Mary Beloff pone en cuestión los discursos que afirman que el derecho penal avanza en sentido opuesto al de los derechos humanos.
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Desde hace bastante tiempo con frecuencia se escucha, en medios académicos y judiciales, que existe una tensión irreductible entre la ley penal y los Derechos Humanos. ¿Es real esa tensión? Si fuera así, inmediatamente nos veríamos obligados a concluir que una sociedad respetuosa de los Derechos Humanos no debería contar con un sistema estatal organizado de reacción a los delitos; pero esa conclusión resulta contra-intuitiva. Argumentaremos, además, que no responde a la propia lógica ni exigencias del Estado de Derecho.

Para comenzar, este planteo soslaya —por decir lo menos— principios básicos del sistema constitucional argentino y aún del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Por ello es que, desde el punto de vista normativo, el Derecho Penal no tiene que ser pensado como una rama del Derecho que se contrapone con los derechos fundamentales, sino como un mecanismo para su aseguramiento. En este sentido puede decirse, que, en general, la ley penal existe como garantía de la autonomía y de la libertad.

Si se lo observa detenidamente, es posible advertir que todo el Derecho Internacional de los Derechos Humanos ―al que con mucha visión de futuro Carlos Nino le prestó considerable atención― exige que se utilice la ley penal como herramienta para la garantía de derechos fundamentales. Concretamente, el sistema internacional de protección de Derechos Humanos (tanto universal como regional) demanda a los Estados, entre muchas otras cosas, que activen sus sistemas penales para proteger esos derechos. A tal punto es así que en prácticamente todas las normas internacionales en la materia se exigen tres acciones: la tipificación penal de las conductas que impliquen violaciones a derechos fundamentales, el juzgamiento de los perpetradores y la sanción de los culpables. Al mismo tiempo, todos los tribunales internacionales encargados de monitorear el cumplimiento de esas reglas sistemáticamente condenan a los Estados por no haber utilizado su justicia criminal (o bien haberlo hecho de forma inapropiada, insuficiente, tardía, etc.), para perseguir, enjuiciar y condenar a quienes atentaron contra los derechos amparados por esos tratados.

De modo que, para asegurar nuestra libertad, nuestros derechos fundamentales internacionalmente reconocidos, el mismo sistema de protección de esos Derechos se estructura sobre el Derecho Penal.

Pero esto no es algo nuevo en el sistema legal argentino. Esta misma idea aparece en el momento fundacional de nuestro Estado, en nuestra Carta Magna,  de forma clarísima. Es en este punto y con este sentido que puede interpretarse a la ley penal, la ley represiva[1] por excelencia, paradójicamente, como emancipatoria. El ejemplo más nítido sea quizás que la Constitución Nacional estableció, como mecanismo para asegurar la libertad de todos los habitantes de la Argentina, que la esclavitud fuera un crimen (art. 15, CN). Con el mismo sentido más recientemente se ha reclamado la tipificación de la violencia de género o los crímenes de odio, sin que razones de eficacia empírica debilitaran la justicia del pedido.

Por eso me parece que esta temprana idea de los fundadores del país retomada posteriormente por el derecho global, debería constituirse en el punto de partida para pensar el sentido y la función de la ley penal en la democracia.

Hay un aspecto adicional que merece ser considerado. Quizás la sociedad tenga un problema más profundo, que supera cualquier discusión de coyuntura sobre alguna ley específica o alguna sentencia judicial en particular: ella no ha saldado su discusión sobre el sentido del Derecho y la función de la ley penal en democracia. Ello se ve, además de en discusiones cotidianas, en encuestas que muestran que, frente a un problema, muchas personas apelarían a diferentes formas de acción directa antes que a la intervención estatal expresada en el recurso a mecanismos legales.

Se han explorado diferentes hipótesis para explicar nuestra desconfianza hacia la ley. Carlos Nino desarrolló el tema de manera magistral en su extraordinario libro Un país al margen de la ley, toda una definición de la República Argentina. Está la hipótesis histórica sobre el origen de las instituciones argentinas, la tradición inquisitivo-española y su tensión con el ideario liberal ilustrado. Está la hipótesis cultural expresada en clásicos literarios que intentaron definir la identidad nacional, como el Martín Fierro. Incluso se barajan hipótesis desde la psicología y la teoría psicoanalítica, en relación con una subjetividad que no puede resolver ni manejar su autonomía ni su libertad en relación con los límites, de forma no traumática.

Pero, más allá de las diferentes hipótesis, no se requiere una inteligencia excepcional para darse cuenta de que la herencia de las sucesivas interrupciones del Estado de Derecho y, en particular, de la tragedia en múltiples sentidos que implicó el último régimen militar, pesa mucho sobre la extendida desconfianza de la población hacia la autoridad que expresan las instituciones penales. En este punto podría perfectamente recurrirse a una interpretación psicoanalítica referida a una dificultad colectiva para sobrellevar y superar el trauma social que significó la última dictadura militar: en treinta y cinco años no ha sido posible disociar la terrible y criminal actividad estatal al margen de la ley que tuvo lugar en aquel dramático período de la historia argentina, de la idea de que el Estado puede y debe legítimamente reprimir conductas que estén por fuera de la ley, para asegurar los derechos fundamentales de todas las personas.

Es significativo que reflexionar sobre este tema sea todavía un problema para una buena parte de los pensadores y para quienes (en ocasiones de manera superficial) intervienen en los debates públicos sobre el sentido, contenido y alcances de la política criminal del Estado. En esos intercambios se hace muy difícil imaginar una reacción estatal legal y legítima frente a los diferentes hechos ilícitos que afectan la libertad, los derechos y hacen infelices a los habitantes de diferentes maneras. Esta dificultad nos deja atados a interpretaciones en ocasiones maniqueas, en otras ingenuas, sobre la función de la ley penal; y, para perjuicio de todos, nos impide resolver democráticamente muchos problemas de la convivencia y el orden público. Mientras no sea posible  resolver estas dificultades, se corre siempre el riesgo de que se imponga la acción directa por sobre la confianza en la ley y las instituciones, lo cual nos impide disfrutar de los beneficios de una democracia robusta y de una sociedad que garantiza a todos sus habitantes todos sus derechos, incluida la seguridad en todos sus sentidos.

Por ese motivo es imperioso desarrollar un diálogo democrático sobre cuáles son las bases necesarias para asegurar condiciones para una vida digna;  en palabras de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, condiciones que implican desde luego, como punto de partida, igualdad de oportunidades y dignidad social, pero también seguridad y tranquilidad para desarrollar el plan de vida que cada uno elija, sin interferencias injustificadas de agentes estatales o de terceros privados que, al cometer delitos, lo frustren.

Este diálogo democrático requiere, por un lado, problematizar la eficacia de la ingeniería institucional estatal; y, por el otro, un intercambio entre sujetos autónomos que están dispuestos a respetarse y a argumentar racionalmente.

En relación con este último punto, una idea del principio de autonomía entendido como autolegislación implica pensar en las normas como postulados que nacen del consenso entre sus destinatarios. La norma penal no debe ser ajena a esta idea. De allí que sea posible pensar que la definición de las acciones que constituyen delito en una sociedad determinada, como también las consecuencias legales disvaliosas que acarreen, deban basarse en un debate abierto y sincero en la sociedad.

En una democracia representativa, los legisladores son quienes aprueban las leyes; pero esa actividad no puede estar desvinculada de los argumentos que puedan plantear quienes serán futuros destinatarios de esas leyes.  Estos debates pueden darse tanto en el propio recinto del Congreso, a través de las reuniones de las comisiones parlamentarias, como también a través de distintos organismos, expresiones populares y en el amplio abanico de posibilidades que ofrecen hoy las redes de comunicación, siempre dentro del marco del respeto y la argumentación racional de sujetos autónomos. La ley penal que surja de ese diálogo democrático debe caracterizarse por el anclaje en los valores comunitarios, con un profundo respeto por las opiniones de las minorías que deben también estar representadas en esas legislaciones.

Ello así puesto que otro punto muy importante que debe tenerse presente respecto de la ley penal de la democracia es el de su dependencia de la Constitución Nacional. Cuando se habla de diálogo democrático, este diálogo no puede estar al margen de los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución, cuestión que se conecta con el respeto a las minorías o a las opiniones minoritarias. John Stuart Mill fue el pensador que con más claridad advirtió este problema, cuando en su clásica obra Sobre la libertad alertaba acerca de los riesgos que podía correrse a través de la imposición de las mayorías por sobre las minorías. Es por ello que desarrolló con mucho detalle los contornos de los límites de la intervención sobre las libertades individuales a partir del principio del daño. De ahí que sea posible decir: sólo pueden restringirse los comportamientos mediante la ley penal cuando ellos dañen a terceros. Esta afirmación no es sino expresión del principio de reserva que la Constitución Nacional formula en su artículo 19.

En cuanto a la ingeniería institucional, más allá de la tecnología procesal, desde el punto de vista de los mecanismos punitivos que pueden utilizarse la ley penal de la democracia debe necesariamente considerar los aspectos nocivos que acarrea el encierro y, por lo tanto, recurrir siempre que sea posible a mecanismos no privativos de la libertad, salvo en casos de graves afectaciones a derechos fundamentales. En este sentido, es auspiciosa desde el punto de vista democrático la mayor participación de la víctima (excluida históricamente de la justicia penal inquisitiva) que se ha desarrollado en mayor medida en el último tiempo, más allá de ciertas complejidades que introdujo en los procedimientos.  Para concretarla hace falta no sólo brindar mecanismos procesales para asegurar su posición activa dentro del proceso, sino también una institucionalidad robusta que brinde la contención suficiente y necesaria que contribuya a disminuir los efectos nocivos del delito, así como también a evitar la revictimización.

En definitiva, ante la pregunta respecto de la relación entre el Derecho Penal y los derechos fundamentales es posible concluir en que el primero sólo se justifica si asegura la vigencia de los segundos. Para ello la justicia penal debe estar construida como un consolidado (transparente, legítimo y, a la vez, eficiente) mecanismo con el que cuentan las sociedades democráticas para garantizar la convivencia pacífica.

De otro modo no habría Derecho: no habría ley penal, pero tampoco derechos fundamentales.

[1] Recuérdese que todas las normas penales están formuladas de la siguiente manera: “El que (conducta prohibida), será reprimido con pena de (sanción penal)”.

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