Comenzar la universidad es un salto grande. Para la mayoría, la primer etapa de su camino en la UBA, el CBC, supone un cambio inconmensurable en relación a las otras etapas anteriores. Hay que aprender a manejar nuevas responsabilidades, nuevos niveles de autonomía, sortear obstáculos y dificultades administrativas e intelectuales, hacerse de nuevas herramientas y desarrollar nuevos niveles de tolerancia frente a posibles frustraciones. En esta oportunidad, Valentina nos presenta una crónica de su experiencia en su primer cuatrimeste del Ciclo Básico Común.
* * *
Empezar el CBC implica romper con muchas cuestiones. En mi caso, la primera, la que desató una gran polémica, fue dejar de repetir un discurso tan erróneamente trillado como lo es “el CBC es un filtro”, “una molestia”, “una traba en el sistema para que no llegues a la carrera, porque hay mucha gente, viste. Hay que eliminarla”. Bueno. No. El CBC no es una instancia eliminatoria, para eso hubiesen puesto un único examen en el que entren los mejores puntajes y ya. ¿Es una molestia? Quizá. Pero no una molestia que se toma el estudiante, sino principalmente, una molestia que se toma la misma Universidad de formarnos para que abandonemos el perfil del estudiante escolar y seamos estudiantes universitarios, con todo lo que esto conlleva (que todavía estoy aprendiendo).
En fin, desterrar la idea del CBC como un campo de tortura nazi, o como un conjunto de cyborg-profesores que quieren arruinarte la vida, la carrera, para que no llegues, para que no puedas, fue el primer paso. Si entraba a la cursada con esto en mente, mucho no podía exigirme, porque iba a cargar con un gran resentimiento a algo que, en realidad, no tiene la culpa de que la mayoría no hayamos salido realmente preparados de nuestros secundarios y no se nos pueda exigir un nivel de cultura apropiado para encarar una carrera de grado.
El segundo prejuicio que se me desplomó -que parecía, de hecho, bastante divertido- es el de la extrema politización de la UBA. Me lo pintaron como una llovizna papeles de partidos, que me iban a interrumpir todas las clases para “reclutarme” para militar, como si la UBA fuese un mundo post-apocalíptico en crisis de representación extrema. No. Tampoco. Los stand están, sí, pero no interrumpieron ninguna de mis clases, ni me persiguieron hasta mi casa, ni siquiera me dieron información que yo no solicité.
Lo que sí es cierto es que hay filas larguísimas para entregar los papeles, que a veces te enterás de que existen de formas muy milagrosas y llegás con lo justo, de suerte. Lo peor de los trámites son las caras de hastío de quienes hacen la cola, caras que desean morir, que ya fueron a tres lugares distintos para conseguir un sello o un certificado y ahí están, con un turno más, lejos de la ventanilla, invirtiendo otra tarde, otro colectivo y otro pedazo de voluntad pensando que, si tienen suerte, no hay un cuarto lugar al que viajar y pedir otro sello, o papel, o certificado. Sí, dejamos mucha vida en la burocracia.
La cursada, para mí, en algunos casos fue maravillosa y, en otros, muy odiosa. Tuve la mala noticia de que, en mi CBC de Letras, tenía que cursar Economía, que es una materia muy interesante para mucha gente pero no para mí. Antes de empezar con las técnicas de estudio, tuve que buscar técnicas para no dormirme. El profesor le ponía toda la onda, pero no había caso, en algún momento, cabeceaba y los apuntes perdían su coherencia. Por suerte, cursé esa materia con pibes y pibas de Comunicación Social que tenían la extroversión ultra-desarrollada y en la primera clase ya habían armado un grupo de whatsapp y habían enviado todos los memes posibles. Pedir apuntes o hacer una consulta, era fácil.
Ahora, en Filosofía, esto de la interacción social, se te complicaba un poco. Todos estudiantes de Filosofía o Letras juntos, con una personalidad en tendencia introvertida, gente que, por lo general, tiene más trato con libros que con personas, o sencillamente, lo segundo le interesa muy poco. Pero, de alguna manera, sentía que había una conexión, aunque no habláramos, aunque antes de que llegara el profesor el aula fuese un velorio, un pozo silencioso, una quietud extrema, había una unión; a la mayoría nos brillaban los ojos cuando el tipo llegaba a las nueve en punto y empezaba a hablar de cosas que alguna vez habíamos leído o que no, pero que nos interesaba leer. Si decía algo que sonaba asombroso, si leía una cita que era un golpe directo al cerebro, que te movía toda la estantería, que cuestionaba todo lo que sabías hasta el momento, nos mirábamos entre sí porque sabíamos que al de al lado le pasaba lo mismo. Pero cuando salíamos, esa magia parecía esfumarse: éramos gente desconocida de nuevo, acercarnos para hablar de cualquier cosa parecía arriesgado, una desubicación, un exceso de confianza. Aunque, con el tiempo, con acercamientos cautelosos, en esos mini-descansos de dos minutos que no te dejaban ni terminar el cigarrillo, nos hablábamos, nos contábamos dos o tres cosas y después volvíamos a entrar. Nunca armamos un grupo de whatsapp, a veces ni nos acordábamos nuestros nombres, creo que hubo gente que ni miré a la cara. Pero los quise más que a los de Comunicación Social, que hablaban tanto que me obligaban a ser partícipe de situaciones que suelo evitar, como que me inviten a comer al McDonalds con gente que, en definitiva, no tengo tanta confianza y tenga que negarme y ser la ortiva del grupo. O tener conversaciones que no quiero tener, que me retrasan o preguntas incómodas o aburridas que prefiero evadir, como qué pienso del mundial o qué rimmel uso. En fin.
También cursé los sábados. Fue muy molesto y gracioso a la vez. Creo que yo me lo tomé muy en serio porque no salí ningún viernes para estar descansada al otro día, pero hubo gente que no tomó esos recaudos. Había minas que en Junio caían a la clase con un camperón grande que, en algunos descuidos, dejaba ver un top brilloso que demostraba que ni siquiera se habían tomado la molestia de cambiarse después de ir a bailar. Ni hablar de los maquillajes exuberantes o corridos, o de las siestas que se pegaban uno al lado del otro.
Ahondada la cursada, descubrí que los estudiantes de la UBA generan un sentido de pertenencia a la Universidad increíble y muy rápido, incluso yo lo desarrollé, que siempre me sentí ajena a todo sitio al que asistía. Asumo que esto emerge cuando entendés que hay algo en la Universidad, en nuestra Universidad, que funciona a pulmón, a voluntad, a querer que funcione, a no asumir ni negociar que ese mundo académico construido hace décadas caiga en decadencia. Porque sí, porque toda facultad podrá variar su cultura, sus formas pero, en definitiva, la Universidad de Buenos Aires y la mayoría de sus estudiantes caen enamorados cuando la conocen y se sienten importantes y entran con el pecho inflado a pesar de saber que adentro no hay estufas, o los bancos están rotos, o no hay ingresos o que recibirse en ella sea algo bastante dificultoso. Y no lo romantizo, porque hay algo combativo en la UBA, una denuncia, un reclamo constante. Al menos, en mi CBC de Avellaneda así es, los pasillos atiborrados de estudiantes se enervan ante las injusticias sociales, ante la lucha de las paritarias de sus docentes y la ausencia de un Estado. Muchos entran desconociendo que esto existe y salen con conciencia. Y no es adoctrinamiento por parte de la UBA, es experiencia. Y convicción.
Después surge un fenómeno que me resulta un tanto cómico: en algunos o algunas suscita un odio muy profundo ante las universidades privadas. Se escuchan frases como “El que sabe, sabe. El que no, va a la privada”. No sé bien qué es, quienes van a la privada y sufren esto, dicen que es por “desclasados resentidos” u, otras personas no tan severas, sólo usan “resentidos”. Pero este tema debe incumbirle a un estudioso de fenómenos sociales más que a mí.
Otra cosa que viví este primer cuatrimestre fue disfrutar de libertades que no tenía en el secundario y, por tanto, aprender a administrarlas: podía irme cuando quería, faltar cuando quería y ninguno de mis tres profesores me tomaba falta ni me pedía explicaciones ni tampoco creo que le importara mucho. Lo único era no irme en cualquier momento porque esto rozaría la falta de respeto, pero si tiraba la “bomba de humo” en algún corte, no pasaba nada. Sólo la posterior crisis de no tener los apuntes. Y ahí entendés por qué no tenés que irte o faltar. Tampoco nadie estaba fijándose en mi ropa, si mi pollera era dos dedos más corta nadie iba a sancionarme, como tampoco si mi jean era negro en vez de azul. Ni si fumé un cigarrillo en el patio, o lo que fuese.
Estudiar para los parciales fue otro desafío y dos días de anticipación, por lo general, no bastan a no ser que quieras jugar a la ruleta rusa de eliminación de temas. Siempre te toca el que no preparaste.
Igual, en esta frontera, siempre te tienen algún mínimo de paciencia e intentan explicarte todo lo más posible y te aniquilan un poco el drama. Ir a final no es tan grave (a menos que estudies con dos días de anticipación).
Y así es como termina mi primer cuatrimestre de esta preparación: a los golpes, al ensayo y error, entre filas para los certificados y noches sin dormir y café, aulas que se van vaciando después del primer parcial, rodeada de gente que, a veces, tira muy buena onda (cuando no están odiando a las universidades privadas) y aprendiendo. Sin duda y sobre todo, aprendiendo a que este mundo académico no me coma y muera antes de recibirme.