Martín Böhmer presenta dimensiones fundamentales para pensar una ética democrática en la Argentina.
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Yo creo que hay una cierta idea de que es canchero subestimar la ética. Esa idea se sigue de un error que cree que lo moral es la iglesia católica o la dictadura del ser nacional. Yo creo que esa idea es una pavada que lleva a que siempre ganen los poderosos. Porque si la respuesta a los autoritarismos es el escepticismo o el relativismo, vamos a una situación en la que dejan de importar las razones morales y sólo importa la fuerza. O, incluso, los votos. Porque puede haber votos, incluso la mayoría de los votos, pero eso no significa, de ninguna manera, que haya razones morales. Y si no hay razones, sólo hay poder ¿Tenés poder? Participás ¿No tenés poder? No participás. Pero en democracia, si me querés imponer algo, me tenés que dar razones. Y para eso necesitamos un lenguaje ético común que defina qué hay
que hacer para actuar bien y qué es actuar bien. Para decir “ah, tenés razón”, y que eso sea el fin de la conversación. Ese lenguaje ético es una fundamentación de la que una democracia no puede prescindir.
En Argentina tenemos problemas para acordar un lenguaje moral ¿No? Un ejemplo muy simple: en una clase de ética profesional le decís a un abogado que no puede mentir y no lo puede creer. Los jueces que trabajan, no trabajan más de seis horas por día ¿Por qué gana 300.000 pesos por mes? ¿Por qué eso está mal? Para dar esa discusión hay que tener razones morales. Pero somos un país de privilegios sobre privilegios sobre privilegio, sin justificación alguna. U, otro ejempo: la larga fascinación de nuestra literatura con la violencia. Sarmiento, Lugones, Arlt, Borges: todos fascinados por el gaucho, el malevo, el rebelde. Está eso que dice Viñas: que la literatura argentina comenzó con una violación en El Matadero de Echeverría. En esos relatos, la víctimas de la autoridad ilegítima responden a la
autoridad violando la ley, transformándose en gaucho matrero, como Fierro o Moreira o el Che.
Por esto fue tan importante lo que pasó en la década del 80. Las Madres de Plaza de Mayo y los movimientos de derechos humanos en vez de violar la ley, apelaron al derecho. Esto fue un giro inédito en nuestra historia. Y parados en ese ejemplo, los que queríamos la democracia llegamos a un acuerdo: que no importaba si la víctima era un perejil o un asesino, lo único relevante era que sus derechos humanos habían sido violados por un estado tomado por la fuerza por los militares; y que en todos los casos, sean perejiles, asesinos, o los mismos perpetradores, lo que había que hacer era juzgarlos con un juez que haya sido elegido por un presidente y un senado votados por la gente. Ese acuerdo que significó el Nunca Más le dio una fundamentación moral a nuestra democracia.
Ese acuerdo el kirchnerismo lo rompió. Cuando reemplazó al desaparecido por el soldado heróico contra el capitalismo, el problema dejó de ser la vigencia el respeto a los derechos humanos y pasó a ser que ganaron los otros. El kirchnerismo promovió una teoría de ángeles y demonio. Y ése no era el acuerdo. Tampoco el acuerdo era una teoría de dos demonios. La única idea era que de un lado había un persona, no importaba quién, cuyos derechos más elementales habían sido violados, y que eso era inaceptable para la democracia argentina. No importa quién, todos tenemos derecho, incluso los más malos entre nosotros. Ése fue el acuerdo fundacional que cambió la historia de la argentina. El kirchnerismo rompió ese acuerdo y así estamos hoy con derechos humanos convertidos en algo tan
parecido a una venganza, con ancianos que mueren presos sin condena.
No obstante, todavía nos queda la vergüenza. El día que deje de ofender que te digan que sos la dictadura vamos a estar en problemas. El día que la gente deje de tener vergüenza de lo que hicimos en los 70, vergüenza de haber sido los que entregamos a los vecinos, los que miramos para otro lado, los que dijimos “por algo será”, vergüenza de ser un país que generó un evento de mal radical de la misma estirpe del Holocausto, ese día vamos a haber perdido la base fundacional de la democracia argentina contemporánea.
Lo que tenemos que hacer hoy es darle más solidez a la base moral de nuestra democracia. Para eso, uno tiene que ser moral, pero no idiota. Hacer política, en definitiva. Porque derecho, moral y política son como dioses de la antigüedad: Afrodita tira para un lado, Zeus para el otro, Atenea para otro. Y esa tensión es fuerte. Para esa política necesitamos estadistas que se banquen la tensión. Por eso uno recuerda a Alfonsín: ganó dos elecciones y reformó la Constitución contra viento y marea. Ganar así es un laburo de perros: siempre te faltan recursos, necesitás estrategias, estadísticas, gente que te acompañe, militar mucho, tener ideas y tener locuras, como citar el preámbulo y que la gente te vote. Ésa es una política en la que vale la pena ganar. Y, sí, también es una política en la que muchas veces vas a perder, pero que cuando ganás, ganás en serio.