Graciela Vidiella reflexiona sobre cómo tramitar la relación entre respeto de la autonomía y políticas para reducir la pobreza.

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Lo primero que tenemos que pensar es que liberalismo se dice de muchas maneras. Hay una idea muy instalada que lo identifica casi exclusivamente con el libre mercado, con la libertad de consumo y con el achicamiento del Estado. Pero el liberalismo como corriente ético- política no es eso. Lo que caracteriza a sus diferentes variantes es compartir un núcleo ético básico que considera al individuo- y no a algún colectivo-como la unidad primera de atribución de valor moral, razón por la que merece ser protegido mediante una serie de derechos, siempre atribuibles de manera individual, derechos que no debieran ser sacrificados en aras de la prosecución de algún bien colectivo. Éstos representan la protección de intereses lo suficientemente valiosos como para que, de no dar lugar al interés que custodia determinado derecho, la persona afectada resultará perjudicada de un modo no trivial. No existe una lista cerrada de estos derechos, e incluso cómo debe componérsela es materia de discusión, pero derechos tales como la libertad de expresión, de conciencia, de integridad personal, de asociación, gozan de pleno consenso.

Ahora bien, las diferencias comienzan respecto de cuál es la manera correcta de dar cuenta de este núcleo básico. Al respecto nos encontramos con posiciones que van desde las sustentadas por alguien como Friedrich Hayek (quien consideraba que cualquier intervención del Estado en el mercado constituye un atentado a la libertad individual -pese a lo cual elogió al gobierno de Augusto Pinochet por considerarlo una “dictadura liberal”) o como Robert Nozick (quien también con el propósito de defender la libertad aboga por un estado mínimo) a liberales de cúneo igualitarista como John Rawls y, entre nosotros, Carlos Nino. A mi juicio el liberalismo se halla mucho mejor servido por estos últimos, quienes entienden que una sociedad democrática debe garantizar un núcleo de derechos que proteja las libertades básicas de todos y cada uno de los ciudadanos, acompañado de una distribución justa de ciertos bienes básicos como condición necesaria para llevar una vida digna y para hacer uso de las libertades.

La libertad es, pues, un valor irreductible; no por razones metafísicas sino, si ustedes quieren, por razones histórico- culturales. Es una de las puntas de la trinidad de la Revolución Francesa, es el lema de la Ilustración que tan bien interpreta Kant en el principio de autonomía de la persona. La libertad es, incluso, lo que, según Marx, la humanidad llegaría a conquistar plenamente con el advenimiento del comunismo; es, en suma, la idea fuerza-junto con la igualdad- del proyecto ilustrado del que el liberalismo forma parte, proyecto al que, pese a todo, no encuentro buenas razones para renunciar.

Ahora bien, en la tradición liberal se observa una tensión entre la libertad y la igualdad, en el sentido que el cumplimiento de una puede implicar el no cumplimiento de la otra. Esto es, si se propone una agenda política que priorice alguna forma de igualdad (de recursos, de ingresos, de patrimonio) necesariamente tendrá que ser en detrimento de la libertad, o, dicho, con mayor precisión, de algunas libertades, en tanto que para satisfacer la igualdad el Estado debería tomar medidas redistributivas, como por ejemplo el cobro de impuestos para financiar la educación, la salud o las necesidades de vivienda de los sectores menos aventajados. Ahora bien, desde una posición liberal igualitarista es posible disolver esa tensión si se piensa seriamente qué significa que los ciudadanos tengan las mismas libertades-no todas las libertades posibles, por supuesto, sino las básicas, como la libertad de conciencia, de expresión, de asociación, las libertades políticas, de elección de ocupación.  Se observa con frecuencia que las garantías constitucionales destinadas a proteger estas libertades mediante la distribución igualitaria de los derechos sólo lo hacen de modo formal. Las libertades básicas permiten a los ciudadanos hacer varias cosas, protegiendo las elecciones de sus planes de vida, tanto de las posibles interferencias del gobierno de turno como de las interferencias de particulares. Sin embargo, es claro que la pobreza, la falta de educación, la carencia de recursos tanto materiales como intelectuales constituyen un obstáculo infranqueable para ejercer esos derechos y sacar provecho de esas libertades. Es imposible que se satisfagan los derechos básicos que defiende el liberalismo si no existen condiciones económicas y sociales mucho más equitativas de las que existen en nuestro país, donde el treinta por ciento de la población es pobre. Ser pobre no significa sólo no poder solventar la canasta familiar. Significa, además, no tener acceso a una vivienda digna, no tener agua potable, no estar libre de enfermedades evitables, no tener posibilidad de recibir educación formal, no poder impedir que la libertad de empresa contamine el medio ambiente, no tener capacidad de informarse, no estar en condiciones de ejercer los derechos políticos. Hay una cualidad de la pobreza directamente vinculada con la calidad de la democracia y con el modo en que en ella se distribuye el poder: la pobreza política. Si se mide el poder político en relación con la posibilidad de incidir en la agenda, un pobre político será aquél que no tenga posibilidad de influir en ella, de modo que siempre verá frustrada la satisfacción de sus demandas, a veces, incluso, porque carece de la capacidad de articularlas a fin de encontrar un canal apropiado de expresión en el espacio público o de representación en el espacio político. Los pobres argentinos son también pobres políticos, cuyas únicas esperanzas, no ya de salir de la pobreza, sino satisfacer alguna necesidad básica, se materializan en el puntero de turno; son personas eternamente atrapadas en las redes del clientelismo, un modo tan espurio como cualquier otro de ejercer la dominación. Si nos preguntamos cuáles son las libertades de las que gozan estas personas, la respuesta más optimista será “muy pocas”, sobre todo si las comparamos con las gozadas por las personas mejor situadas en la escala social.

Tomemos como ejemplo una libertad cara al liberalismo como es la libertad de expresión.

Sólo si se practica cierto cinismo puede afirmarse que un habitante de un barrio carenciado y el propietario de un multimedia gozan de igual derecho a la libertad de expresión. Lo mismo ocurre con las libertades políticas. En pocas palabras: una concentración de riqueza en pocas manos acarreará una merma en el usufructo de las libertades de muchos.

A mi modo de ver una agenda liberal, en un país como el nuestro, debe tener como prioridad la reducción de la pobreza en función de asegurar a todos por igual la posibilidad del disfrute de sus libertades. No se trata de renunciar a las libertades individuales en función de un mayor bienestar para los más sumergidos, ni de resignar este último en a favor de las libertades. En todo caso se trata de concebir el bienestar de las personas como expansión de las libertades. Por mor de la libertad debe garantizarse a todos aquellos bienes que constituyen la condición necesaria tanto para la libre elección de los proyectos vitales como para el ejercicio de una ciudadanía plena y responsable. En este sentido, hay ciertas áreas que deben tener prioridad uno: la salud, la educación, el acceso al trabajo, a la vivienda digna, la protección del medio ambiente, el desarrollo científico y tecnológico. El estado debe asegurar un derecho universal e igualitario a la atención de la salud en todos sus niveles; la educación debe garantizar una auténtica igualdad de oportunidades para la futura elección de los proyectos de vida. El desfinanciamiento en las áreas de salud y educación es inadmisible. Es inadmisible que el Estado no invierta en programas tendientes a nivelar las capacidades y habilidades de los estudiantes provenientes de sectores desfavorecidos respecto de los más favorecidos, lo que sin duda incluye una jerarquización de la profesión docente, que no implica sólo la cuestión salarial sino una capacitación cualificada y sostenida.  También es inadmisible que el 16% de los argentinos no tenga acceso al agua potable, como lo es que el Estado no impida la fumigación con glifosato en los campos, y podríamos seguir con otras inadmisibilidades.

En síntesis, volviendo a la pregunta del inicio. El liberalismo (igualitario) no puede esperar en tanto su punto de mira es la igualación sustantiva-no sólo formal-de las libertades de todos. Se trata, entonces, de reducir los obstáculos que resultan de las inequidades sociales, para que cada cual tenga las mismas chances de vivir una vida autónoma

 

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