Desde mediados del siglo XX, el interés por estudiar en la universidad creció sin pausas. En cada etapa de la historia de las universidades nacionales representó un desafío de múltiples dimensiones ¿Qué formas específicas adquiere hoy el desafío de asegurar el acceso a la universidad a la mayor cantidad de personas?En esta oportunidad, Mónica Marquina reflexiona sobre las posibilidades de acceso a la educación universitaria hoy en día.
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Sin dudas la universidad argentina, a lo largo de su historia, fue el ámbito en el que se ha visto reflejada la democratización de la sociedad en dos sentidos. Por un lado, en cuanto a las formas en la toma de decisiones al interior de las casas de estudio. Por el otro, respecto de qué nuevos sectores fueron accediendo de manera creciente a los estudios universitarios.
El movimiento de la reforma universitaria significó que sean los jóvenes los que se plantaran frente a un orden, el orden conservador, en el cual quienes gobernaban y tomaban decisiones eran los profesores vitalicios, el gobierno de la elite. A la vez, la universidad estaba limitada a los hijos de esas elites y desde allí se reproducía la dirigencia del país. Lo que logra la Reforma es la apertura de ese espacio de toma de decisiones a un gobierno colegiado, a un co-gobierno en el cual la voz de los estudiantes y la voz de los graduados fueron clave. Y además, el movimiento de la Reforma posibilitó que ya no sea solo la elite la que accediera a las casas de estudio, sino también que los sectores medios entraran a la universidad. Pero esas nuevas voces en la universidad no fueron más que la representación de las nuevas voces sociales que emergían a la arena política, los sectores de clase media. Por tanto, la democratización de las decisiones en la universidad, representada por el cogobierno, y la presencia de nuevos sectores sociales, fue el reflejo de la democratización de la sociedad argentina.
¿Qué implica hoy continuar ese legado de mayor apertura de la universidad a nuevos sectores? Creo que responder a este interrogante hoy es más complejo, porque “el orden conservador” actual es más difícil de reconocer.
Estamos ante dos discursos que a mi criterio son igualmente conservadores. Por un lado, el del “eficientismo” característico de los 90, que cada tanto aparece y plantea que la universidad es ineficiente por tener escasos graduados. Es el discurso que sostiene que a la universidad deben ir los mejores, los que realmente lo merecen. Y a continuación, plantean de nuevo el arancel, los exámenes de ingreso y los cupos. Incluso este discurso no solo proviene de los tradicionales sectores intelectuales conservadores, sino que en algunas ocasiones proviene de sectores que se llaman progresistas.
Ese discurso eficientista tiene una contracara que es tan conservadora como ésta, pero además un tanto demagógica y, por qué no, engañosa. Es el discurso de la “inclusión excluyente”, que sostiene que la inclusión es igual al ingreso irrestricto, sin más. Este discurso es el que hizo que a fines del 2015, antes del cambio de gobierno, de manera irresponsable se efectuara un cambio en la ley de educación superior, que instaló la eliminación de todo tipo de mecanismo articulador y regulador del ingreso a la universidad.
Esto que puede sonar provocador merece una explicación. ¿Por qué digo que es un discurso demagógico y engañoso? Porque hay una realidad, y es que un discurso de este tipo lo que genera es la falsa expectativa de que cualquiera puede ir a la universidad, permanecer y graduarse. Desconoce que no todos están en las mismas condiciones, y desconoce la riqueza de experiencias que las universidades han realizado durante más de 20 años para asegurar mecanismos de nivelación, de remediación, de articulación con la escuela secundaria. Muchos de los cuales terminan, luego de muchas posibilidades de recuperación, en uno o más exámenes, pero que forman parte de los medios por los cuales las universidades han encontrado los caminos propios según sus características.
Hay una realidad que es incontrastable: sólo un 50% de los alumnos secundarios termina ese nivel. Y la mitad de que los que continúan estudiando en esa universidad que se proclama “abierta” fracasan al promediar el primer año, porque sólo el 50% continúa en el segundo. Finalmente, sólo el 26% de los que ingresan se gradúan a tiempo. Y el 70% de esos que se reciben provienen de los hogares de mayores ingresos.
A la demagogia y al engaño le agrego, entonces, cierta perversidad. Porque ante el fracaso, este estudiante ¿qué es lo que cree? Que el fracaso se debe a sus limitaciones, cuando en realidad hay un contexto que no sólo no le posibilita continuar, sino que además le generó falsas expectativas para ingresar y después no poder seguir. Entonces a ese discurso también hay que discutirlo, porque también es conservador. Este discurso ha generado, por ejemplo, que en varias de las carreras de medicina, al desmantelar sus duros exámenes de ingreso, se plante un falso acceso abierto que se derrumba con nuevas “materias filtro” en el primer año, por lo que en realidad, nada cambia. En todo caso, se le permitió seguir un poquito más a aquel que de todas maneras no iba a poder seguir, en lugar de ayudarlo a arrancar mejor nivelado.
¿Desde dónde ubicarnos en esta tensión entre dos discursos conservadores? Un primer paso es comprenderlos y responderles: Al discurso eficientista, decirle que lo que genera la exclusión es mayor desigualdad, y que en el siglo XXI hay que asegurar condiciones para que los más desfavorecidos, con ganas y capacidad, puedan entrar en la universidad, permanecer y graduarse. Probablemente, si tarda un poco más de los 5 años que la eficiencia dice que tiene que cumplir, las universidades pueden prever estas situaciones, definir estrategias propias y asegurar la graduación.
Pero ¿qué respondemos al otro discurso que, a simple vista, suena progresista cuando no lo es? Que la expectativa del ingreso abierto es una falsa inclusión. Que el discurso de la inclusión demagógica es un discurso perverso, porque la real inclusión debe asegurar no solo el ingreso, sino la permanencia y la graduación. Y de eso es lo que justamente se desentiende cualquier propuesta que plantea, simplemente, derribar todo mecanismo de acceso desentendiéndose de lo que pasa después. Allí está el lugar de las universidades y del propio Estado para asegurar que aquel que entra, permanezca y se gradúe.
Allí es donde hay que trabajar, en los programas de articulación. Por ejemplo, el programa “Nexos” apoya el desarrollo de proyectos de articulación entre la secundaria y la universidad. Pero, a diferencia de otros años, asegura que intervengan todas las partes: las provincias, las escuelas y las universidades. Ahí tienen que estar los estudiantes, para que no se limite a una articulación de los docentes de un nivel con los docentes del otro. Tienen que estar los estudiantes universitarios ayudando a los estudiantes de la escuela secundaria, colaborando en la detección de los problemas que hoy genera la brecha entre un nivel y otro.
Los programas que apuntan a mejorar las condiciones de equipamiento e infraestructura colaboran con la inclusión. Por ejemplo, el fortalecimiento de los laboratorios en los primeros años de formación de las carreras de las ciencias exactas, para que todos tengan todos los elementos necesarios; el de las prácticas de trabajo experimental, para que las clases de los primeros años no sean solo teóricas. Está claro que un docente desde el frente, con 300 estudiantes, diciendo cómo se hace algo, no sirve. Hay que generar los espacios de práctica, hay que enriquecerlos. Y allí tienen que estar los estudiantes para asegurar que esto se cumpla.
También ayudan a la inclusión las formas de eliminación de las trabas para la continuación de los estudios suspendidos. Opciones para que esos estudiantes que no se inscriben en el segundo año no pierdan las materias cursadas, y le sean reconocida en la misma, en otras carreras o en otras instituciones. Para ello, el Sistema Nacional de Reconocimiento Académico avanza en la construcción de acuerdos entre carreras e instituciones para que los estudiantes transiten por el sistema aprovechando orientaciones que no tienen en sus propias instituciones, o recuperando experiencias de formación para asegurarles la continuación y la graduación.
En síntesis, pensar una genuina democratización o, como hoy se dice, “inclusión” implica ir mucho más allá de “abrir” las puertas de la universidad. Significa el desafío de asegurar condiciones de buen ingreso, articulado con la escuela secundaria. Implica asegurar condiciones de permanencia, con planes de estudio factibles de ser completados en el tiempo previsto, con clases motivadoras, con posibilidades de realización de experiencias fuera del aula, en otros ámbitos e instituciones. Con espacios institucionales que permitan a los jóvenes estudiar cuando no cuentan con condiciones en sus hogares, con espacios de practicas de alto nivel, que acerquen a los jóvenes al ejercicio de la profesión desde su formación temprana.
Finalmente, la construcción de estas estrategias, además de estar pensadas para los estudiantes, deberían ser realizadas con ellos, desde los espacios de decisión que ya desde el ´18 los reformistas aseguraron para lograr una universidad realmente democrática. Estos son los desafíos que no sólo nos interpelan a los docentes, sino principalmente a los estudiantes de la reforma universitaria del siglo XXI.