«El niño proletario» y «El Fiord» son los dos textos que aparecen una y otra vez cuando se nombra a Osvaldo Lamborghini. En ambos textos la violencia es extrema y explícita, pero detenerse sólo en esa demostración excesiva, casi pornográfica, está lejos de ser productivo. Hay que encontrar en ese ejercicio de la violencia una lógica, una razón, un sistema que la sostiene. En esta oportunidad Alan Ojeda presenta una lectura de estos dos textos paradigmáticos de la literatura argentina.
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Hay conocimientos que se obtienen sólo después de la ruptura de determinados límites. Al día de hoy, los que estamos presentes podemos coincidir, incluso, que la transgresión es la forma principal de conocimiento. Ejercer estratégicamente la transgresión amplia los límites de nuestra experiencia del mundo, aunque, por mandato bíblico, sabemos que toda transgresión tiene un precio. La traición es una forma de la transgresión. Podemos entender traición como una transgresión de la ley lealtad (a la palabra, a un grupo social, a determinados valores que señalan una pertenencia, al propio cuerpo). ¿Qué conocimiento se obtiene a través de la traición? Mejor dicho, ¿Qué horizonte nos abren las continuas transgresiones del autor que nos reúne en este momento? Me gustaría pensar con ustedes a Osvaldo Lamborghini como un doble agente, un traidor necesario, estratégico, a través del cual accedemos a un mundo de conocimiento que sólo puede volverse tangible a través de un sacrificio primordial de auto destrucción.
Pensemos en dos textos breves y paradigmáticos: “El niño proletario” y “El Fiord”. Ambos textos interpelan la consciencia burguesa, pero particularmente la consciencia política burguesa argentina y su relación con la violencia. En ambos textos la violencia física es la realización de la violencia simbólica que constituye el plano ideológico hegemónico de la sociedad. Sin embargo, lo que nos llama la atención no es tanto la violencia, sino cómo está narrada, principalmente la selección del narrador. Las narraciones no buscan tanto explorar el sufrimiento de la víctima y re-victimizarla (Estropeado, Esteban o Carla Greta Terón) como explorar la subjetividad que sostiene la violencia, que la justifica y que la ejerce. En ese sentido, Lamborghini nos propone explorar la subjetividad de la violencia de clase o política. ¿Pero cómo acceder a ese conocimiento perverso de la violencia burguesa? ¿Qué precio hay que pagar para obtenerlo?
Para comprenderlo mejor, tomemos un atajo por la vía de la carne. Hay un momento de la literatura latinoamericana que nos puede ayudar a entender mejor este planteo, y es la presentación del cuerpo docente de la escuela a la que ingresa René en La carne de René, de Virgilio Piñera. En esa presentación, Mármolo, director de la institución, da un discurso sobre las virtudes de la enseñanza de la escuela. Cito:
Mármolo se extendió sobre el íntimo conocimiento que del cuerpo humano poseían los profesores. René se fijó que pronunció la palabra cuerpo infinitas veces, añadiendo que si los neófitos depositaban una ciega confianza en sus profesores, llegarían a hacer de sus cuerpos lo que les viniera en ganas. Aseguró que él no entendía nada si le hablaban del espíritu. ¿Qué cosa era eso del espíritu? ¿Lo sabía alguien? ¿Alguien lo había tocado? Si por espíritu se entendía el cuerpo, la escuela que él dirigía era altamente espiritual. El único libro a estudiar en su institución era el libro del cuerpo humano. En el cuerpo estaba contenido todo cuanto un hombre necesitaba para «abrirse paso en la carne de otro hombre…».
¿Qué quiere decir “abrirse paso en la carne de otro hombre…”? En capítulos anteriores Ramón, el padre de René, se explaya sobre “La Causa” y el lugar que ocupará su hijo como heredero del linaje de líderes de la resistencia, entre los que estaba él -Ramón- y su padre, “La Criba humana”. El entrenamiento sobre el dolor y el martirio del cuerpo acompañan la tarea de ser “perseguidor” y “perseguido”. El que escapa, dice Ramón, escapa de dos cosas: la confesión y la tortura. El entrenamiento para sufrir en silencio tiene, entonces, dos fines: resistir la tortura y poder ejercerla con eficacia. Sólo el que martiriza su cuerpo es capaz de saber los lugares donde el dolor explota, la carne cede y el silencio se hace imposible. Hay que ser torturado para torturar y para resistir la tortura. No es un saber teórico ni conjetural. Entonces, «abrirse paso en la carne de otro hombre…», no es un enunciado metafórico, significa, literalmente, ser capaz de torturar. ¿No es, acaso, un saber que está latente en nosotros?
En este sentido, La carne de René nos da un indicio del procedimiento lamborghiniano, de su traición. Para Osvaldo, no basta con narrar el sufrimiento, con ser sufriente. Importa menos el sufrimiento y el dolor que sus mecanismos, que lo que hace posible esa ciencia de la tortura y permite su reproducción. Sin embargo, ese conocimiento no puede ser relevado a través de una observación, porque no es externo. La consciencia burguesa lo abarca todo, lo atraviesa todo, habita en la lengua, en la victima y en el victimario. Destruir la consciencia burguesa no necesita de un ataque externo, necesita auto-destrucción. La consciencia burguesa se sostiene sobre una construcción del límite, del goce limitado, de una experiencia anti-trágica de la vida. El dilema ya se presenta en Así habló Zaratustra, de Nietzsche. La autopreservación es el fin del “último hombre”:
La tierra se ha empequeñecido, y sobre ella da brincos el último hombre, el que todo lo empequeñece. Se trabaja aún, porque el trabajo es una distracción: mas hay que procurar que tal distracción no haga daño. Todos quieren lo mismo, todos son iguales; y quien no se conforme, al manicomio. Todavía disputan, pero para reconciliarse pronto: lo contrario estropea la digestión. Se tiene pequeños placeres para el día y para la noche; pero hay que respetar siempre la salud. “Hemos descubierto la felicidad”, repiten los últimos hombres, entre gesticulaciones y guiños”
Adorno y Horkheimer, por otro lado, nos presentan el mismo problema personificado en Odiseo, fecundo en ardides, el menos heróico de los héroes. Odiseo, como “el último hombre”, nunca se entrega plenamente a las pasiones. Es seducido por Circe, la de bellas trenzas, pero tarde o temprano decide emprender el viaje y no dejarse seducir por el hedonismo que le ofrece la hechicera. La “sobriedad” de nuestro poco-héroe causa el rechazo definitivo de la hija de Helios, que lo considera un estúpido y un desagradecido. Lo mismo sucede en el episodio de las sirenas. Quiere escucharlas sin sucumbir plenamente a su encanto.
Odiseo y “el último hombre” son el emblema de la sobriedad. La consciencia burguesa se sostiene sobre la ausencia de exceso de pasiones, sobre la traición primordial de la vitalidad trágica del ser-para-la-muerte. Sobre esa traición operará Lamborghini para desatar los verdaderos efectos de la ideología burguesa. ¿Qué sería la burguesía sin sus límites? Se pregunta Lamborghini. Para saberlo hay una única vía posible, y la descubrió un joven de 16 años hace casi 150. Ese niño dijo: “Por el momento, lo que hago en encanallarme todo lo posible” “Imagínese un hombre que se implanta verrugas en la cara y las cultiva”. Lejos de negar o combatir la burguesía desde una superioridad moral, se supera desde una ascesis abyecta. Eso implica traicionar la ley primera de la autopreservación. Sólo abriéndonos al riesgo de las fuerzas desatadas de la ideología burguesa podemos encontrar sus líneas de fuga. Es en este sentido que Lamborghini actúa como un doble agente, traiciona la consciencia bienpensante y comprometida de Boedo para sumergirse de lleno en el mundo de la ideología burguesa y hacer confesar, entre golpes y torturas, lo que la lengua parece no querer decir, despojarla de su pudor.
Observemos el devenir de la violencia en “El niño proletario”. Las laceraciones y el rito de humillación de ¡Estropajo! están cargadas de placer. Los cuerpos se confunden y los fluidos se mezclan. Los chicos burgueses, en su ejercicio de la violencia desatada, también son artífices de su propia destrucción: la fuerza productiva que los sostiene como clase es destruida por ellos mismos. La concreción de la violencia burguesa no es otra cosa que su autodestrucción como clase. Los chicos burgueses parecieran desconocer los límites de su propia ideología. Si para Arlt (via Masotta) la traición es constitutiva de la consciencia burguesa, y se sostiene, al menos en Silvio Astier, en la necesidad de pertenencia al status quo y desligarse de ese lumpenproletariado (herramienta de conexión interclasista), en Lamborghini la traición de la burguesía es el carácter auto-destructivo de su ideología (herramienta de destrucción intraclasista), que en la destrucción de su pilar productivo, destruye su propia identidad al atentar contra sus intereses económicos.
Ahora ¿Cómo narrar esa violencia? ¿Acaso es posible devenir burgués para narrar desde esa voz? No. Como dijo Deleuze, se puede devenir mujer, perro, pájaro, gato, pero no “hombre”. No se puede devenir hegemonía, devenir molar. Por lo tanto, el procedimiento de Lamborghini no implica traicionar al proletariado, habilitando el discurso de violencia opresora, sino todo lo contrario: habitar las líneas de fuga de la burguesía, su virtualidad, su potencia autodestructiva. Para destruir la burguesía, es necesario destruirse y llevar al límite la potencia de la consciencia que nos habita: ser Odiseo sin cuerdas. Nuestro cuerpo ya conoce la violencia, sólo es cuestión de liberarla.
Algo similar a lo descripto en “El niño proletario”, sucede con “El Fiord”. Lamborghini no explora el peronismo desde afuera. Lejos de eso, lo hace en un ámbito cerrado y claustrofóbico, como integrante de la misma red orgiástica y violenta que compone el peronismo como fuerza. ¿Por qué? Porque sólo puede traicionarse estando dentro de. Uno nunca traiciona a un “otro” absoluto sino a alguien o algo con quien ha establecido algún tipo de alianza. El Loco Rodríguez es un organizador de la violencia. Si bien todos, salvo Esteban, pueden ejercerla, lo hacen en menor medida que el Loco, quien posee el monopolio y la administra. El narrador, al eliminar al Loco, democratiza la violencia o, al menos, obliga a una reorganización del esquema de su ejercicio. La traición, en “El Fiord”, implica liberar las fuerzas que conforman ese cuerpo político heterogéneo que es el peronismo. ¿Quién se coge a quién? ¿Iba a ser Sebastián, al que nadie deja coger, el que mágicamente se arrebatara para ejercer la violencia, para exigir su “legítimo derecho” a penetrar cualquier culo, a golpear a Carla Greta Terón? No. Esa es la tarea del doble agente, del infiltrado. En toda guerra, la herramienta más valiosa es la traición. ¿No dijo Cristo “Todo reino dividido contra sí mismo, es asolado; y una casa dividida contra sí misma, cae”? A traicionar, hermanos. Siempre es necesario un Judas.