El movimiento antivaxxer suele ser tratado a la ligera por el mundo científico y por la mayoría de los que practican la medicina tradicional occidental (alopática). «Inconscientes», «ignorantes» y «paranoicos» son sólo algunos de los adjetivos que la gente utiliza para referirse a los usuarios de la medicina homeopática y a los antivacuna, sin embargo la cosa no es tan sencilla. Lejos de relativizar la medicina, es necesario preguntarse cuáles son las experiencias personales que han impulsado el giro desde el ambito de la medicina tradicional al de las terapias alternativas. ¿Qué impulsa esa decisión? ¿Hay algo que la ciencia, en su afán de objetividad, está olvidando al ver a un paciente? Escribe Eugenia Santana Goitia.
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Me llamo Eugenia y me faltan vacunas.
Me da vergüenza que me falten vacunas.
Mamá era antivaxxer. Mamá se murió, de cáncer, en 2012.
El tema de las vacunas está de moda. O más bien, los antivaxxers están de moda y, razonablemente, el discurso que se opone a este acto concebido como lisa y llanamente descerebrado está en alza y se repite por todos lados.
Mamá, por supuesto, fue una pionera. Cuando mi hermana más grande tenía dos años iba al acupunturista. Antes de cumplir doce, yo ya había visto a más médicos alternativos que clínicos tradicionales: homeópatas, médicos antroposóficos, médicas chinas. El doctor Sosa, el doctor Irrazabal, el doctor Siciliano. Nos miraban el iris. Nos hacían dibujar. Nos preguntaban si soñábamos en blanco y negro o en color. Comíamos comida ayurveda. Comíamos quinoa. Usábamos productos Weleda. Tomábamos globulitos. Para los piojos del colegio primario usábamos quasia amarga y shampoos comprados en la dietética. No tomábamos Coca Cola. No comíamos Patitas. No comprábamos jugos envasados. En casa nunca había café. Comíamos chía. Comprábamos cosas dulces en Hausbrot. Mamá amasaba pan. No comíamos fritos. Para llevar al colegio mamá nos daba brownies de algarroba. Comíamos de acuerdo a nuestro grupo sanguíneo.
Claro, mamá era antivaxxer. Cuando yo nací estaba de moda ese estudio (después se comprobó que era falso) que asociaba vacunas con autismo. Mamá, por supuesto, creyó que no poniéndome la BCG me hacía un bien. Un homeópata le dijo que igual me tenía que dar la antitetánica, la antidiftérica, la Sabin. Firmó mi certificado de vacunación.
En el colegio todos comparaban sus cicatrices. Ví todas pero yo no tenía ninguna.
Mamá no era idiota. Mamá no le daba la espalda a su salud. De alguna manera, vivía obsesionada con su salud. Con estar bien, con comer frutas, con comer comida de los colores correctos, aceite de primera presión en frío. Lo mismo hacía con nosotras. Dietas. Comida sana. En mi diario de tercer grado yo anotaba todas las veces que comía algo fuera de planes. Una galletita dulce, un alfajor, una barrita de cereal.
No es que no íbamos al médico. No es que mamá no sabía que podíamos enfermarnos. Pero no tomábamos antibióticos. La primera vez que tomé antibióticos tenía 17 años. Me los recetó Pablo, el médico antroposófico, para una infección un poco seria en un pulmón. Si nos dolía la cabeza, nos dolía la cabeza. No había que tapar los síntomas. En cada dolencia se escondía otra cosa, un significado oculto cifrado en cada órgano del cuerpo. Los riñones eran el miedo, el hígado el enojo. Si te dolía la panza tenías que comer comida naranja. Para el dolor de cabeza pensar en el color azul.
Releo lo que escribí hasta ahora y me parece una locura. Una locura que por supuesto hace sistema con una visión antivaxxer del mundo. Un visión antivaxxer del mundo también es una versión un poco paranoica del mundo: ¿por qué esos laboratorios querrían pinchar a todos esos bebes con tantas ganas?¿por qué hay una vacuna para la varicela si es una eruptiva normal de la infancia?
¿Por qué existen los antivaxxers?¿Por qué mamá, que creía en la ciencia, en el desciframiento del genoma humano y en las causas y los efectos era antivaxxer?
Mamá contó que una vez, después de haber vendido un campo familiar disputado entre muchos primos, el campo donde había muerto su mamá (de un coma diabético), fue a una comida con un montón de gente. Estaba, según ella misma, “hecha pelota”. Le recomendaron ver a un psiquiatra. Vio al psiquiatra. Le recetó un antidepresivo (seguro una de esas drogas que ahora les dan a los caballos), mamá lo tomó, se durmió y cuando se despertó estaba desorientada. Se sentía mal, mareada, y rompió una lámpara. Volver de ese estado le llevó varias horas.
Mamá también contaba siempre que cuando viajaron el campo con sus padres y sus hermanos, mi abuelo, por precaución, hizo que les sacaran el apéndice antes de irse. Por las dudas. En ese viaje murió mi abuela. Mamá tenía seis años.
Mamá era antivaxxer, creo, por eso. Una obsesión respecto a la no intervención sobre el cuerpo, una obsesión respecto al exceso de intervención sobre el cuerpo. Hay antivaxxers que siguen modas: modas new age de alimentación sana, estimulación de la inmunidad por otros medios, pretensiones holísticas. Lo de mamá era un poco así, pero a la vez no. Mamá había tenido una mala experiencia con médicos tradicionales: mamá no creía que los médicos tradicionales pudieran escucharla.
Cuando le conté esto a un amigo hijo de médico me dijo algo así como “evidentemente nunca fue a un buen clínico”. Hay algo de eso ¿pero qué es un buen clínico? Cualquier homeópata, hasta el más básico, te hace preguntas personales y te pregunta si soñás en color. Trata de darte un remedio que cuadra con tu personalidad. Placebo o no, hay una escucha sostenida de lo que el paciente tiene para decir y una confianza en su capacidad para elaborar juicios sobre su propio cuerpo.
Mi médico antroposófico se quedaba con los dibujos que yo hacía en las consultas: lo divertían. Lo ví años más tarde y todavía los tenía guardados en una carpetita.
Pienso en mamá, que pasó de los globulitos a la quimioterapia sin escalas. Pienso en cómo la quimioterapia fue una intervención absolutamente innecesaria sobre su cuerpo: se iba a morir de todas maneras porque tenía cáncer avanzado y un cáncer rarísimo (sólo el 1% de los cánceres de ovario) y agresivo (carcinosarcoma).
Me acuerdo de su oncóloga anotando en una hoja los datos de la anatomía patológica que una técnica de laboratorio le pasaba por teléfono y recetando ciclos de quimio con drogas que se usan para tratar carcinomas. Me acuerdo de su oncóloga negándose a cambiar la fecha de inicio de la quimio: mamá no quería que cayera el 15 de junio, cuando se cumplía un año de la muerte de su hermano. Me acuerdo de mamá, ya internada y en el tramo final, palpándose al abdomen, encontrando algo raro y preguntándole a un médico qué tenía abajo de los dedos : “Un poco de tumor”, le respondió. Me acuerdo, también, de un médico que vino a proponer un tratamiento alternativo con unas drogas más fuertes que requerirían muchas más internaciones. Mamá dijo que no quería y después empezó a vomitar.
Hoy no creo que la homeopatía tenga soluciones. No quiero terapias alternativas. Si me duele la cabeza, tomo analgésicos, y si tengo alergias, me pongo cremas con corticoides y tomo antihistamínicos sin dudarlo. Tomo anticonceptivos. Pero creo que cualquiera de esas experiencias que atravesé con mamá hubieran sido suficientes para preguntarme por los alcances de la medicina “tradicional” (o como decíamos en jerga alternativa, alopática), si escucha a sus pacientes o no, si considera al cuerpo o no.
En fin: no todos los antivaxxers son idiotas. Preguntarse qué lleva a las personas a alejarse de la medicina y el rigor científico (sabemos que las vacunas funcionan y son fundamentales, sabemos que la vacunación no es un acto individualista) también sirve.
Todavía me faltan vacunas. Me da tanta vergüenza no tenerlas que nunca fui a dármelas.