, en estos tiempos de La expulsión de lo distinto, así lo titula Byung Chul-Han en 2015 y está bien (mal pero bien), el exceso de lo igual solo hace crecer la plantita de lo mismo. Lo igual no duele, no sufre, no hay aconteceres, disuelven los ruidos para parquizarse en el Otro ya conocido, ya dado. “Rock soy yo”, dice Trueno. Ok, si esa cajita te permite efectivizar el loop interminable del Yo, solo hay eco, pibe. Solo hay referencia narcisista. No escuchaste nada, y seguramente no entendiste nada de lo que escuchaste. ¡La única madurez surge del conflicto! De la gramática del conflicto, de la riña. No de la herencia, de la pesada herencia. Dejémosle la pesada herencia a los hacedores de alienación. Volvamos a ser oyentes, a ver si antes de ponernos lo que suena en tu remera, nos ponemos lo que suena y después la remera. Lo que no nos suena (lo que no saboreamos nunca antes por ser frágiles y sordos, sordos de mierda), lo que nos invade. La aceleración de Trueno, ponele, para ensañarme con alguien L-Gante, yace detrás de la impermanencia (de la transitoriedad). El Kali Yuga, el fin de un enunciado tal cual lo conocíamos. Pero pretender la dirección del movimiento imprevisible del rock cuando suena (no cuando se compacta para vender, atención), nos obliga a tener una posición en el tiempo. “Child in time”, cantaba Gillan en el 70, hoy sería imposible parir una letra así; la mismidad de la letra no se lo permitiría. Dolería demasiado. De Toffler, al mismo tiempo que Gillan escribía esa letra, y en sintonía con Trueno y su inconsciente: “Hoy (…) anfetaminas y tranquilizantes… Irritación, abundancia y olvido. Mucho olvido” (Toffler, 1970: 6). El problema del inconsciente del rock, de su perturbable encadenamiento a la celebratoria misa presente de su pasado (sic) sigue siendo la resignación en su modulación viva. En su ontogénesis mudable. En sus ritualidades sobre-escritas. En el “giro malestarista” (Exposto y Rodríguez Varela, 2020). Abrir esas cajas, en la mudanza inevitable del rock, es también encontrar el rostro del espanto o el refugio negacionista. No importa, es abrirlas, incomodarlas, tajearlas, dejarlas moribundas en su desolación como Obras muertas (que ya no se hablan ni entre sí) o ultrajarlas. El rock le teme a ese devenir negro cuando se convierte en discurso. Será por eso, repito porque puedo, que habrá que pensar nuevas Poéticas (antropomórficas) sobre las ruinas que dejó la campana, la caída demiúrgica que ya no puede orientar, ni señalar con el dedo.
Mientras nuevas iglesias, templarias, impecables organizaciones censoras de la clase dominante (porque el psicoanálisis es su herramienta, y también habrá que expropiarlo) y organizaciones veedoras de la normalización psico-porno-farmacológica del sonido (ya no estamos pensando en formaciones del discurso, sino de los ruidos que emergen de las ruinas) acaparan los catálogos de casas editoras preocupadas en la tarea de capturar y desconectar esos sonidos con sus políticas de re-escritura, seguiremos escuchando la misma canción al final del fogón. Ni fogón, ni canción, ni letra. Angustia. Un poco de música para pastillas en el Ministerio de Obras Públicas, de Infraestructura -los De Vido del régimen de la máquina de un solo ojo- y que el show continúe.
En esta aporía del presente vía streaming, volvemos a las magias de Borges, Milton, Homero, Lamborghini, Uhart y a oídas, de noche, solos y sin planes, seguimos dialogando con nuestros ancestros, ya sin respeto, ya sin mochilas, ya sin reverencias, ya sin cruces. Abramos las cajas, o las Poéticas de ensueños del rock, abramos y desclasifiquemos todo. El horizonte solo viaja en el sonido.
Bibliografía
Attali, Jacques (1995). Ruidos. Ensayo sobre la economía política de la música. México, Siglo XXI.
Badiou, Alain (2012). Elogio del amor. Buenos Aires, Paidós.
Barth, John (1967). Literatura del agotamiento, The Atlantic Monthly, vol. 220, núm. 2.
Chul-Han, Byung (2017). La expulsión de lo distinto. Barcelona, Herder.
Exposto, Emiliano y Rodríguez Varela, Gabriel (2020). Manifiestos para un análisis militante del inconsciente. Buenos Aires, Red Editorial.
Frith, Simon (1987). «Towards an aesthetic of popular music» (en Richard Leepert y Susan McClary (eds.) The politics of composition, performance and reception. Cambridge: Cambridge University Press, pp. 133-172), traducido por Silvia Martínez.
Meschonnic, Henri (2007). La poética como crítica del sentido. Buenos Aires, Marmol-Izquierdo Editores. Traducción de Hugo Savino.
Rancière, Jacques (2010). El espectador emancipado, Buenos Aires, Manantial.
Rosa, Nicolás (2006). Relatos críticos: cosas animales discursos. Buenos Aires, Santiago Arcos.
Schwarzböck, Silvia (2015). Los espantos. Estética y post-dictadura, Córdoba, CuarentaRíos.
Toffler, Alvin (1970). El “shock” del futuro. Barcelona, Plaza & Janés.