La poesía sigue siendo uno de los ejercicios más enigmáticos del ser humano. ¿Por qué o para qué se escribe? Podemos identificar su pasado más remoto en los himnos religiosos y cantos sagrados, donde la relación entre música y palabra era tan íntima que eran prácticamente lo mismo. La palabra se independizó del ámbito religioso, pero no perdió su mistica y se transformó en su forma secular, pero no menos misteriosa: la literatura. En este ensayo, Alan Ojeda analiza la importancia de la perduración de lo sagrado y lo mágico en la poesía.

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El espíritu del conquistador

Un mes de mayo de 1871 un chico de apenas 17 años manda cartas a su amigo y a su maestro. En ellas dice ser poeta y buscar transformarse en vidente (característica de los verdaderos poetas). Un gran infierno contenido en un pequeño cuerpo busca arrancarle al mundo y a las cosas que a él pertenecen, su verdadero aroma y sus colores eternos. El mundo parece resistirse a la palabra de la misma forma que el vulgo parece resistirse a la vida, adormeciéndose, embruteciéndose y aceptando pasivamente la destrucción y la banalidad. Esta experiencia, ya presente en los románticos anteriores (tanto alemanes como franceses), expresa una voluntad de conquista de “Lo Real” que signará, también, el espíritu de las vanguardias del siglo XX y también su espíritu (auto)destructivo: la guerra. Un joven Jünger, que se ha sumado de voluntario a las filas alemanas en la Primera Guerra Mundial, dice: “La guerra nos parecía un lance viril, un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas praderas en que la sangre era el rocío. Kein schönrer Tod ist auf der Welt… [No hay en el mundo muerte más bella…]

A pocos años del cambio de siglo, el 8, 9 y 10 de abril de 1904, en El Cairo, Aiwass, una inteligencia desencarnada, dicta a Aleister Crowley el Libro de la ley que lo convoca a él y a la humanidad despierta a reconciliarse con las fuerzas del mundo y liberarse de las representaciones puramente antropomórficas y cargadas de moralina. Los antiguos dioses pujan por volver. Aiwass realizaba una llamada a transformarse en dioses (“Cada hombre y cada mujer es una estrella”), reviviendo así esa certeza que también había tenido Novalis: “Dios quiere Dioses”. Hasta 1905, tiempo en el que abandonó La orden hermética de la Aurora Dorada para fundar la Astrum Argentum, Crowley compartió su proceso de educación esotérica junto al poeta William Butler Yeats. Sin embargo, él no fue el único escritor en la orden. También participaron personajes como Gustav Meyrink, Algernon Blackwood y Bram Stocker. Del mismo modo transitaban esos caminos, Fernando Pessoa, también adepto al esoterismo, y René Daumal que, a sus dieciséis años ya había acariciado la muerte asfixiándose voluntariamente con tetracloruro de carbono para anular su consciencia y poder alcanzar al menos una pequeña luz de la consciencia objetiva, tal como quería Rimbaud para su poesía. Ese mismo joven, en pleno fervor vanguardista, funda en 1925, con diecisiete años, Le Gran Jeu y desafía a un Bretón ya adulto publicando una carta abierta en su revista y diciéndole: “Tenga cuidado André Bretón, de figurar algún día en los manuales de historia literaria. Nosotros, si deseamos algún honor, es el de figurar para la posteridad en la historia de los cataclismos”. Hoy el tiempo ha hablado, y lo que dijo Borges de Carriego sirve también para el Surrealismo: “Pertenece más a la historia de la literatura que a la literatura”. Hay, por esos años, un fervor en alza. Subyace a esa actitud una premisa clara: “El mundo es más que esto, es más de lo que vemos, de lo que sentimos y de lo que la cultura nos ofrece, ese paulatino adormilarse de la civilización que nos promete la libertad en una vida de carestía”.

En paralelo también se desarrollaba la obra de autores como Mariane Moore, Eliott Pound, Auden, y el bardo Dylan Thomas. Gran parte de estos autores, desde una tradición altamente erudita y libresca, renovaron el compromiso del autor y su obra con el mundo. Como señalaba Connolly: “Cuantos más libros leemos, mejor advertimos que la función genuina del escritor es producir una obra maestra y ninguna otra finalidad tiene la menor importancia”. El destino del poeta, con algunas variantes, sigue siendo el mismo que hace un siglo y más y, me atrevería a decir, que desde el origen de los tiempos. Rig Veda, El cantar de los cantares y los Salmos, los cantos de los bardos a su pueblo, a los dioses y a la naturaleza (que son lo mismo), los mesteres, la épica, la poesía sufí, los haikus que nacen del shinto y los poetas místicos con la carne, el oído y la boca en éxtasis por la palabra divina, desde los albores de la historia ninguno que haya tomado el poder de la palabra como destino ha esperado menos que la magia.

La enumeración podría seguir: la generación beat tanto beatífica (beatific) como golpeada (beaten) recuperando saberes orientales; San Juan de la Cruz y Santa teresa de Ávila, poetas místicos cristianos; Juan L. Ortiz y su litoral vibrante y vivo hasta en lo más pequeño; Artaud y su experiencia con los tarahumaras; Michaux y sus experimentos con drogas; Témperley y Fijman creando su propia experiencia cristiana; Marosa y su experiencia edénica-erótica de la naturaleza; Zurita y la voz profético-mesiánica; Whitman y la comunión natural del mundo; Hölderin volviéndose loco y niño perdido en un mundo iluminado por Dios; Dickinson y Emerson eternizando las pequeñas e infinitas perfecciones de la naturaleza y su oversoul; Nerval y su viaje hacia sol negro; Baudelaire y su pasión cainita. Ningún poeta que haya trascendido en la historia lo ha hecho por haber considerado el camino de la poesía como fácil o divertido, sino por haber entendido que es una forma de vivir más intensa que la vida misma, incluso un intento de acceso a lo verdadero y una herramienta cognoscitiva capaz de aprehender y despertar lo más profundo del alma-colectiva de la humanidad. Eduardo Antonio Azcuy, poeta y crítico polifacético, en su libro El ocultismo y la creación poética (libro que pasó desapercibido por haber sido publicado en años de fervor político más que poético) sintetiza esta idea: “Pero ese hombre (el hombre antiguo) posee una tradición; trae consigo los mitos, es decir las historias sagradas que han tenido lugar en El Gran Tiempo y que en épocas posteriores serán organizadas por el poeta […] Cuando la fuerza del mito se transfiere a la memoria colectiva, junto a la experiencia del éxtasis que realizan los shamanes, surge y se manifiesta la poesía”. Esto que parece llevar el demonio de la pesadez a cuestas para la gente ordinaria, ha sido llevado en la espalda de estos hombres y mujeres con pies danzantes de la alegría, porque incluso en su muerte han sido capaces de sostener la guerra.

Un velo impenetrable

En 1978, fuera del ámbito poético, en un ambiente tan poco sensible a estos temas como parece serlo muchas veces el de la ciencia, se publica Camino a Eleusis, un análisis sobre los rituales griegos de adoración a Deméter, liderado por el periodista y etnomicólogo R. Gordon Wasson, el profresor de estudios clásicos de Hardvard Carl A. P Ruck y el alquimista moderno e inventor del LSD Albert Hofmann. Todos ellos están convencidos y coinciden en la importancia de estos rituales para la sociedad contemporánea y ven, en el uso ritual de drogas como la derivada del cornezuelo del centeno, una posibilidad de rebatir el velo de ilusión e insensibilidad que parece volverse cada vez más común, al menos, en la sociedad occidental, dotándolos nuevamente de una experiencia de los trascendente. Treinta y un años después se publica un provocador libro de ensayos del crítico musical y filósofo Mark Fisher llamado Capitalism Realism; Is there no alternative? donde indaga en la crisis de la subjetividad contemporánea que preocupaba a Wasson, Ruck y Hofmann. Su descubrimiento dista de ser alentador: el capitalismo parece haber profanado todas las posibles experiencias trascendentales del hombre, el capitalismo es el gran profanador que nos ha vedado toda posibilidad de reconciliación con un más allá, incluso con el futuro. Al igual que Agamben, advierte que el hombre parece vivir en el “fin de la historia” que predijo Kojève, pero sin aceptarlo. Conforme el tiempo se acelera, el mundo parece vivir una intensificación del presente. Esta experiencia busca neutralizar los dos posibles movimientos del hombre en la historia: el pasado y el futuro. El peligro es más que obvio. Ya lo intuía Adorno: una sociedad donde se menosprecia el pasado, cae rápidamente en la barbarie. ¿Qué es la barbarie? La banalidad, el mal, el abandono de la esperanza de una vida más vivible, el triunfo del último hombre del que Zaratustra alertó a los habitantes del pueblo al bajar de la montaña. Más de cien años después de la publicación del libro de Nietzsche, el hombre parece haberse transformado en un ser cada vez más incapaz de tolerar el peso de la historia. En consecuencia, se ha quedado con la vista fija en las pequeñas cosas de su mundo circundante, de la inmediatez, creyéndose la ficción que crea día a día y diciendo: “Mi miseria es importante. Yo soy importante”. Así, repite esos pronombres en silencio, frente a una pantalla, frente a una hoja, esperando que ese mantra (yo, yo, yo, mi, mi, mi) lo salve del abismo. Y esas palabras pequeñas, se alzan como una muralla que, a la vez que se exhibe, se vuelve más y más impenetrable como la ecolalia de un soldado que desespera en pleno bombardeo.

Estado de la cuestión

A esta altura, el que aún no haya deducido mi posición al respecto, se estará preguntando “¿Qué tiene que ver esto con la poesía oral contemporánea?”. Posiblemente esa sea la prueba de que no estamos hablando el mismo idioma y que, difícilmente, lleguemos a entendernos. Sin embargo, haré un esfuerzo más. Moltissimo piu avanti.

En esta breve vida que habla acá (veintisiete años), y aún más breve experiencia literaria, he encontrado (salvo honrosas excepciones) una continua resistencia al pasado, al mismo tiempo que una exaltación desmedida de “lo actual”, que no debe ser confundida con “lo contemporáneo” (luego explicaré por qué). Para ejemplificar mejor, recurriré a una entrevista a Perlongher realizada por Luis Chitarroni en 1988, llamada “Un uso bélico del barroco áureo”, incluida en Papeles insumisos de Néstor Perlongher: “Es una cuestión del suburbio: ¿cómo se van a escribir poemas para decir lo que dice todo el mundo? ¿Qué gracia tiene? […] si hubiera algún cope, algún mambo, sería ese: convertirlo todo en joya. Que todo resplandezca, brille. No puede ser que las cosas sean del tipo: hoy subí al colectivo, iba al Congreso y me acordé de la gorda que lava la ropa”. […] Uno dice: “una mujer sube al colectivo” y no “una avalancha de banlon lastima el chirrido de las ruedas”, aunque por ahí eso es lo que está pasando. Pero es al decirlo de la otra manera (“una mujer sube al colectivo”) que las cosas se mantienen en un nivel de abstracción que, en vez de dar lugar al plano de los cuerpos, lo asfixia, lo sofoca”. Cito a Perlongher porque el problema que él planteó hace casi ya treinta años parece estar aún vigente, quizá por la razón que ya ha esgrimido Fisher. Desde el Slam hasta las lecturas más tradicionales que se desarrollan en la Ciudad de Buenos Aires (que es lo que conozco, pero aún me digno a llamarla Ciudad, y no Argentina), la historia de la poesía en Argentina de los últimos años, parece resumirse, incluso para los que ya han superado la barrera de los treinta, en un loop eterno de reciclado de las últimas tres décadas, pero obviando, voluntariamente, un sector importante de la historia, quizá menos digerible en términos lingüísticos, porque su referente parece ser menos claro. ¿Un ejemplo de esa historia olvidada? La editorial argentina de orientación decididamente latinoamericana como Tsé=Tsé en cuyas producciones se podían encontrar autores de Brasil (número 7/8 de la revista Tsé=Tsé llamado Pindorama, con una selección bilingüe de treinta poetas brasileros, entrevistas y ensayos) o Perú (El libro de unos sonidos: 37 poetas del perú, una antología de más de 600 páginas compilada y editada por Reynaldo Jimenez, que abarca aproximadamente desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX). Es decir, la corriente del barroco áureo y la psicodelia latinoamericana parecen haber quedado sepultados bajo el fango del olvido y la pereza. Para descalificarla, frente a la tradición que podríamos llamar La tendencia materialista (nombre que ha recibido la antología de poesía de los 90 compilada por Violeta Kesselman, Ana Mazzoni y Damian Selci, que reúne autores como Cucurto, Casas y Raimondi, entre otros) se usan los adjetivos “intelectual” y “difícil”, adjetivos no muy lejanos a los que había recibido Borges, de parte de algunos críticos de la época, por los cuentos que integran Ficciones. Permítanme, entonces, tratar a este olvido general y a esta actitud cíclica y de pura actualidad en continuo reciclaje como un síntoma. Esto nos lleva a una pregunta un poco más incómoda (y los adeptos al diván recordarán cuando esa reflexión les causó un escalofrío y mantuvo desvelado) ¿Por qué olvidamos lo que olvidamos? Esbozaré una hipótesis que, como Lönrot, espero que sea, al menos, interesante: el miedo que produce la necesidad de supervivencia del YO, de la consciencia egóica (y agónica) que mantiene sobre ruedas la ilusión de que es posible seguir así. Mantengo, aunque parezca exagerado, las premisas que he sostenido hasta ahora en este texto. No obstante, más adelante las haré más explícitas aún.

En estos términos ya pasamos del poema a su circulación, al trabajo editorial y a su recepción. Hablemos, entonces, del humor. El humor ha sido una herramienta poderosa en mano de grandes artistas, cuando estos se han posicionado frente al poder y al status-quo. Por ejemplo: Mark Twain y Jonathan Swift. Ese humor no estaba buscando complicidad del público solamente, planteaban polémicas que han costado caro a los autores y a su obra. Esos textos se encontraban, de alguna manera, subvirtiendo y destruyendo la lógica dominante. Pero también podemos encontrar el humor en su formato “conservador”. ¿Puede el humor ser conservador? Si. El ejemplo es aquél texto que, buscando la complicidad inmediata de sus receptores, pone en juego un material previsible, de manera más previsible aún, ya que incomodar o poner en cuestión los valores imperantes no es su meta. Eso puede encontrarse bastante fácilmente en los eventos de poesía oral, desde sus formatos más masivos (Slam) hasta las lecturas con un público de no más de veinte personas en un centro cultural oculto en el inframundo de los subsuelos de Buenos Aires. Para esto pensemos una situación imaginaria pero posible: una lectura de poesía integrada por un grupo de lectores y oyentes que poseen, en gran parte de los casos, educación universitaria, y los que no, pertenecen, de igual manera, al conjunto de la sociedad “progresista” que vela por lo políticamente correcto en lo que respecta al discurso instaurado desde los sectores de la “elite académica”. Hagamos de cuenta que alguno de los autores presentes lee un texto que abarque las siguientes temáticas: machismo, pansexualidad, gobiernos de derecha, capitalismo, uso de drogas o todas al mismo tiempo. Es posible -y me atrevería a afirmar que muy posible- que los chistes que surjan de esa lectura sean esperables y compartidos por la consciencia bien pensante y políticamente correcta de los jóvenes (y no tantos) “progresistas” presentes. En esos casos, cuando el humor busca una complicidad y no dinamitar etiquetas, son como el uso de un adjetivo redundante. Todos ríen, aplauden y luego de terminado al evento vuelven a su cama a dormir diciéndose: “Que bueno, piensa como yo”. Pues claro, “el humor nos identifica”. Ese corset de la experiencia nos priva, quizá, de la experiencia más rica de la vida, por no decir su esencia: devenir. Esa experiencia, más rica, más brillante de la poesía, como diría Perlongher, se expresa cuando la cuerda del lenguaje común (tanto en uso como compartido) se tensiona, y cuando los materiales en uso (la palabra, la historia y la ciencia, por no decir todo el capital simbólico de la humanidad) se ponen en juego para renovarse y cuestionarse. Sin embargo, esta negación de la otredad en tanto cuestionamiento de lo que yo-soy-y-pienso parece estar anclada en algo propio de la experiencia actual. El filósofo coreano Byung-Chul Han, autor bastante popular hoy en día, plantea esto en términos claros: en el estado actual del desarrollo de la maquinaria capitalista, con su capacidad infinita de asimilación, la negatividad, eso que genera dudas, que nos obliga a modificarnos continuamente, que nos impone un freno (ese NO que señalaba Camus como principio de la rebeldía, e incluso la pasividad de Bartleby) resultan exasperantes y deben ser, si no eliminadas, silenciadas.

En otras palabras, desde un planteo más orientado al campo de la filosofía y la economía, habría que preguntarse hasta qué punto ese tipo de producciones “cómodas” para un sector que se cree en lo correcto siempre, in the sunny side of the street, no es hija directa, y hasta cierto punto cómplice, de mantener en pie una “sensibilidad neoliberal”. Es por eso que creo, como me dijo un amigo en pleno fervor de lectura poundiana: “Hay que ser insoportablemente antiguo”. Ese es, tal vez, el gesto más moderno. Como dirían Pound: Make it new. El que decida tomar la palabra decidirá entre dos tipos de personajes: el clown de la corona, o el fool shakespeareano. Mientras uno entretiene al rey, el otro habla a un público que parece no entenderlo y lo tilda de loco.

 

Moltissimo piu avanti ancora: credo

Lo que leerán a continuación es un ejercicio de humildad o, como lo llamaría Ciorán, Ejercicios de admiración. Es, en otras palabras, un credo poético.

– “Na me so atta” [Eso no soy yo], Buda/ “Yo es otro”, Rimbaud:

Cada vez me convenzo más que la experiencia poética sólo necesita el yo para ponerlo en cuestión. El poeta no busca alcanzar únicamente su mundo. El poeta busca algo trascendente, se dirige a la humanidad en su conjunto, al mundo oculto detrás de la construcción que se hace de él, le canta a los animales y también, por qué no, a las piedras. La empatía no se constituye por parte del lector que busca identificarse y re-afirmar su YO (cultura mediante) sino en la voz del poeta que es capaz de correrse del eje para hacer fluir una experiencia del mundo más vital.

 

– “Nosotros, los brujos…”, Deleuze & Guattari:

Esta famosa frase que se lee en Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia, en la meseta “Devenir-intenso, devenir-animal, devenir-imperceptible”.  Juan Salzano le ha dedicado un libro que compila ensayos de varios autores latinoamericanos que parten desde esa premisa. En primera instancia creo que se dirige, de alguna manera, en el mismo sentido que Rimbaud y Buda, agregando un elemento más. El brujo, como los druidas, siempre se han caracterizado por su posibilidad de devenir-otra-cosa. Es decir, establecer puntos de contacto con otras sensibilidades que nos libera, a algunos, de “esa vergüenza de ser hombres”. Aún creo firmemente que el orgullo humanista es el primer primer obstáculo para avanzar hacia otras formas de vida, quizá, más interesantes.

 

– “Somos las abejas de lo invisible”, Rilke

Parte del orgullo del artista, sea cual sea la rama que practique, está en salvar lo que está oculto a los ojos de casi todo el mundo. No es un trabajo visible, no se escribe para un público específico, se escribe y se crea para la posteridad. Rilke soñaba con el mundo abierto de los animales, es decir, vislumbrar el absoluto. ¿Por qué soñar menos? ¿Por qué no sentirse responsables del deber de estar a la altura?

– “Alguien que no comunica nada, salvo la fascinación por el sociolecto de su época: un sobornado”, Héctor Libertella

No basta el uso de una palabra, o un conjunto de ellas, para ser contemporáneo. A lo sumo se será actual, es decir, correrá en paralelo a las demandas y el aturdimiento de su época. ¿No es, para el autor, el vicio más a mano, junto al “guiño conservador”, para constituir una obra “digerible” o aceptable? El soborno del público es fácil de obtener si se busca satisfacer una demanda y no crear una nueva sensibilidad.

– “Hablaré para que mis palabras avergüencen a mis acciones”, René Daumal/ “La poesía dejará de ponerle ritmo a la acción; irá adelante”, Rimbaud.

La obra no es un punto final, es, sobre todo, un camino a transitar. Un autor busca ser coherente con su obra, comulga hacia ella. Al mismo tiempo que sienta bases para un futuro y una nueva sensibilidad, convoca al autor a avanzar en su Guerra Santa, contra sí mismo y su comodidad. ¿O, acaso, alguien escribe para persistir en su ser?

– “Superus est sucud cuod inferus” [Lo que es arriba es como es abajo], Hermes Trimegisto

Este principio que puede verse repetido hasta en el discurso de Jesucristo (“así en el cielo como en la tierra”) puede complementarse con otro similar, aunque no igual: “Adentro es, como es afuera”. En palabras de Rimbaud: “El poeta es robador de fuego. Lleva el peso de la humanidad, incluso de los animales; deberá hacer sentir, palpar, escuchar sus invenciones. Si lo que trae de allá abajo tiene forma, él da forma; si es informe, lo que da es informe. Hallar un idioma”. El trabajo del poeta es conciliar ambos mundos, traer el paraíso perdido. Para eso debe ser capaz de ver las correspondencias.

– “Poesía nueva ha dado en llamarse a los versos cuyo léxico está formado de las palabras “cinema, motor, caballos de fuerza, avión […]”, y en general, de todas las voces de la ciencia y las industrias contemporáneas, no importa que el léxico corresponda o no a una sensibilidad auténticamente nueva. Lo importante son las palabras.

Pero no hay que olvidarse que eso no es poesía nueva, ni antigua ni nada. Los materiales artísticos que ofrece la vida moderna, han de ser asimilados por el espíritu y convertidos en sensibilidad”, César Vallejo

Como en la frase de Libertella, si las palabras son lo importante para definirnos como seres que experimentan vivamente la sensibilidad de su época, estamos en un engaño. Gran parte de la poesía actual que gira en torno a las nuevas (y no tan nuevas) experiencias cibernéticas, parecen estar atravesadas por dos problemas: 1-Fe en el soporte, 2-Una tendencia deíctica, una actitud de referencia directa. Ambos implican un nivel de desarrollo poético o de consciencia de lenguaje poco desarrollados. En primera instancia ambos implican un uso particular de la palabra, en el que la mera mención (en este caso Facebook, Gmail, twitter, Instagram) ya está convocando una sensibilidad. Muy por el contrario, podríamos afirmar que esa persona aún hace énfasis en esas palabras como soporte porque aún no ha encontrado una forma para su sensibilidad.

– “Lo contemporáneo es lo intempestivo”, Friedrich Nietzsche/”Puede llamarse contemporáneo sólo aquél que no se deja cegar por las luces de su siglo y es capaz de distinguir en ellas la parte de la sombra, su íntima oscuridad. […] Esto significa que el contemporáneo no es sólo aquel que, percibiendo la oscuridad del presente, aferra su luz que no llega a destino; es también quien, dividiendo e interponiendo el tiempo, está en condiciones de transformarlo y ponerlo en relación con otros tiempos […]”, Agamben.

La historia está llena de proyectos inacabados y de deseos interrumpidos. Muchos de esos eran, y son aún (siempre que lo queramos) el futuro posible del hombre. Es un deber del contemporáneo hacer ese lazo con la historia, reavivarla y como lo haría el mesías, conducir a la salvación o, al menos, intentar provocarla. El acto creador, tanto en la filosofía como en el arte, es una guerra contra la estupidez. Si alguien se compromete con eso, la guerra debe ser total. Al menos yo, no espero menos.

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