Escribir es tomar consciencia del lenguaje, de la textura de la lengua. La infinita combinación de unos pocos caracteres ha sido responsable de gran parte de como conocemos el mundo hoy en día. Con las 27 letras del abecedario se escribió El Quijote. Escribir también se trata de tomar decisiones. ¿Por qué uso este adjetivo y no otro? ¿Por qué voy a narrar utilizando tercera persona? ¿Qué diferencia hay entre decir y sugerir? ¿Cuáles son las estrategias para encarar la escritura de una crónica? En esta oportunidad, Valentina Vidal, autora de Fuerza magnética (Tusquets 2019), reflexiona sobre las formas de usar la primera persona a la hora de escribir.
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La narrativa refleja una forma de comunicarse dentro un horizonte literario atravesado por el pacto discursivo entre interlocutores con determinado color de época. En cada generación, ese pacto es algo diferente, con procesos donde alguien de cincuenta años y uno de veinte pueden hablar con los mismos códigos, mientras que ambos se alejan vertiginosamente de los que utiliza alguien de doce o trece años. Sin dudas, las redes y la necesidad urgente de transmitir nuestra individualidad, la política, el cambio climático, los movimientos populares o el estar cada vez más solos gracias al placebo de la hiperconectividad, intervienen la forma de comunicarnos y, en consecuencia, de escribir. Es por eso que la primera persona es una de las figuras más utilizadas en este momento narrativo. La urgencia de estar en el lugar preciso donde ocurre todo, genera la necesidad y, por qué no, la ansiedad, de contar una historia casi en simultáneo, como si estuviéramos con la cámara en la mano. Voy, hago, digo, estoy, soy la acción en tiempo real, la autorreferencia. ¿Pero qué pasa cuando queremos hacer ficción? La diferencia es tajante: no es lo mismo hacer una crónica en un muro de Facebook, o en un tuit de 280 caracteres, que escribir un cuento o una novela en primera persona. Sin embargo, muchas veces pareciera no existir esa diferencia y el texto termina en un limbo gris, porque tiene el carácter de un híbrido que se presenta como una figura literaria de ficción y no lo es, porque para eso existen los géneros de crónicas o ficciones autobiográficas y pasa por el gusto de cada quién si quiere leerlo o no. Quiero explicarme bien: la primera persona es una voz narrativa que merece el mayor de los cuidados a la hora de elegirla porque se corre el riesgo de caer en un texto con un punto de vista tan cerrado que excluye al lector, que lo vuelve víctima de un relato que se aísla, que sólo quiere plantar su presencia. En cambio, si a la figura de la primera persona se le tiene el cuidado, el armado de estilo, el trabajo sobre la prosa y un personaje con espesura que le ponga el cuerpo, se ha logrado una voz narrativa potentísima, porque es meterse en los ojos, en el esternón que interviene la realidad y que estará lejos de hacernos sentir expulsados frente a lo que estamos leyendo. Un gran ejemplo de una primera persona de estas características es el mudo de Una casa junto al tragadero, de Mariano Quirós, (Tusquets, 2018): Agarrado a la rama por los dedos de una pata, el mono comía alguna fruta. Le apunté con la escopeta sin ánimo de tirar, de puro hinchapelotas. Pero justo la India pegó un ladrido y del susto se me resbaló el dedo y acabé apretando el gatillo. El estampido, por inesperado, resultó tremendo.
En este pequeño fragmento que da inicio a la novela, hay un mono, un perro y un tipo que dispara de puro hinchapelotas. El autor utiliza acá el registro coloquial para plantear una escena, que pinta de cuerpo entero el color del personaje. Hay un universo ficcional en el que entramos enseguida y que se nos abre de par en par porque nos está contando algo y nos invita a conocer qué pasa con este personaje, nos incluye.
Gabriela Cabezón Cámara, en Las aventuras de la China Iron (Random House, 2017), dialoga en primera persona con los lectores, pero también con el Martín Fierro: Fui su negra: la negra de una Negra media infancia y después, que fue muy pronto, fui entregada al gaucho cantor en sagrado matrimonio. Yo creo que el Negro me perdió en un truco con caña en la tapera que llamaban pulpería, y el cantor me quería ya, y de tan niña que me vio, quiso contar con el permiso divino, un sacramento para tirarse encima mío con la bendición de Dios. Me pesó Fierro, antes de cumplir 14 ya le había dado dos hijos.
En las páginas de la China, es irrebatible la sensación de estar frente a una historia que queremos escuchar, no sólo por cómo se nos presenta este universo poético, en la historia que nos narra y las imágenes que utiliza (el truco, la pulpería, la urgencia de Fierro), sino por cómo se nos brinda, hay una empatía directa con la voz narrativa, con el saber absoluto que tiene de la historia y que nos incluye como formadores del libro que tenemos en nuestras manos.
En ambos textos, los autores logran escribir sin ego, los personajes cobran vida y el narrador desaparece.
Cada época tiene sus luces, sus tonos, sus códigos de comunicación, porque el lenguaje es un sistema que está constante movimiento, que se ilumina con la diversidad, con las excepciones, al que hay que quebrar para que entre el aire y se renueve todo el tiempo. María Teresa Andruetto, en el discurso de cierre en el Congreso de la Lengua, lo expresó de una forma muy clara: Cada palabra es el resultado de una historia y de una serie de representaciones, pero sólo adquiere su significado, que designa una cosa y no otra, en su diferencia con otras palabras de la misma lengua. Cada lengua tiene su forma de inventar, de inventariar, de describir, de concebir, de comprender. Una lengua es una energía y se inventa todo el tiempo.
Es por eso que me resulta tan importante resaltar a la hora de narrar en primera persona la diferencia entre ser autorreferencial y contar una historia. Se trata ni más ni menos de ser generosos a la hora de escribir, de abrir el abanico y ofrecer las líneas narrativas para que el lector y el narrador vayan juntos en la trama, y no un sistema cerrado que sólo nos remita a la vivencia de quien enuncia. Identificar la diferencia es crucial para escribir una ficción poderosa y eso se consigue leyendo. En definitiva, y esto aplica para todas las voces narrativas, la respuesta está en la paciencia, el trabajo sobre la prosa, en la búsqueda del nervio del texto, en las lecturas que nutren, pero también en equivocarse y volver a empezar, y, sobre todo, en ser genuinos. Salirse de la uniformidad imperativa del yo, correr al ego lo más que se pueda, abrir preguntas para que el lector termine de formar el libro con su mirada, ahora o dentro de veinte años. Los escritores de narrativa somos contadores de historias. Ese es un pacto entre el lector y el autor que no se debe ignorar, porque un libro siempre será un diálogo de dos, y ese intercambio merece el mayor de los respetos siempre y cuando sacuda la estantería.