Ninguna memoria es una memoria absoluta. Ya Walter Benjamin, pensador de la Escuela de Frankfurt, en su célebre ensayo «Tesis sobre la filosofía de la historia», señaló la relación que hay entre los discursos de la memoria, los vencedores y los vencidos. En consecuencia, en la política la memoria es un acervo de información que se actualiza y re-contextualiza continuamente dependiendo de quén se encuentra ejerciendo el poder. En las puertas de otro 24 de marzo, les presentamos otra reflexión sobre los usos de la memoria en la política argentina.
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En Argentina, la memoria sobre los setenta es un territorio conflictivo desde hace muchos años. Para los historiadores acercarnos a este pasado representa un desafío que genera no pocas incomodidades. Las dificultades se deben no sólo al trauma y a las heridas que la historia reciente dejó en una parte importante de la sociedad, sino también al uso político del que fue objeto desde la transición democrática.
Durante el kirchnerismo se consagró un relato sobre los setenta que dificulta las posibilidades de sostener un debate abierto y plural en el espacio público. La elaboración de este relato estuvo en sintonía con una forma de entender la construcción política basada en la polarización del conflicto. El pasado reproducía los antagonismos políticos del presente y había que ir allí a rastrear las raíces del enfrentamiento.
Por un lado, las referencias al golpe de 1976 ocupaban el polo negativo del discurso y estuvieron estrechamente asociadas con tres antagonistas del gobierno: los sectores agropecuarios, los medios de comunicación y el poder judicial. Cuando se inició el conflicto con el campo en el 2008 la presidenta sostuvo que vio “el rostro de un pasado, que pareciera querer volver”[1]. De esta forma, lo que se presentaba como un conflicto con un sector económico concreto fue redefinido por CFK como un “un conflicto político, fundamentalmente de aquellos sectores que condenan nuestra política de derechos humanos y aquellos que han perdido las elecciones”[2]. La apelación a la historia desplazaba el eje económico que tenía el conflicto y trasladaba los alineamientos a un clivaje signado por la contraposición entre democracia y autoritarismo.
Los medios de comunicación también representaban en estos discursos actualizaciones del pasado dictatorial: “Esta vez no han venido acompañados de tanques, esta vez han sido acompañados por algunos «generales» multimediáticos que además de apoyar el lockout al pueblo, han hecho lockout a la información”[3]. El Poder Judicial no se quedaba atrás en esta caracterización y fue señalado como uno de las responsables de los golpes militares desde 1930: “hubiera sido imposible hacer las cosas que se hicieron, si no hubiera habido cierto grado de complicidad de sectores de la sociedad y también de sectores de la Justicia”[4].
En este juego de antagonistas entró también la memoria de la militancia setentista que fue deliberadamente ubicada en el polo positivo del discurso. Esta reivindicación se combinó con una crítica a la “teoría de los dos demonios” que marcaba una corresponsabilidad de dos contendientes violentos en el devenir de la dictadura. Esta teoría se asoció, en el discurso oficial, con el alfonsinismo y la década del ’80, desconociendo el hecho de que fueron representaciones que estaban ampliamente instaladas en la sociedad desde, por lo menos, 1974. En contraposición con esas representaciones, el kirchnerismo reivindicó los valores e ideales de los militantes de organizaciones armadas, en especial de la Juventud Peronista y de Montoneros. Se cerraba así un círculo en donde se identificaba a “los buenos” y “los malos” de nuestra historia. La visión de la ex presidenta anteponía los valores y los fines como una forma de justificar los medios y las prácticas violentas de las organizaciones armadas: “la pasión y el amor por las ideas nunca pueden ser pecados”[5]. La visión transmitida por la presidenta podría incluirse en lo que Beatriz Sarlo denominó el giro subjetivo sobre la historia reciente. El mismo se basó en la transformación de los testimonios de los testigos en “íconos de verdad” histórica que condujeron a visiones románticas de los jóvenes militantes de los setenta.
Algunos historiadores y cientistas sociales han marcado los problemas que trajo la consagración de este relato del pasado como una verdad incuestionable. El último 9 de marzo la Asociación Argentina de Investigadores de Historia (Asaih) realizó un encuentro titulado “Experiencia, historia y memoria. Enfoques y problemas”. Allí Vera Carnovale, investigadora del CONICET y especialista en la historia del PRT-ERP, realizó una enumeración de los “temas tabúes” que no pueden ser fácilmente abordados en el espacio público: la emblemática cifra de los 30.000, la responsabilidad del peronismo en el desencadenamiento de la masacre y las ejecuciones llevadas adelante por las organizaciones armadas. La acusación de que poner estos temas en debate es “hacerle el juego a la derecha”, llevó a muchos historiadores a considerar que es preferible no expedirse sobre estos nudos problemáticos de nuestro pasado.
Entre aquellos que creyeron necesario dar este debate podemos destacar los aportes de Hugo Vezzetti en su libro Sobre la violencia revolucionaria. Al referirse al período kirchnerista Vezzetti sostiene que idealización del pasado trajo aparejada una falta de cuestionamiento sobre las responsabilidades de la violencia revolucionaria en el devenir trágico de la Argentina. Para el autor se generó “una visión ideológica que sacraliza la memoria de los combatientes e impone que sus acciones queden sustraídas de la opinión pública”. En el libro Usos del pasado. Qué hacemos hoy con los setenta Claudia Hilb sintetizó dicho problema: “¿En qué contribuimos nosotros, los militantes de aquella izquierda setentista, a que el terror del que fuimos tal vez las principales, pero por cierto no las únicas víctimas, pudiera advenir?”. Para la autora, la violencia ejercida por los grupos guerrilleros fue un método racionalizado, instrumental, cuyo objetivo era la toma del poder y por tal motivo se debe asumir cierta responsabilidad por las muertes a las que condujo dicha experiencia.
El cambio de gobierno no facilitó la apertura del debate sino que lo hizo aún más difícil. En la conferencia inaugural que Claudia Hilb dio en el congreso de la SAAP, sostuvo que la ajenidad que el macrismo siente frente al pasado reciente hace que su relación con el pasado fluctúe entre el desinterés, la incomodidad y el oportunismo. Las menciones a la historia reciente del presidente o de algunos funcionarios del gobierno caen en versiones igual de estereotipadas y maniqueas que las del kirchnerismo pero de signo contrario. Podríamos argumentar que las dificultades y el desinterés se explican por el poco arraigo que el PRO tiene en las tradiciones políticas disponibles en la Argentina y por tratarse de un gobierno donde la casi totalidad de sus funcionarios no estuvieron afectados de forma directa por la dictadura.
Se pasa así de la romantización del pasado a su banalización, dificultando la posibilidad de sostener un debate abierto y plural en torno al pasado. La lógica binaria en la que quedó encerrada la historia reciente impide cuestionar algunas afirmaciones que se convirtieron en lecturas hegemónicas. La sospecha y la desconfianza se imponen pintando un cuadro sin matices sobre un pasado donde priman dilemas de difícil solución.
[1] Cristina Fernández de Kirchner, 1 de abril de 2008.
[2] Cristina Fernández de Kirchner, 27 de marzo de 2008
[3] Cristina Fernández de Kirchner, 1 de abril de 2008
[4] Cristina Fernández de Kirchner, 11 de agosto de 2010.
[5] Cristina Fernández de Kirchner, 30 de abril de 2009.