Emiliano Scaricaciottoli, docente, investigador y fundador del GIIHMA y el SPERAC nos presenta su análisis de tres libros de rock atravesados por un problema fundamental: «¿Cómo hablar del rock?». La pregunta esconde, por su puesto, su lado B: «¿Cómo no hablar del rock?». En el saqueo de tumbas que es el periodismo musical se han instalado muchos vicios perjudiciales que impiden el surgimiento de una Escritura, con todas las letras. En esta oportunidad, Emiliano recorre las páginas de estos tres lanzamientos para ver como responden a la pregunta: ¿Escribimos o documentamos?.

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La frecuencia con la que el rock ingresa cada vez más intempestivamente en el mercado editorial responde, desde ya, a la negación de su impacto (influencia, preferiría y sólo por Charly) en la cultura. El rock es cultura, ahí el problema. Desde espacio de investigación, intervención y escritura que he fundado como el GIIHMA (Grupo de Investigación Interdisciplinaria sobre el Heavy Metal Argentino), el SPERAC (Seminario Permanente sobre Rock Argentino Contemporáneo) y CronosRock he y hemos intentado escindir las regulaciones y desregulaciones del rock en habla hispana a lo largo y lo ancho de nuestra historia sin caer en bajezas sociodistas: un monstruo de dos cabezas que se despliega por la prensa dominical (ahora, hace tiempo ya, sin “suplementos”, por la web) y que se consolida como acontecimiento en la academia. Lo que la universidad rubrica poco le importa al público lector de rock pero he de confesar que el movimiento oscila en cuanto a la relación de fuerzas que operan allí. Un poquito-bastante del mercacado editorial está guionado por el rigor de la industria discográfica y los aparatos ideológicos del Estado (la universidad lo sigue siendo, aún en su decadencia irreversible de “papers” perdidos). Otro poquito-bastante del mercado editorial hace yunta con el clima de época. Ok, hay que ratificar documentalmente que hubo rock producido por mujeres en los ’70 y antes, si querés. Esos forzamientos y, hasta en algunos casos, ridiculeces ya no son propiedad de la pulsión unilateral de la escritura; ya estamos hablando del humor político. De que tiene que existir tal o cual egente, sujeto, manifestación o movimiento porque le cae bien al curador, al mentor, al funcionario. La discusión en sí está pasando no por el qué-el objeto, en nuestro caso el metal mexicano, el stoner o la reunión “secreta” de Manal que a continuación desplegaremos- sino por el para qué. ¿Se puede seguir escribiendo sobre rock sin el peso necesario de su pretérito? Como se lo ha vivido, nos lo fumamos y snifamos todo, se ha creado el nuevo mito-propio de este siglo en el que cualquiera puede cantar, como sostenían acertadamente los Decadentes, y también escribir, claro- de rehabilitación constante del cuerpo. El cuerpo, el cadáver en sí, debe hablar, decir cosas. Qué estuídez creerle a los músicos. Qué estupidez seguirles el rito del recuerdo si no es para dejar, uno, la propia voz. La voz del rock no debería recaer en los brazos afiebrados de los directores editoriales que nichean todo. Me gustó siempre, de hecho, la propuesta de Gourmet Musical, pero ya. Hay un trastorno obsesivo compulsivo en ésta y tantas otras editoriales (seguidas o antecedidas de algún proyecto, quizás) que han perdido la brújula. Todo puede ser nombrado, todo puede ser escaneado y devuelto al lector de divulgación, ¿no? Total…Ese efecto de continuidad para el lector efusivo, melómano, detallista de cositas que se disparan de anecdotarios que no conducen a nada, pareciera, ha triunfado. ¿Y la escritura? La escritura es sólo una herramienta para el deseo del Otro. Es, siempre pensando en este motor de escritura que rodea al rock o lo perfunde, una miserable dama que transita espectralmente por lo que pudo haber sido o por los jardines de la justicia poética. Poco se dice, mucho se promete en esta catarata del nuevo canon de la escritura ¿ensayística? de rock argentino y latinoamericano. A ganarnos enemigos pues.

  1. Un re-junte para pocos.

En 2022 salieron tres libros que me comprometen. Y esa responsabilidad es adorable. Quienes vienen perdiendo una apuesta al pool con mi escritura, se irán lamentando. Es que Miguel Dente y Editorial Disconario publica poco y bueno. Ni mucho y atolondrado; ni ratón y elitista. La última vez que nos vimos con Dente fue para confesarnos las pandemias que ya circulaban: el papel y su precio. Él me regaló dos libros, dos bellezas que se pueden leer en el andar pero también en los remansos. Dente tiene, en general, esa versatilidad. No compra a largo plazo lo que no le apasiona. A tomar nota. Aperitivo sinfónico: introducción al rock sinfónico en la Argentina (2021) que Dente co-compila con Daniel Ferraro en lo que ellos llaman (y ahí el erizo) “18 registros sonoros de bandas nacionales” entre el ’74 y el ’83. El recorde tiene un criterio sobre la base del deseo, claro, del placer de esas gemas que el rock argentino no se ha permitido por acción (“esa extraña influencia”) del mainstream. Ahora bien, en simultáneo (o algunos meses después, cuando nos pusimos más serios con el tema del precio del papel y la independencia, otro berretín muy utilizado por editoriales subsidiadas, sobre todo) me dijo que tenía que leer Historia de una reunión secreta [Manal] (2022) con textos y entrevistas de Claudio Kleiman. Ya saber que venía de la mano (literal) de Kleiman era garantía de cierto sabor. Si bien el libro vuelve sobre Manal, es decir, vuelve sobre el origen, no hay clichés sociodistas de wikipedia (porque escribe Kleiman, repito, que pre-existe a cualquier algoritmo) ni regocijos celebratorios o laudatorios  a esos viejitos que tratan de vivir el sueño imposible. Manal fue una gran banda, a mi ojo la primero y única que le dio vida al rock en castellano sin contemplaciones respecto de las demandas del mercado o su público, y a disfrutar. El disfrute por el que te lleva Kleiman no es, insisto, la vuelta por lo fundacional sino cómo convencés a estos tres brillantes músicos de juntarse a zapar o tocar sin que los remordimientos te dejen en ese plano sublunar del sueño. La aporía está muy bien narrada-en formato entrevista- por el “Corcho” Rodríguez, un personaje muy antipático por su carácter de curador del rock argentino pero necesario. Qué habría sido de gran parte del patrimonio de Pappo (en instrumentos y motos, por ejemplo) si sólo hubiese dependido de su herededo. Mamadera. El prólogo al libro lo hace el Chizzo, el mismísimo Chizzo, contando anécdotas de influencias (otra vez García) obvias para quien sabe algo de la historia musical (no personal, de biopic) de La Renga. Chizzo dice que cuando escuchaba a Manal “¡ves todo!”. En esta frase tan sencilla y directa se cristaliza una política del rock: quienes siguieron la línea de Manal se permitieron, entre otras poéticas mayúsculas posteriores en lo diacrónico, crear heavy metal, cantado en castellano y de corte combativo. También es justo el reconocimiento de Kleiman a los festivales que posibilitaron una línea de rock, blues y jazz destilada “a lo Manal”: el Festival Pinao de la Música Beat & Pop del ’69 y el primer B. A. ROCK del ’70, justo el mismo año en el que editan El León, un disco conceptual (¿qué obra de Javier Martínez no lo es?) que exige una biblioteca. Dice Kleiman: “retoman la obsesión por el tiempo”; sin duda, la línea de Javier Martínez y Pappo estaban, en esos años (’69, ’70, ’71) leyéndose como jóvenes-viejos. Habían consumido demasiado. No sé, como sostiene Kleiman, de hecho, si por la línea Camus-Malraux, pero allí moraban: en el gnosticismo criollo pre y post Perla de Once. Las entrevistas de Kleiman a los músicos no me interesan. Excepto la voz de Javiel Martínez que siempre trara de ser luciférica-algo similar a lo que va a pasar con El Topo Armetta en el libro de Noro y Llanos a continuación-, no requiere de “celebrities” ni frases grandilocuentes. El que no la entendió, se pierde todo. Ya sea por vía Kleiman o por vía del sonido, digo, de seguir escuchando esos discos.

El “Corcho” y Adrián Taverna (el Taranto de este proyecto) sí abren, con sus declaraciones, un universo  de posibilidades para pensar qué hacemos con Manal hoy, no en el fallido regreso de Obras en el ’81: ¿lápida o escenario? ¿Dónde muere Manal: en el escenario, tocando, o en la vitrina de La Roca/Red House? Por eso el “Corcho” como empresario genera ese tándem amor/odio permanente. El tipo los pone en cuarentena y, encima, para su selecto auditorio (selecto, selecto: con el dedo) pero, por otro lado, permite grandes discos, reuniones y zapadas memorables para que, al menos, el sonido no se clausure museificado. Los brillos, a cuentagotas, de Martínez en este crisol de voces, nos abren los ojos nuevamente para pensar que lo que Manal representó fue el futuro: “Hay arreglos de hard rock que ya prefiguraban hasta el heavy, como la introducción de “Qué Pena Me Das”…Manal estaba sembrando lo increado, lo que no se podía prever, ni ordenar. En ese sentido, Martínez tampoco se corta la lengua para reconocer que nadie entendió en su momento, cabalmente, “Para Ser Un Hombre Más”: “…salvo Pipo Lernoud. Habla de la teoría de la relatividad de Einstein…”, y curiosamente es el propio Pipo Lernoud el que cancelaría, muchos años más tarde, al Nuevo Rock Argentino (renombrado como “Alternativo”) a fines de los ’80. El libro se cierra con la propia experiencia aurática de Kleiman en el concierto del 1° de octubre del 2014 en Red House, “sin fotos” como habían acordado productores y músicos, pero con muchas “celebrities” de ese club frente al mar que creó el “Corcho” para sus amigos (que saben más de uvas que de rock).

  1. Stoner y adjetivos en la Argentina que sobrevivió a Menem.

Nos encanta la diferencia. Ser únicos. Ser considerados vanguardia. El libro de Carlos Noro y Facundo Llano Stoner argentino. Rock pesado y psicodelia (1995-2020) desmitifica, precisamente, el afán de loop que tenemos de adjetivar para cautivar y ser irreptibles. Conozco a Carlos Noro desde hace muchos años, por su labor periodística pero por su escritura. Carlos, como Joni Dalinger-tambíén entrevistado en este libro- son tipos que lograron escribir desde el periodismo. Que se diga algo y se logre un estilo inconfundible. Y mucho más aún después de años de estandarización baja del lenguaje sobre todo en el periodismo especializado sobre metal en la Argentina. Ahora bien, no es sólo la afección/afecto por Carlos mi lectura. Elegí este libro publicado también en 2022 por Gourmet Musical que, insisto, dos por tres le da voz  a un proyecto, ojo. Lo elegí porque justamente detrás de esta escritura hay horas y horas de testmonios que implican, a su vez, horas y horas de berrinches. No hablen con los músicos, me susurra mi diablito. En este libro se habla mucho con los músicos, tanto que uno lee una obra de teatro. Es un guión teatral muy extenso y muy prolijos por las didascalias que Noro y Llano aplican con cierta moderación-el tono lo da también el sello editorial, y es válido- para abordar otro mito de origen: ¿hubo o no stoner como movimiento o poética en la Argentina? Como declara Fede Wolman (Dragonauta) “…hay una escuela argentina de música pesada: Pappo’s Blues, LaPesada, Manal…”. Esta arboladura no sufre de disciplinamientos. Broide decía en la época de oro de Los Natas que escucháramos al primer stoner argentino, a Pappo. Sergio Chotsourian sostiene algo similar cuando recrea esa formación de Los Natas con Broide: “…era un baterista de Jazz”. Las similitudes ente Los Natas y Manal, filosóficas y poéticas dan miedo. Y ese miedo construye el árbol. La pregunta, en todo caso, es cuánto duró o cómo mutó el stoner en este desierto ya lleno (Fermín Rodríguez) de ideas, muchas de ellas para el olvido. Chotsourian siempre fue un filólogo. No sé si adrede, pero le salió: “Creo que junto con Los Jaivas fuimos de los pocos en Sudamérica en abrazar la idea de psicodelia folclórica pesada”, dice en consonancia con lo que luego conoceríamos como “trance toba” o “stoner pampeano” y así. Darle un nombre a lo mismo: volver, acá sí aplica a diferencia de Manal en Red House, a la edad dorada del rock argentino de corte “pesado”. Poco digerible para hiteros y adoradores de estribillos. El Marto, de Poseidótica, en la misma senda (de la luz fantasmal) reconoce que el rock nacional (el “nuestro”) era Babasónicos, Todos Tus Muertos, A.N.I.M.A.L, y “de ahí-sigue- que con la necesidad de investigar más nos fuimos a los sesenta y setenta”. Arqueólogos del saber pero desde un pathos. ¿Habría que escuchar a algunos músicos?

El Pastor (al que conocí por Natas, para mí quedó abigarrado a ese bajo) dice que no sabe si hubo stoner, quizás haya más de uno. Quizás Nébula y Kyuss fueron insuficientes para este desierto. Aún en la (imagino su voz y no puedo dejar de reírme) voz de El Topo Armetta: “No creo que haya una escena de nada acá”. Los ecos del fin del mundo son también los residuos del Norte Global. Ojo. Ese interroganta atraviesa este libro y no purifica el movimiento, menos aún un movimiento con sello internacional. Si Man’s Ruin vio potencial en Los Natas y no a su público (como un cactus: una persona cada tres metros en una sala fría de Club V, recuerdo) y luego Meteorcity Records la historia se vuelve más compleja. Los Natas triunfaban en el exterior y el profeta de esta tierra seguía bajo la órbita DIY. La historia de este stoner no fue la de Fun People o El Otro Yo. Ahí sí había un sello, una metodología y un plan para escaparle al gran público. Ojo, insisto enfáticamente. Porque las revistas especializadas y los medios de comunicación (la radio, sobre todo) hicieron lo suyo. Inflados por Jedbangers y su sello Días de Garage se amplificó la poética en movimiento. Aún post Cromañón, y allá los muertos, el movimiento creció: Niceto, La Trastienda, el Teatro Colegiales, los Stoner Fest, luego el drone metal, Club Calavera, el Noiseground, y una infinidad de locativos donde se habita bajo el nombre “stoner” un sin fin de bandas que seguramente poco tenían en común más que una forma de trabajo, una camaradería poco usual en la música pesada argentina, siempre atenta a sus desplantes y traiciones. No le escapan, pues, Noro y Llanos a pensar el declive del stoner o su migración a un público que luego será Konex o no será (digo yo). Tampoco le escapan a la identidad migrante o flotante que el stoner ha adquirido. Sí le escapan a lo que se ha escrito al respecto, como buenos periodistas del Metal. En este libro, los erizos vocales de los músicos coagulan con las voces de sus autores en una Historia (mayúscula) que se debe un debate más allá de la vivencia. Decía Sarlo a Calveiro: “Con el testimonio, mamita, yo no discuto”.

  1. Viva México, cabrones. Ni yankees ni marxistas: mexicanos.

Cimientos del metal mexicano (1968-1995) de Vicente Terán Flores no le escapa a la regla del 2022. Un hallazgo de luz, un faro necesario, un libro plagado de numeritos, cifras, sí. Pero también plagado de esos muertos que contamos al final de una Era. Sería muy injusto para mí y más aún no conociendo a Vicente más que por su obra y la enorme amabilidad de mandármela empaquetada desde su país, no mencionar el enorme trabajo que coordinó Héctor Gómez Vargas. Me refiero a Estética del Rock I, II y III (2016, 2017 y 2018) desde León, Guanajuato y su Seminario de Estética del Rock (SER). Injusto sería porque fueron esos autores pioneros en la edificación del  pensamiento crítico del rock hispanoparlatente y desde allí mexicano. Nuestra obra, del SPERAC y del GIIHMA está, en cierta parte, con esa Estética… (nosotros hablamos de “estesis”, no de estética, y es otra definición política) porque nos ayudamos a pensar. Armar colectivos de trabajo, y no de meros rejuntes de papers o bandas, no es moco de pavo. Por eso mi saludo a esa pre-historia en los estudios de rock en la región y a algunos amigos bravos que hasta el día de hoy seguimos caminando, con nuestras diferencias, la misma senda contra la hegemonía del Norte Global en nuestras investigaciones. Ahora, ¿por qué ambas obras no dialogan? Es el eterno conflicto entre el saber académico circunscripto en el anaquel o en la estantería para luego ser “estado de la cuestión” y el trabajo kilométtrico desde el Tianguis Cultural del Chopo. Esa amalgama aún nos la deben. Porque tranquilamente, la obra de Terán Flores y de Gómez Vargas conversan. Decía mi maestro, Nicolás Rosa, que los textos dialogan más allá de nuestras voluntades y por gracia no nos enteramos. Yo prefiero enterarme, que el debate sea de frente. En épocas de mucho ruido y pocas nueces;de muchos congresos y pocas deliberaciones; de tantos peinados nuevos y viejos peluqueros…Yo quisiera que dialoguen. Pero Sergio Bustamente es tajante en el prólogo a esta obra iniciática-hay que decirlo, en el metal este libro es iniciático- al respecto: hay que construir una “memoria impresa” sin “rigor metodológico, académico, antropológico o periodístico”. Ok, un problema: esta obra tiene un rigor de vida que se va a enjambrar con lo periodístico y con lo antropológico, le guste o no a su autor. Este mapa (por momentos imposible de seguir, de rumbear, a lo Joyce) de 364 páginas es un instrumento de poder. No es lo que Terán Flores sabe, conoce, ha vivido. Es lo que denomina “compendio de experiencias” para la resistencia. Para que el metal, ya en la letra, evite el ablande (citando a Hermética). Y evitar el ablande es generar inevitables redes de tejidos nerviosos que conectan esas jornadas del 11 y 12 de septiembre del ’71 con nuestro B. A. ROCK, en Argentina. El Festival de Avándaro partió aguas y dejó, por suerte, religiones en pugna. Por eso es interesante pensar el mito de origen que retoma su autor, más allá de Avándaro: “La creencia generak es que el rock pesado se inició en 1969 en el DF, con las Ventanas (Luego Enigma)…”, y el error es el centralismo-tentador, por cierto- de ir del centro a la periferia. Por eso el  trabajo se titula “Cimientos…”, lo que no puede romperse. Yo, más benjaminiano, voy a pensarlo como ruinas. Eso que nos acusa desde atrás, del pasado que supo dar sus guerras. Y que no son las únicas guerras. Terán Flores sostiene, de hecho, que el metal debe producirse en un clima, es decir, hervir a tanto grados centígrados. De Tlatelolco a Rock y Ruedas de Avandaro. No escatimar los muertos. El rock, sin más, ha sido un vector de movilización ineludible.

El libro se compone de un recorrido, decía, federal, desigual y combinado. Por un lado, la influencia del área metropolitana entre el ’79 y el ’80, pero fundamentalmente con la aparición de Luzbel en 1983 (análoga a la presión que le puso V8, en Argentina, al movimiento de “rock metálico” que arrastraba Riff). El Comrock  y el tercer disco de Luzbel son hitos de crecimiento del movimiento. Si bien en nuestras tierras ha llegado más vivamente todo lo que “El Pechugas” ha tocado, desde Massacre a Transmetal, hay que decir que en México había una escena en crecimiento-disgregada, pero en crecimiento: “…más que Metaleros, éramos Rockeros”, se libra de pecado Flores y nos redime a Kleiman y a Noro & Llanos de pensar una identidad que orienta según la cultura. Eran rockeros porque no se hacía rock, porque la TV o la radiofonía no difundía rock. Difundía mierda. Y esa mierda se leía, se integraba, se masticaba como rock. Me resultaron novedosos y significativos algunos ejemplos de esa organización molar del metal mexicano, por ejemplo: 1) Que en el ’86 se funde Rockeros Unidos de León Guanajuato (RULG) como motor de autogestión y de creación, a la fuerza de una escena; 2) Que la escena de Yucatán sea tan prolífica y reproduzca el modelo “tianguis”, tan poco conocido en Sudamérica, con Alex Escalante y Rockultura (algo así como La Heavy Rock & Pop nuestra) a la cabeza; 3) Que la verticalidad idiomática haya traspasado al rock en general, digo, que el metal de Morelos, por citar solo un caso, ya en el ’84 tenga un espacio consolidado de metal hispanoparlante y todavía influenciado por el fenómeno Kiss (imágenes paganas de un glam mestizo); 4) Que también existan las Brigadas Metálicas en la versión Escuadrón Metálico. Porque este simple juego nominal, lexemático, involucra una ganancia por sobre el territorio, como Terán Flores documenta en el evento Primera Muestra de Heavy Metal Mexicano del ’86; 5) Que sigamos cometiendo el mismo forzado error, allá y acá: el estereotipado “Mujeres en el metal”. Y no es culpa de su autor, porque su labor es sincera (la mía es la maligna, la que va a pagar los platos rotos, lo sé y me la banco). Es una deuda pendiente pero no con la historia. De hecho, que se celebre un Metal Femenil en México me parece un horror. Un horror que involucra siempre a productores varones (pito-duro, que se entienda, por favor) de fondo, haciéndole el favor al cupo femenino. Sin embargo, este horror de ver fantasmas todo el tiempo, de ajusticiar con un alfiler no limita ni a palos voces infernales como la de Elena Coker, Maricruz Cruzalta (su paso por Abbadon, sólo eso) o Marilú del Castillo. Y un problema mayor: vivir del metal. Algo que sólo se ve reflejado muy sólidamente en este capítulo que cierra el libro.

En la conteporaneidad, a más de una justiciera o de un justiciero con ganas de ganarse el título de “aliade” en esos Congresos multitudinarios sobre rock y metal que las Universidades o sus sponsors producen les vendría muy bien leer el Capítulo VIII de Terán Flores antes de mixturar consignismo feminista con rock o heavy metal.

Del placer de leerlos no se vuelve; al Manal del ’70 no hay “Corcho” que lo resucite, sólo resta hacer correr los discos y hundirse en las lecturas que Javier Martínez propone; al stoner que mira a Sonora con ganas, tampoco. Sólo resta dejarse llevar por el mantra que sus riff nos han confundido (con o sin estupefacientes encima) más de una vez; al glorioso B. A. ROCK 82 acá, Avándaro allá, tampoco. Dejaron cicatrices que permiten hoy despojarnos del olor a naftalinas de algunos monos del rock cultural, ese que el Estado promueve con becas y que el privado promotor organiza año tras año en tu Campo de Polo. ¿Y la escritura? Alejandro Medina decía que si de chico no hacés música de grande sos escritor. Qué error dejar hablar a los músicos.

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