Como dijeron en alguna nota perdida en internet, cualquier final iba a producir descontento en los televidentes. Inevitablemente, de una u otra manera, la serie parecía destinada a traicionar nuestras expectativas. Algunos dijeron que el final fue tan decepcionante como lo fue el de Lost, mientras que para otros fue mucho mejor de lo que esperaban luego de los dos capítulos anteriores. Fuera de toda discusión, cerrada la rueda, es momento de plantear una lectura global ¿Qué pasó en estas seis semanas después de más de ocho años? Escribe Belén de los Santos.
* * *
—¿Estuvo bien… lo que hice?
—Lo que hicimos.
—No se siente bien.
—Preguntame de nuevo en diez años.
Y un día como cualquier otro, pero domingo, sucedió que Game of Thrones emitió su episodio final, cerrando múltiples viajes y aventuras acompañadas por millones a través de los años. La serie que hizo del plot twist un modus operandi realmente terminó de la forma menos esperada: difícilmente hubiésemos podido imaginar, años atrás, que el final se emitiría entre la polémica y las críticas por el bajo nivel de los últimos episodios. Yo, por mi parte, le dediqué la última nota a la falta de desarrollo narrativo que hicieron del giro más importante de esta ficción un vuelco anticlimático. Y, ahora, justo en el momento en el que el ex-fandom parece haberse calzado la gorra de haters y se hunde en un mar de memes —siempre geniales, siempre bienvenidos—, es el momento de tomar posición: “El trono de hierro” tuvo escenas icónicas y muy bien logradas, diálogos fuertes como los que extrañábamos y temáticas centrales exploradas en sus diferentes matices y no de forma burda y dicotómica. Y sí, también hay que decirlo, unos cortes temporales dudosos que casi destruyen todo lo demás y nos recuerdan el triste apuro de estos últimos años. Pero la experiencia del último trayecto de estos personajes que el episodio anterior obturó completamente, el domingo pasado se logró. Este final tuvo, contra las expectativas, la suficiente sustancia para dejar a esta lectora contenta. Acompáñenme una última vez a ver por qué, o pregúntenselo de nuevo en diez años.
El último episodio se abre con una certeza. La solemnidad de Tyrion, a medio camino entre la conciencia del horror y la resignación, les también la nuestra. La caminata del último Lannister atravesando la devastación absoluta nos confirma que no hay vuelta atrás posible; su confianza en la posibilidad de un mundo mejor para Westeros, alimentada por años junto con nuestra expectativa, ha sido literalmente reducida a cenizas. La destrucción de King’s Landing es total e irreversible. No nos queda más que introducirnos en medio del desastre para ver qué surge del fondo de sus entrañas. El enano emprenderá entonces una búsqueda personal, hasta desenterrar con sus manos los cadáveres de sus hermanos en una escena tan bien actuada como conmovedora.
Nosotrxs, por nuestra parte, seguimos a Davos y a Jon para dar con una segunda certeza —polémica, quizá, pero igual de irrefutable—. Tal como lo anticipamos hace una semana, en medio de los memes y la indignación, ahora podemos con argumentos sostener lo siguiente: Dany no se volvió loca. Si pensamos la locura como un arrebato de emociones que nublan la razón, Dany definitivamente no está ni estuvo loca jamás. Y el episodio tarda cinco minutos en confirmarlo: en la orden a Gusano Gris de matar a los últimos soldados indefensos, no hay arrebato, no hay exceso de emociones; lo que hay es la continuación en frío de una decisión tomada de antemano. Para Dany el exterminio es lógicamente necesario. Eso es lo que nos transmite esta escena, es lo que espanta al siempre tan inactivo Jon. Es también lo que el episodio seguirá construyendo —de manera mucho más exitosa que en el anterior, para nuestro disfrute— hasta el momento de su inevitable muerte.
Ahora, es evidente que decir que Khaleesi no está loca no significa ni por casualidad que su decisión no haya sido terrible, sino más bien lo contrario. Creo, simplemente, que lo menos interesante del giro en el personaje de Dany es pensarlo en términos de locura. La locura es siempre algo que nos resulta radicalmente ajeno: es el quiebre de la razón misma, de lo que nos constituye como individuos pensantes. No podemos empatizar con ni acercarnos a la locura, mucho menos a una locura mal construida como la de Dany que aparece de forma sorpresiva e intempestiva no sabemos bien de dónde. Y si no podemos sentirla cercana, no podemos experimentar los matices más ricos que nos obligan a explorar las mejores ficciones, en este caso: ¿podríamos nosotrxs también soñar con una utopía de libertad y terminar cometiendo un genocidio? ¿Podríamos nosotrxs también comenzar una revolución contra el status quo y terminar convencidxs de que nuestra verdad es la única inclaudicable?
Si pensáramos que Dany en dos episodios —perdón, en uno y medio— de pronto dejó de razonar, se atragantó de emociones y terminó masacrando un pueblo, posiblemente nuestra respuesta fuera fácil: no. Porque creo que todxs más o menos coincidiríamos en que no estamos locxs; en la medida en que nos preguntamos estas cosas, seguimos razonando, por lo cual estamos medianamente cuerdxs. Por ende, esta problemática no tiene nada que ver con nosotrxs. La lectura se clausura. Por eso me parece tanto más fructífero —y agradezco a D&D y a todxs lxs dioses, lxs viejxs y lxs nuevxs— que lo de Dany se presente no como pérdida de razón sino como un exceso de lógica. Pero, antes, vamos a la nueva representación de Dany en su nueva versión “reina de las cenizas”.
Arribamos, con Jon, al epicentro de su poder: se escuchan los gritos de los dothraki y vemos la bandera Targaryen plantada sobre las ruinas. Toda la escena predominante gris tiene reminiscencias fascistas, es el escenario perfecto para la nueva Dany totalitaria. Jon se abre paso entre los dothraki enardecidos y los inmutables inmaculados, mientras Arya sigue la escena también desde una galería alejada. La forma en la cual se nos presenta este nuevo orden está diseñada para comenzar a apartarnos de aquello que en algún momento sentimos cercano. La mirada de lxs Stark no es cómplice y la nuestra tampoco, ellxs se sientan con nosotrxs a observar el cambio, desde afuera. (Hay que decir que la representación de la multitud que sigue a Dany es terriblemente europeizante y posiblemente habilite próximas lecturas, válidas, de la representación de los personajes no caucásicos en la serie: los dothraki son una masa exaltada y a los gritos sobre el caballo y los inmaculados son máquinas de matar —parece que para volverlos extraños ante nuestrxs ojos no han hecho más que caer en estereotipos de lo exótico para la mirada europea…)
Lo cierto es que hay una apuesta sobre la construcción de la escena para contar el giro que ha tomado el reinado de Dany. Se trata de un cambio palpable que transitamos junto a los personajes y que reemplaza con mucho más éxito a las pasadas escenas en donde a falta de mejor representación solo se filmaba a los personajes diciendo “Dany se está volviendo una loca, Dany va a ser una tirana”. Y, entonces, la entrada espectacular, una imagen más fuerte que el fuego sobre King’s Landing: Dany entra al escenario, Drogon detrás extendiendo sus alas. Ambos se fusionan y ella, finalmente, aparece convertida en la verdadera reina de fuego. Este nivel de narrativa visual es el que comienza a compensarnos, no del todo, pero lo necesario, el proceso de cambio que no vimos, que nos arrebataron.
Lo que queda se construye en los diálogos que siguen. En la conversación de Tyrion y Jon se retoman y elaboran las grandes temáticas sobre las que se construye toda la serie: la construcción del poder, la posibilidad de cambio, las elecciones, el destino. La comprensión desgarradora de la lógica que llevó a Dany a la tiranía está plagada de grises, no es maniquea ni dicotómica. Ni una vez les oímos decir que enloqueció. Hay, más bien, una construcción desde la acumulación de experiencias. Más que locura, hablamos de una lógica propia convertida en convicción tan absoluta e impenetrable que parece volverse su peor enemigo: ella liberó a todos los pueblos matando a sus enemigxs y ahora en Westeros, absolutamente sola, cuestionada y traicionada por sus más cercanxs, solo ve enemigxs. “Ella lo creía verdaderamente. ¿No matarías también a quien se interpusiese entre vos y el paraíso?”. Con esta versión de Dany sí podemos empatizar. ¿En qué momento la convicción puede volvérsenos tiranía? ¿Serán todas nuestras más íntimas convicciones capaces de ser consumidas por nuestro propio fuego? ¿Cómo estar lo suficientemente antentxs cuando pase?
Jon se debate entre el amor y el deber. Lo desgarrador de la situación es que ambos personajes están atravesados por su amor por Dany. Si el amor de Jon no terminó de convencernos por lo apurado, del de Tyrion no tenemos dudas: Dany fue para él la promesa de una forma de poder diferente; para él, que salió espantado y perseguido del seno corrupto de los Lannister. Para nosotrxs, el personaje de Dany representaba exactamente lo mismo, la confianza en la posibilidad del cambio —no macrista, por favor—, de la ruptura con un orden político establecido. La serie nos muestra a través de Tyrion, quebrado, la desgarradora necesidad de poner en duda también lo que se ama, sobre todo lo que se ama, para no caer en la tiranía de una convicción individual.
¿Podemos romper con lo establecido? ¿Se puede dar lugar a algo completamente nuevo? Dany persigue toda su vida este objetivo y termina encerrada dentro de su propia convicción: la idea de lo nuevo, lo impensado, funciona para ella como una justificación de sus medios. “El mundo que necesitamos no puede construirse con hombres leales al mundo que tenemos” exclama la reina. Más que locura, el argumento de Dany parece excesiva y peligrosamente lógico. Su razonamiento tiene un único agujero, que Jon expone: se basa exclusivamente en una certeza que es solo suya.
—No es fácil ver algo que jamás ha sido.
—¿Cómo sabés que será bueno?
—Porque sé lo que es bueno. Y vos también.
—Yo no.
La utopía de Dany deviene tiranía cuando su justificación se cierra en su propio saber y en su posibilidad de elegir sobre otrxs. Lo único que diferencia en esencia a tía y sobrino no es el haberse animado a matar por una idea; tampoco es la misericordia. Lo que lxs distingue es la conciencia de Jon (quizá su lado Stark) de que la convicción individual no basta y el saber individual no puede regir sobre el saber de otrxs. Al final, es la duda de Jon, su no saber nada lo que salva a Westeros de la tiranía. Paradójicamente hermoso.
El personaje de Dany acaba inmolándose en su persecución del nuevo orden, cayendo por su propio peso. Debe morir; solo al hacerlo es que la rueda se rompe verdaderamente. El cambio que perseguía, tan radical que no podía sostener a la población de Westeros, no era posible. Los cambios políticos a través de la historia jamás funcionaron bajo la simple lógica del borrón y cuenta nueva. Sin embargo, es el impulso desestabilizador de su utopía lo que acaba derivando en un nuevo orden: la protodemocracia de los —ahora— seis reinos.
El lugar de la ficción
Es difícil ver lo que jamás ha sido. Dany sueña con una utopía y muere tirana, Sam propone una democracia y sólo provoca risas. Ya sea en forma de tragedia o comedia, lo cierto es que no se puede operar sobre lo impensable, lo que aún no tiene nombre. Primero, hay que poner palabras. Primero, contar historias. Lo que jamás ha sido, eso que no podemos ver, está primero en la ficción.
En el final de la serie, Bran se queda con el trono como el autor que tiene el poder de narrar las historias que le otorgan sentido a este mundo. Tyrion, a su lado, es el personaje que mejor ha oficiado de lector temporada a temporada (y por eso es el personaje que más cercano sentimos siempre). Su lectura es una lectura activa, comprometida, que interpreta no como mero gesto intelectual sino para operar sobre el mundo de forma directa. Tyrion es lector, sobre todo, cuando admite que sólo en diez años será posible saber si su lectura fue correcta, porque la lectura es un acto de conocimiento siempre cambiante y sujeto a un contexto; en la lectura, intentamos cerrar un significado, ordenar el caos de las cosas para poder actuar en consecuencia, pero solo de forma momentánea. La lectura puede y debe verificarse y rectificarse constantemente para no caer en desuso, para no volverse un discurso tirano, cerrado.
Tyrion es y siempre ha sido el gran lector de esta historia, aún en sus desaciertos. Quizá sea por eso que no aparece en la versión que Sam le presenta de Canción de hielo y fuego. O quizá el hecho de que no aparezca es una forma de mostrarnos que el texto que escribe el archimaestre Ebrose, supuestamente un texto histórico, es tan ficcional como la serie misma, llena de agregados y emisiones. De cualquier forma, lo cierto es que esta historia se cierra con una reflexión extendida sobre la importancia del ejercicio de escritura y de lectura. Y yo tengo la suerte de poder cerrar este viaje de lecturas con ustedes, compañerxs, con una reflexión del mismísimo Tyrion Lannister sobre el verdadero poder que está en juego en este relato, que es el poder de la ficción:
No tuve nada que hacer las últimas semanas más que pensar… En nuestra sangrienta historia, en los errores que cometimos. ¿Qué une a las personas? ¿Los ejércitos? ¿El oro? ¿Las banderas? Las historias.
No hay nada en el mundo más poderoso que una buena historia. Nada puede detenerla. Ningún enemigo puede derrotarla. (…) [Bran] es nuestra memoria. El guardián de todas nuestras historias. Las guerras, casamientos, nacimientos, masacres, hambrunas, nuestros triunfos, nuestras derrotas. Nuestro pasado. ¿Quién mejor para llevarnos hacia el futuro?