La moral como medida de todas las cosas. La atomización de las luchas en favor de diversos tipos de pureza ideológica. ¿Qué está pasando? En 2013, Mark Fisher publicó «Salir del castillo del Vampiro», un ensayo donde analizaba la tendencia que tenían las nuevas micromilitancias a la censura, la cancelación y el escrache, incluso frente a aquellas figuras y propuestas cuyo beneficio era transversal (clase, género, etnia, etc). Hoy, ocho años después, no estamos mejor. Una nueva ola de cancelaciones ha tomado impulso gracias a las diversas redes sociales. ¿Pero desde qué lugar hablan los que hablan? ¿Qué pasa con la doble moral que puede cancelar a Zambayonny y perdonar o aplaudir a Pablito Lezcano? ¿Qué es lo que realmente está puesto en tela de juicio en lo que refiere a la potencia política de algunas manifestaciones políticas y culturales? ¿Está el vampiro acechando nuevamente? ¿Se habrá ido alguna vez?
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“Ya fue, se ahogó en su nada nuestro contrincante…”.
Almafuerte, “Triunfo” (1998)
Cualquier desaveniencia con lo demiúrgico, con lo ya dado, ergo, cualquier operación de la personalidad, el alma o el espíritu para no ser fagocitado por lo arquetípico-la liturgia de la moral bienpensante– implica, automáticamente una acusación cobarde de psicopatía agresiva o manipuladora. Es decir, descreer de la mayoría e instalar el no ingreso en el pacto cultural se convierte en sinónimo y síntoma de la anomalía, causa directa de la persecusión y el linchamiento. En tiempos de la “posverdad” y donde lo diseñado ya viene con el reglamento adherido al paquete, un agarthiano-en cualquier cuadrante o escenario de disputa- pierde con lo general en el plano del discurso, por el instrumento de la falacia ad populum. Ello implica, además, el escarmiento para la pena: el pedido de disculpas públicas, la desacreditación en su campo (y si tiene obra inscripta, peor aún: se le cortan, automáticamente, los circuitos, las esferas de intervención, se lo impugna con el berrinche) y el subsiguiente calabozo nada tienen que ver con su argumento. El argumento de lo demiúrgico-cuyos métodos apuntan hacia donde el sol mande: cuantitativos o cualitativos, dependiendo de la autoridad de turno- suelen ampararse en el Estado para, desde esa plataforma continental, desprestigiar el debate. Desacreditar la anomalía. Ganar el partido en el escritorio.
Todo pedido de disculpas no es más que una negación del yo real subordinado a las maravillas del “pertenecer”. Insisto, negar la razón de la mayoría (aunque sea un ghetto, el bolchevique del ghetto, no importa) es un acto sacrílego. En eso transcurre la liturgia del ofendido profesional: se ofende, en definitiva, de sí mismo. De su debilidad. De su derrota. De su argumento (repetitivo, inicuo, en bucle constante). De su victimización. En la orden de este discurso, el “mal” se halla fuera de su realidad, o peor: entorpece el crecimiento masturbatorio de su falta de fondo. Porque vive del culto a las formas: de las máximas de cortesía. Incorpora en las formas el correctivo: es decir, instala la pena antes que sus argumentos. Y no le interesa el pleito, por el contrario. Apela al metacolectivo de turno para sentirse resguardado de su miseria. No es llamativo, es moneda corriente.
Si sos propietario de tus acciones irreversibles, con todos los colores que quieras ponerle, se enojan. Su objetivo es recuperar la validación de su estatus expropiándote de eso que ganaste aún en desventaja: la voluntad de poder.
Termina declarándose, pues, una guerra, inevitable. En esa guerra, entre canceladores y cancelados, vivimos. O el sueño vigílico, o el despertar: sea este último, por cierto, liberarse de los arquetipos, de los símbolos sagrados de toda época. Más allá de la razón. O, justamente, por la razón; por fuerza de razón. Por la limitación de la razón-envuelta en la verdad y sus formas jurídicas, decía el filósofo que practicaba la psicología, el arte del disfraz, y ahora cae en la desgracia del “cuidado-de-sí”-, instala una violencia disfrazada de bondad. No hay bondad en esa violencia. No es digna tampoco-si apelamos a la salud política- de la atención, de hecho, de nadie que intente distanciarse de la utilidad que lo general le otorga. No legitima el plano de lo general, porque ni lo registra.
De este modo, la calumnia y la prueba (la forma y el fondo) reescriben el signo lingüístico. El significante triunfó sobre las ideas, aún veladas por la enajenación del modo de producción en el que vivimos. Quien no responda a lo sagrado, atento a ello, también ingresa en el modo de producción y en su sistema de alienación: pero con la chispa necesaria para observarse, en su miseria, obviamente, pero digno. Sin protección ni amparo en el chantaje, la berreteada del ser-vanguardia ni el discurso validado por el capital institucionalizado.
Yo discuto con los documentos. En el viejo debate entre Calveiro y Sarlo, entonces, prefiero discutir con los documentos. Las heridas no están para cerrarlas. Quienes las cierran (por lo general, los familiares), cancelan toda la historia (mayúscula y minúscula) y se cancelan a sí mismos en su fango multiplicado que, cansino, sigue reproduciendo por miedo a vivir. Ni la farmacología, ni los grandes clubes molares lo contienen. Siempre se irá, con su llaga, a otra ratonera a destilar peste. Porque no quiere sanar (¿se puede?), sino monumentalizar su pena. Hacerla más grande, o más importante.
Extraño a Zambayonny antes de que se consiguiera, imagino, un buen abogado, después de aquel show cancelado en Córdoba. No el que remitía su obra al pasado (al fondo del manual de Lengua, donde habitan los paradigmas verbales que ya nadie lee), sino el que no subordinaba su deseo ni subestimaba a su público. ¿Desde cuándo los compañeros de ruta de los canceladores miran al pasado y cumplen con el santo confesionario? El Ministerio de la Libre Expresión, pues. No lo oí a Pablo Lezcano, o a los ex representantes de la factoría Magenta Music, salir a pedir disculpas. Al contrario. Ingresaron al salón de los aliados, de los buenos de la diacronía. Indultados, caminan por la calle deliraba una letra de Kapanga pero refiriéndose a los torturadores de la última dictadura argentina. La poética del cuadro caído, en memoria del excelentísimo Néstor, el finao, para la barra del café San Bernardo-los hipsters del “tenis de mesa”- se acumula, barrocamente, para un nuevo Castillo del Vampiro como auguraba Mark Fisher en aquel articulito de The North Star en 2013. Pero Fisher exageraba. Ni es un ostracismo de las “izquierdas”-un problema irresoluble en sus obras- ni una estrategia espontánea. Es, y en eso sí acierta, un comportamiento de los poseedores de los medios de producción, de los que niegan el concepto de clase porque cancela (sic) todas las otras luchas. ¿Es, entonces, o no un problema de clase? Es enteramente, señora, señor, un problema de clase cuando el que concursa es un gil. No estoy hablando de Cañete contra el ICAA; ni Iorio contra el BAROCK 2017…Que curiosamente no sólo repite la historia de la edición de 1982 sino que nos reenvía a la cancelación de su propia obra (a lo Sartre, vieja fórmula), caso patente de “La revancha de América”. Tampoco estoy hablando de Molotov, porque si el guiño ignorante de aquel álbum del ´97 no se entendió, no es mi problema. Es problema de los millonarios. Vendieron más discos que los Beatles. Ni Fortfast, el youtuber negrero, ni Chumel Torres contra un emporio de la moralidad contemporánea: HBO. ¡Oh, bajen ya ese film racista! Ese cuadro, digo, ese film. ¿Desacierto moral de J. K Rowling? No me suena. No me suenan, ninguno de los mencionados porque no son George Floyd. Ni quisieran serlo los canceladores que salieron a las redes a reclamar por él. Porque no les importa. Su trascendencia es el instante en que tu remera se prende fuego.
Y una escena urgente: David Viñas, principios de este siglo, se para en medio de la clase e invita a un alumno a seguir el debate afuera. Mansilla, la Guerra del paraguay, esas cosas de la gente de Letras. Quedaban unos 20 minutos todavía. Podía seguir tranquilamente. No, sigamos afuera. Último round. En todo sentido, la escena más hermosa de las que me tocó vivir en ese antro. Y hay más, de mis maestros, a martillazos. Cierre de la escena urgente (anti retinas canceladoras).
No les importa ni me importan porque no salen a ganarse la asistencia médica. No salen a comprar medicamentos oncológicos. Sale, en todo caso, el sirviente. El cancelado por naturaleza, el Floyd de sus castillos. ¿Cuánto faltará, me pregunto, para que llegue el contrafuego? ¿Cuándo se abrirá la cancha para que se manden las hinchadas a generar los “desmanes de siempre”? No estamos en la misma vereda y queda un largo recorrido. Que vuelvan las veredas, pucha. Pero cierto, iluso, que para los canceladores no hay veredas, hay caracteres.