En su libro En el enjambre, Byung Chul Han hace hincapié en un fenómeno propio de la actualidad: la shitstorm. Esta palabra, cuya traducción al español sería «Tormenta de mierda», hace referencia a la proliferación descontrolada de la agresión en el ámbito virtual. Portales de noticias, Twitter y Facebook, no hay lugar donde no nos encontremos con trolls, cataratas de insultos, amenazas y una variedad infinita de expresiones de odio. ¿A qué se debe esa violencia gratuita? Para Han, es un efecto directo de la ausencia de los cuerpos. El respeto, en su concepción más intuitiva, es el resultado de la distancia entre dos cuerpos, de la existencia de un «espacio personal». En internet la distancia y los cuerpos no existen. En esta oportunidad, Ana Paula Calvo,  Lic. en Ciencias de la Comunicación Social (UBA), nos presenta un análisis sobre la relación entre pérdida de la corporalidad y las nuevas tecnologías.

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Es noticia vieja que las nuevas tecnologías se están volviendo cada vez mas parte de nuestra cotidianeidad: en el trabajo, en el hogar, en las instituciones educativas, en la calle, en los medios de transporte, a la hora de hacer deporte, y  en las formas –vertiginosamente cambiantes- de relacionarnos y comunicarnos con los otros. Hoy, y cada vez más para las nuevas generaciones que nacen y crecen enteramente bajo este paradigma, es imposible pensarnos sin las bondades de las nuevas tecnologías en nuestro día a día. Hoy perdemos el celular –que es mucho más que un teléfono – y perdemos algo más que solo contactos; hoy conocemos “gente” a través de la interacción en las redes sociales; trabajamos desde casa sin tal vez  jamás verle la cara a nuestro empleador, con un contrato virtual, y con depósitos o transferencia en cuentas bancarias o pagos en monedas virtuales;  hoy la información no se busca en libros sino que se investiga en internet;  los niños aprenden a través de las computadoras; y los más chiquitos se desarrollan de la mano de las más diversas aplicaciones de aprendizaje en tabletas y dispositivos electrónicos.  Pero esto no es todo, también esta su contracara: control de interéses y gustos a través de nuestras búsquedas en internet, datos registrados en sistemas virtuales, datos financieros y personales a disposición en la nube; aplicaciones que controlan nuestras medidas corporales; y un sinfín, cada vez más creciente de etcéteras que es posible gracias a la información aparentemente irrelevante que todos facilitamos casi de manera inconsciente, o cuando menos, sin cuestionar toda vez que utilizamos internet. Las nuevas tecnologías se meten cada vez más y más en nuestra vida cotidiana y en nuestros cuerpos, transformando a una velocidad difícil de asimilar nuestra forma de ser y de estar en el mundo, y por ende, nuestra relación con los otros y nuestra forma de percibirnos a nosotros mismos. Si creemos que contribuimos a crear eso que llamamos mundo en el día a día, este siglo se encuentra en los albores de la creación de algo absolutamente nuevo, que los escritores de ciencia ficción vienen vaticinando hace ya varias décadas: el humano-cyborg, el posthumano, el homo tecnologicus.

La idea de esta breve reflexión no es juzgar lo que está ocurriendo, ni compararlo con un pasado supuestamente “mejor” o “peor” según quien juzgue, sino simplemente esbozar cuestionamientos que surgen a raíz de esta profunda transformación que genera la inserción de las tecnologías en nosotros y su cada vez mayor asimilación, al parecer pasiva y colectiva por parte de las sociedades. Mi interés no es pretender criticar ni alabar estos nuevos tiempos, sino observar, cuestionar y analizar, en qué nos estamos transformando, en qué se está transformando el mundo, cuál es el límite  –cada vez más difuso- entre lo que llamamos “realidad” y lo virtual, hacia dónde vamos como sociedad, y en qué sentidos puede este profundo cambio en la subjetividades contribuir o perjudicarnos, tanto a nivel individual como social.

Hace un tiempo me tocó estar de viaje con amigas y me encontré enfrentada a una situación que me resulto incómoda: para una de mis amigas parecía que toda la experiencia del viaje quedaba reducida a la foto que sacaba – detalladamente cuidada en los lugares más turísticos, en las posturas más excéntricas y “cool”-  que, segundos después de tomada la foto – varias veces hasta la toma deseada, palito selfie incluido y go-pro – sería rápidamente retocada – contrastes, piel, re encuadre, mejoría de colores, fondo desenfocado, creación de viñeta, etc. -, para ser instantáneamente subida a las redes sociales. Lo que no sucedió una sola vez sino durante todo el viaje y a cada momento, y lo que a su vez  no es nada extraño dado que actualmente sucede todo el tiempo. ¿Cuántas veces al día, a la semana, al mes hacemos lo mismo en situaciones completamente cotidianas? Reuniones con amigos, cenas con la pareja, sacar a pasear al perro, bañar al gato, cocinar una nueva receta, salir a correr, esperando el colectivo, dentro del colectivo, entrando del cine y saliendo del cine, en el aeropuerto-terminal-estación de tren, saliendo de viaje o esperando a alguien, en el sillón de casa, con el mate y sin el mate, comprando facturas, si nos fuimos de viaje y si no nos fuimos; y un sinfín de situaciones cotidianas que quedan registradas en nuestros dispositivos móviles con el único fin de ser compartidas en las redes sociales – previo retoque, obligada construcción, hashtag[1] o frasecita divertida, picante o tierna, y etiquetado de las personas que en ella participaron o queremos que vean por alguna razón, y el infaltable emoticón[2]-. Esta es la nueva manera en la que definimos lo que somos al mostrarlo al mundo-virtual. Frente a esto me pregunto: ¿En qué momento se volvió espectáculo, al que contribuimos con énfasis, nuestra vida privada? ¿En qué momento sucedió que lo que somos está determinado por lo que mostramos, y lo que se ve es condición primera de la existencia? Dice Paula Sibilia en La Intimidad como Espectáculo que «lo que aparece es bueno y lo que es bueno aparece. Esta es la tiranía de la visibilidad: En este monopolio de la apariencia, todo lo que quede del lado de afuera simplemente no existe.»[3] Estamos frente a un nuevo paradigma: el de la supremacía de la imagen, el de la visibilidad absoluta. Es imposible negarlo y es absurdo ignorarlo. Esta es la nueva configuración de la comunicación y las relaciones. Dado el escenario actual resulta necesario preguntarnos, en primer lugar dónde está el límite, y si existe cómo emplearlo; y en segundo lugar de qué manera este nuevo paradigma nos transforma y transforma nuestra visión del mundo y de nosotros mismos, y nuestra forma de relacionarnos con los otros. Porque, en el ejemplo arriba planteado, la situación descrita hoy forma parte de la cotidianeidad, en mayor o menor medida, de una gran parte de la población a nivel mundial. Con esto no quiero decir que  la experiencia del viaje  o cualquier otra experiencia queda solo reducida a la publicación que de ella se hace, sino remarcar la importancia que ha tomado a nivel colectivo, y que ya es casi inconsciente o al menos no del orden de lo cuestionable, el mostrar-se frente al ser, la foto frente al momento, la cantidad de “me gustas”[4] frente a la experiencia vivida. En ese casi ingenuo y efímero acto de publicar la foto al instante de tomarla, la experiencia queda reducida a mera publicación, seleccionada, construida  y etiquetada. Y así los momentos cotidianos de nuestras vidas quedan reducidos también, no a lo que fueron, sino a lo que se dejo ver de ellos, porque, parafraseando a Sibilia, lo que no se ve, lo que no se muestra, sencillamente no existe.  Y en este contexto, ¿Cuál es el lugar que le reservamos al otro? Si todo pasa cada vez más por lo que sucede no físicamente si no virtualmente, ¿con quién nos relacionamos cuando nos relacionamos virtualmente? ¿Con otros? ¿Con ficciones? ¿Con imágenes de los otros? Y de ser así, ¿cuál es el lugar al que queda confinado el cuerpo? Nos relacionamos, según Sibilia, con imágenes de los otros y de nosotros mismos, imágenes que buscan rellenar un vacio de una identidad frágil carente de espiritualidad y meramente superficial, producto del sistema, de la forma de vida actual, de la cultura, del mercado, del consumismo vacío, etc., y que por esto son vestiduras que pasan de moda. Hoy cada vez más no existe una identidad definida, sino que “compramos” una identidad, un estilo, prefabricado por el mercado, y lo adaptamos a la imagen que queremos mostrar de nosotros mismos. Así, podríamos cambiarla cuando quisiéramos, y así nos relacionamos virtualmente más que con personas, con imágenes de los demás que entran en contacto con imágenes de nosotros mismos. Es el universo de la máscara, diría  David Le Bretón[5]. Pero aquí máscara no se utiliza como sinónimo de mentira o engaño, sino como máscaras que cada uno se fabrica y se pone y puede reemplazarse por otra fácilmente. No estamos dentro de un género de ficción, porque lo que sucede en la virtualidad es parte de la realidad que nos conforma y nos transforma subjetivamente. Freud utilizaba el término “realidad psíquica”[6] para referirse al proceso mediante el cual una construcción de la psiquis de un sujeto cobra tal fuerza de realidad que ésta logra transformar la subjetividad del sujeto generando efectos positivos o negativos – sería el caso de los traumas psíquicos: cuando el sujeto cree con fuerza de verdad que ha vivido un hecho traumático que en realidad es una construcción psíquica-. Aquí lo que importa no es si el hecho sucedió efectivamente, materialmente o no, sino el efecto de realidad que este tiene en el sujeto.  Podríamos entender al intercambio virtual como una especie de realidad psíquica mediante la cual los sujetos pondrían entre paréntesis el saber de que eso que están viviendo “no es del todo real” o al menos sucede en otro plano de la realidad, y se involucran en el juego, al punto de llegar a tener vidas virtuales completamente paralelas, como en el caso de Second Life[7], o a consumar todas sus fantasías sexuales reprimidas en “la vida real”, como en el caso de la plataforma virtual sexual Red Light Center, donde cada usuario se crea un avatar con el fin de tener intercambios sexuales virtuales. Estas plataformas que se despliegan entre la fantasía y la realidad también forman parte de lo que llamamos vida real. Las experiencias – aunque sean virtuales- que los usuarios tienen los transforman de manera subjetiva y tal vez al mismo nivel que lo haría cualquier experiencia del tipo de lo que llamamos “real”. En las redes sociales pasa algo similar: como dice Sibilia, no nos relacionamos con cuerpos si no con imágenes de cuerpos de los otros, con proyecciones de sus identidades, con personas que se pre fabrican para mostrarse. Nunca hay nada del orden de lo material en las redes sociales si no pura representación de materialidades. En este sentido, ¿podríamos afirmar que la experiencia en las redes sociales es menos real que la experiencia de un contacto físico, material, cara a cara? ¿Qué se pone en juego en estas experiencias que sobrevaloran la relación y contacto virtual por sobre el material o corporal? Decía Freud que el inconsciente trabaja de una manera particular y difícil de comprender puesto que en él no hay lenguaje propiamente dicho, sino intercambio de imágenes, que no se rigen por un orden de razonamiento lineal, sino por asociaciones libres; que es caótico, que se caracteriza por contener relaciones en forma de condensación y desplazamiento, y en cual rige el puro principio del placer: el súper-yo pierde poder en el inconsciente y es por esto que es el lugar donde encontrar lo reprimido, lo que retorna, las fantasías, el yo narcisista.[8] Pero las producciones del inconsciente  no constituyen una ficción, sino que son construcciones que toman elementos de la realidad que se asocian libremente. Hay libertad en el inconsciente, hay realización del placer, hay fantasía. No se ignora “la realidad” sino que se la utiliza de manera libre.

En el mundo de la virtualidad tampoco hablamos de ficción si no de construcción, y no de cuerpos – que cada vez parecen estar más ausentes y ser mas prescindibles – sino de imágenes, cada vez más fabricadas, cada vez mas retocadas. Las redes sociales son el lugar de la exaltación de la obsesión por la imagen, de uno mismo y de los otros. Y esta obsesión por la imagen, alimentada también por la necesidad de reconocimiento que demanda el narcisismo, a su vez tiene que ver en cierto sentido con una ilusión de control sobre el otro: si podemos controlar la imagen que mostramos de nosotros mismos podremos controlar la percepción del otro, su reacción. Pero esto no es más que la nueva manifestación de una pretensión de control sobre el otro que el cuerpo impide, puesto que, como dice Milan Kundera en su novela La Inmortalidad  “nunca sabremos porque irritamos a la gente, que es lo que nos hace simpáticos, que es lo que nos hace ridículos; nuestra propia imagen es nuestro mayor misterio”. [9] Y ese misterio, ese lugar del límite, es el lugar del cuerpo, del cuerpo propio y del cuerpo ajeno; ese cuerpo que pareciera estar desvaneciéndose en la era de la virtualidad, puesto que parece ser cada vez menos necesario. La reciente película (2013) “Her”, dirigida por Spike Jonze fantasea con esta posibilidad que se desliza por el imaginario colectivo de que el cuerpo se vuelva prescindible, que sea mero receptáculo, o mero recordatorio del existir pero casi ya innecesario. El protagonista de la película es un hombre en absoluta soledad, en una sociedad fragmentada e individualizada, con mucho desarrollo tecnológico y escaso contacto con el otro – lo mínimamente necesario: un saludo en el trabajo, charla pequeña con algunos vecinos, etc.-. La historia comienza cuando el protagonista adquiere un nuevo sistema operativo hiper personalizado, con una velocidad impresionante para leer y organizar su agenda, su correo electrónico, y todo lo que en sus dispositivos se encuentre. Pero hay algo más que lo diferencia de otros sistemas operativos anteriores y es que posee o parece poseer marcadas características humanas: se ríe, adivina, razona, goza de un gran sentido del humor y mucha inteligencia, y hasta parece sentir. La película toca su clímax cuando nuestro protagonista se enamora del sistema operativo, y es solo en ese momento en el que el cuerpo se  le aparece como algo que presenta una utilidad  – mas allá de las funciones básicas y biológicas de respirar, trasladarse, etc.-, cuando motivado por su enamoramiento netamente virtual él se masturba y llega al orgasmo, momento en el cual el sistema operativo goza, a la par, también. Ella –el sistema operativo – es virtual, existe, pero es a la vez  producto de su imaginación en el sentido en que no es real materialmente hablando, no posee un cuerpo, sentidos, etc.,  pero lo aparenta, y parece tan real que nuestro protagonista termina enamorándose. No necesita que ella tenga un cuerpo, porque se lo imagina, y esto le da la “ventaja” de darle las características que el más quiera. La existencia ya no parece estar determinada por un cuerpo, al menos no uno biológico. Sin cuerpo, o con cuerpo virtual, no hay conflicto.  Por que el cuerpo material, físico, marca el límite, esa zona de misterio de la que habla Kundera. El cuerpo es la presencia, real, materializada de la existencia de otro, una otredad, otro extraño que no controlamos, que irrumpe sacándonos de nuestra mera existencia, de nuestro encierro. Otro que es a todo instante como nosotros, que nos dice “sí”, que nos dice “no”, que es el lugar de la mirada que nos cosifica o nos salva, el rostro que nos vuelve vulnerables. Sin cuerpo del otro el control es absoluto. La película cuestiona un escenario posible y ficticio a futuro, pero ¿cuán lejos estamos de ese escenario, cuando existen plataformas como las ya citadas Second Life o Red Light Center?  Es cuando menos sorprendente la cantidad de usuarios que por elección o por curiosidad se registran en estas plataformas y crean sus propios avatares con elección de género, edad, nombres, y el caso extremo del sexo virtual lo revela con más fuerza: podemos prescindir del cuerpo del otro. Surge de nuevo la misma pregunta ¿Cuál sería la vida real? ¿Cuál es el límite entre eso que llamamos vida real y la virtual? Pensando en el extremo de una persona pasa más tiempo de su vida con su avatar que con su propio cuerpo, esa vida virtual pasaría a conformar su vida real. Y pensando en lo más cotidiano que es la manera en la que se dan nuestras relaciones e intercambios cada vez más virtuales que también forman parte de nuestra llamada realidad. Y aquí de nuevo ¿Existe ese límite? ¿Es necesario que exista?

¿Cómo sería un mundo sin los otros, sin otros cuerpos, sin otras miradas, con meras imágenes de los otros? Sartre entendía a la mirada del otro como cosificadora, como mecanismo de control, como eso que condenaba al ser humano a ser objeto del y para el otro, una mirada a la que nada escapa: “el infierno son los otros”[10].  Para Lévinas quien cambia la concepción de mirada por la de rostro, el otro es aquel que me salva de mi propio encierro, es un lugar de salvación.  “El rostro es manifestación de un yo, pero a su vez, implica resistencia; resistencia al engaño de creer que por poder contemplar el rostro, se es dueño de la verdad sobre el otro. Dice Lévinas que este engaño es positivo, puesto que para salir de uno mismo es necesario “perder el poder”.[11] Ya sea como salvación o como condena, necesitamos al otro para constituirnos en tanto que nosotros mismos, en tanto que subjetividad diferente de los demás, diferenciada y diferenciadora; y necesitamos a un otro que nos reconozca. Decimos que el cuerpo es el límite, por que el cuerpo es la manifestación de otro, de otro distinto a mí, de otro que siempre irrumpe, que me desborda y me descoloca, que me saca de mi; un cuerpo-otro que esta fuera de mi control. El ser humano necesita del reconocimiento del otro, pero en la era de la virtualidad tendemos a transformarnos en imágenes construidas para ser reconocidas por millones de otras imágenes construidas  para el mismo fin, y en las que el cuerpo, el estar, la presencia física, el hacerse cargo de esa presencia, va perdiendo paulatinamente su lugar en el imaginario colectivo al punto extremo de creer que no lo necesitamos. Un cuerpo así, como diría Le Bretón, se convierte en un cuerpo odiado, un cuerpo que se puede mascarar, desfigurar, violentar, ser sometido a cirugías, a lásers, a implantes, a dietas; y todo como consecuencia de no sentirse a gusto en el propio pellejo, por la inconformidad del  propio cuerpo, por falta de identidad fuerte en el caos de la virtualidad.  Lo que encuentra su correlato en la necesidad de llenar ese vacío con el consumo masivo de imágenes que tanto internet como las redes sociales ponen a disposición  y a su vez motivan.  Dice Le Breton que “si perdemos nuestro cuerpo, está claro que perdemos toda la sensorialidad del mundo, todo el sabor del mundo… ¿Cuáles podrían ser las sensaciones del hombre virtual? Ninguna. Sería un universo de pura racionalidad, de un puritanismo absoluto; es el universo de la información. Y la información no tiene sabor, ni tacto, ni deseo, ni nada. Sería un universo sin humanidad.”[12]

Múltiples son los beneficios que las nuevas tecnologías traen y traerán a nuestro día a día, -facilidad, acceso y supuesta democratización de la información, facilidades para el aprendizaje, ayuda en la cura, prevención y detección de enfermedades, desarrollo de nuevos dispositivos y prótesis, investigación, facilidades de contacto, etc. etc.- pero corremos el riesgo de virtualizar nuestra existencia si no sabemos ponerle un límite: usarlas como herramientas y no como condiciones indispensables del ser y el estar.

 

ARTICULOS CONSULTADOS

BIBLIOGRAFIA

  • Freud, Sigmund. “Más allá del principio del placer”en Obras completas, Volumen 18. Amorrortu, Buenos Aires, 1979.
  • Freud, Sigmund. “Freud, Sigmund. “18° conferencia. La fijación al trauma, lo inconsciente”en Obras completas, Tomo XVI. Amorrortu, Buenos Aires, 1993.
  • Finkielkraut, Alain.La sabiduría del amor. Gedisa, Barcelona, 1986.
  • Levinas, Emmanuel.Ética e infinito. Machado, Madrid, 1991.
  • Sartre, Jean-Paul. “A puerta cerrada” en Colección: Gran Teatro. Losada, Buenos Aires, 2004.
  • Kundera, Milan. La Inmortalidad

[1] Concatenación de palabras escritas después del signo numeral que representa una etiqueta de metadatos, con el fin de que tanto el sistema como los usuarios la identifiquen de forma rápida. https://es.wikipedia.org/wiki/Hashtag

[2]  Neologismo que proviene de emoción e icono, en plural es emoticonos. Figuras que representan caras o partes del cuerpo que se utilizan en formas de  comunicación virtual para expresar emociones o enfatizar. Se emplean frecuentemente en mensajes de texto, chats, foros,  correo electrónico, etc. https://es.wikipedia.org/wiki/Emoticono

[3] Fragmento extraído de http://portal.educ.ar/debates/contratapa/recomendados-educar/la-intimidad-como-espectaculo.php

[4] Manera utilizada en la red social facebook para responder con aprobación a diferentes circunstancias en la forma de publicaciones o comentarios, sean agradables o no.

[5] http://www.lanacion.com.ar/1285826-david-le-breton-internet-es-el-universo-de-la-mascara

[6]  En “18° conferencia. La fijación al trauma, lo inconsciente” en Obras completas, Tomo XVI. Amorrortu, Buenos Aires, 1993

[7] Plataforma interactiva virtual que presenta la posibilidades vivir una vida paralela virtual lo más parecida posible a la vida no virtual, con empleos, despidos, ascensos, relaciones, matrimonios, divorcios, triangulo amorosos, hijos, familia, mascota, religiones, etc, etc. Actualmente sus creadores están trabajando en la creación de una plataforma virtual que trabajaría interactivamente con los gestos y sonidos del usuario en tiempo real traduciéndolos a su avatar, al punto de que el cerebro no pueda discernir donde está la diferencia entre lo real y lo virtual. http://tecnologia.elpais.com/tecnologia/2015/05/11/actualidad/1431335151_970268.html

[8] En “Más allá del principio del placer” Obras completas, Volumen 18. Amorrortu, Buenos Aires, 1979.

[9] Kundera, Milan. La Inmortalidad. Pag.149

[10] En Sartre, Jean-Paul. “A puerta cerrada” en Colección: Gran Teatro. Ed. Losada, Buenos Aires, 2004.

[11] En Finkielkraut, Alain. La sabiduría del amor. Gedisa, Barcelona, 1986.

[12] http://www.lanacion.com.ar/1285826-david-le-breton-internet-es-el-universo-de-la-mascara

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