¿Qué cuerpos habitan los shows? ¿Con qué nos encontramos cuando vamos al museo de nuestro deseo y nuestras pasiones? No hay que mirar arriba ni abajo, hay que ver hacia los costados. ¿Quiénes nos rodean? ¿Por qué? ¿Qué afectos circulan acá? Esas preguntas se desarrollan en el tiempo. Esas preguntas son las que se hace Manuel Bernal en este ensayo para Código y Frontera.
* * *
Fotos de Andrea Meikop
Hay una conocida anécdota en la que Jauretche se encuentra con una marcha opositora a Perón. Como toda anécdota, la porción de realidad que subyace en ella se pierde en la riqueza de los sentidos que dispara su relato. La situación puede resumirse del siguiente modo: un amigo que camina con él le comenta lo nutrida de la manifestación. La respuesta del autor del Manual de zonceras argentinas habría sugerido, con una pregunta, que efectivamente eran muchos pero que estaban condenados al fracaso: “¿observa algún joven ahí?”. Esa postal, que imagino real, se me aparece en shows y eventos de diverso tipo en los que late la cultura metálica: ¿cuándo llegarán lxs nuevxs? ¿en qué momento irrumpirán y de qué forma? ¿cuáles serán las consignas que traerán sus estribillos?
La pregunta ¿siempre? es por el tiempo. En nuestras reuniones, en los interrogantes que nos dispara pensar un texto o darle vida al proyecto de un libro, en lo que nos pasa mientras estamos viendo un show. Una de las formas de ese interrogante tiene que ver con la edad. El metal (podría ampliar la consideración al rock pesado en general) dejó hace ya rato de ser la música de lxs adolescentes y pibxs de veintipocos. En su lugar, quienes asistimos a los shows y a eventos como ferias, encuentros, presentaciones; nos ubicamos en una franja de edad que va aproximadamente desde los 30 a los 50 años. Los acordes distorsionados resuenan en oídos ya adultos, en nenes de antes. “¿Qué pasa con los cuerpos cuando transcurre el tiempo?” interroga Mariano Pacheco en 2001. Odisea en el conurbano (Indómita Luz, 2021). Su respuesta -que hago propia- sugiere que la edad de la razón sería aquella en la que todas las rebeldías se dejan a un lado, las pasiones se adormecen y todo pasa más por reproducir que por producir. El transcurrir del tiempo arrima el futuro; lo acorta; lo vuelve un espacio pequeño, casi tangible. La expectativa -o quizás nomás el sueño- de transformaciones radicales ceden paso -de una forma gris, silenciosa, subrepticia; como narradas por Llinás en Historias extraordinarias (2008)- a una cotidianeidad desafectada. Las grandes consignas orientadoras se nos van olvidando, solapadas en las modestias ansias de algunos momentos placenteros para tolerar una vida empobrecida -y acá ya no pienso en Mariano Llinás, sino en Fede Sosa con esa amarga y magnífica escena final de Tomando estado (2020)-.
El espíritu juvenil -que quizás no sea más que ese ansia de romper todo y tomar el cielo por asalto para volar y mirar desde allá arriba las ruinas; cagarse de risa por la osadía de subir tan alto y adivinar desde las alturas los brotes de lo nuevo-; va opacándose. Ese cielo alto, luminoso, de un infinito cautivante; se nos achata y oscurece. En su lugar, el techo humedecido de un departamento alquilado nos queda tan cerca que su superficie amenaza con oprimirnos. Los futuros posibles se incrustan en ese cielo raso que parece descender cada día un poquito más. Giramos la vista hacia la ventana para oxigenarnos. El realismo capitalista adquiere la forma de un pulmón de manzana cercano y agrisado.
::::::
En mayo el GIIHMA fue parte de una jornada en conmemoración de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Durante el evento, que se realizó en la Universidad de Quilmes, había una pregunta obligada: esa que se interroga por las juventudes empobrecidas y sus consumos musicales. Sobrevoló allí una afirmación que no requiere un concienzudo trabajo de campo para ser validada: la mayoría de esxs pibxs no tiene idea de qué es el metal. Paso gran parte de mi tiempo trabajando con adolescentes y suelo hablar con ellxs de música. Excepcionalmente llego a una escuela y una remera de Slayer o Metallica deambula por ahí. Apenas curiosas anomalías que siempre me ocupo de celebrar. Por lo general son producto de la influencia de sus viejxs o tíxs. Ya casi nadie dice “mi hermanx más grande”. Nunca escuché “me lo recomendó unx amigx”. Sus preferencias musicales van hoy por otro lado.
Gustavo Torreiro y Gito Minore ensayaron en Se nos ve de negro vestidos (La parte maldita, 2016), distintas maneras de pensar el vínculo del metal con lxs jóvenes de clases populares durante los ´80. Diego Caballero expuso en “Trágico siglo metálico: la venganza de los perdedores” (Parricidas, La Parte Maldita, 2018) de qué modo Carajo significó la última gran renovación generacional en el público del metal nacional. Hoy, cuando ya atravesamos la tercera década del Siglo XXI, el escenario es absolutamente otro. Transitamos un momento en el que el metal (inscripto en la serie rock) ya no configura identidades juveniles como sí lo hizo décadas atrás ¿Alguien ve hoy por la calle a pibis con remeras, mochilas, pins de lxs artistas que llenan estadios y logran likes y reproducciones de a millones? ¿Son otros los modos en que se expresa hoy esa pertenencia? ¿Existe esa identificación como fenómeno social? Hay lógicas propias del funcionamiento de la industria cultural que servirían para explicar o preguntarse en parte por ello y Luciano Scarrone brindó en “Violencia de género” -ensayo que forma parte de Se nos ve de negro vestidos-, herramientas para entender la lógica industrial subyacente a la producción de etiquetas musicales y la conformación de audiencias. Esa es una de las variantes que explica el fenómeno. Pero hay otras.
Enuncia Mariano Pacheco que “en los ´90 las Unidades Básicas eran la esquina y el recital” (2001. Odisea en el conurbano, 2021, Indómita luz). En la democracia de la derrota que la resistencia a la dictadura consiguió tras los años del terrorismo de estado y el genocidio político; muchxs encontramos en las diversas manifestaciones del rock un ámbito que canalizaba nuestra rebeldía. La música pesada, desde el despunte mismo de la democracia, fue punta de lanza de ese carácter contestatario. Ahí estaban V8, Riff, Los Violadores, para ponerle distorsión a esa primavera democrática que pronto iba a demostrarse un invierno bastante crudo para las condiciones de vida de las grandes mayorías. El final de esa década y la de los ´90 completa no hicieron más que agudizar dramáticamente esa tendencia. Entonces teníamos allí (en la música entendida como experiencia vital: las charlas con amigxs, las preguntas rebotando ante un verso de una canción, las imágenes de videoclips o gráficas de discos, el comentario en una charla de dos desconocidos en la mesa de al lado de un bar) una orientación acerca de quiénes eran nuestros enemigos: la dirigencia política, la yuta, la iglesia, los explotadores. Trazábamos una hoja de ruta de esa espantosa realidad comprendiendo que el vaciamiento se estaba efectuando, que la represión era contra nosotrxs, que miles de pibes del conurbano eran el malón latente y la fuente de sangre donada a antojos patronales. Y entonces cantábamos de a miles que borombombón el que no salta es un botón oque hay que saltar, el que no salta es militar y también que somos los negros, somos los grasas, pero conchetos no. En simultáneo, el estado permitía aún que los genocidas caminaran libres y la policía bonaerense filmaba shows desde helicópteros dado que la DIPBA (Dirección de Inteligencia de la Policía Bonaerense) entendía que respiraba ahí el germen que podría desestabilizar el sistema. Nos sabíamos el blanco posible del gatillo fácil. Nos reconocíamos en el rockero adolescente que sufría la amansadora guacha de averiguación. Y a no confudirse: las juventudes pobres habrán mudado sus sonidos, habrán cambiado sus estéticas y sus formas de habla podrán quedarnos algo lejanas; hasta incomprensibles. Pero la presa fácil, igual que antes, son ellxs. Y nuestrxs enemigxs serán siempre otrxs: que los años no se nos peguen en el cuerpo bajo la forma de un traje de vigilante.
::::::
El tiempo transcurre como una suerte de viscosidad adiposa que arrastra consigo referencias irremplazables. Se fue Pato Larralde, nos dejó Gustavo Zavala. Apenas dos nombres propios en una serie más triste y extensa. Demasiadas despedidas en un lapso de tiempo tan corto. Es otra expresión, sin dudas la peor de todas, del irremediable pasar de las horas. Cuando en Impenitentes (La Parte Maldita, 2020) nos preguntamos por las nuevas orientaciones en el metal nacional; implicamos en ese interrogante la pregunta por la juventud. Decía Emiliano Scaricaciottoli en la introducción a nuestro tercer libro que entendemos el metal como una “literatura del agotamiento”, aquella que reinventa o resemantiza, que no se asusta ante el desgaste de las formas. La juventud puede ser también un estadío, una disponibilidad ante lo que es. Una disposición a la búsqueda de sonidos que rompan las determinaciones rígidas que cimentaron lo mejor del heavy nacional. Cimentaron, así; en pretérito. Orientaciones que fugan hacia adelante, que se salen de las marquesinas de celebración del pasado como única oferta: los 60 años del Tano Romano; los 20 de Horcas; las continuas y ya gastadas rememoraciones a sucesivas fechas redondas relacionadas con Hermética; la edición del disco por los 10 años de Almafuerte en All Boys.
La celebración retromaníaca es producto de un fenómeno incontrastable: hay un público ávido de hacerlo con su propio pasado. El espacio del recital es hoy un momento en que la vida adulta se pone entre paréntesis. Compramos por un rato un pasaje a nuestros mejores años. Reverdecemos en un estribillo, respiramos renovados después de un pogo frenético. Vibran nuestros cuerpos al recordar las promesas de la rebelión o en la celebración de la amistad. Hasta que el show llega a su fin. Y después nos vamos. Volvemos lentamente a ser de nuevo eso que somos. Eso que ya no somos. Al otro día el pogo duele: ¿es el pogo lo que duele? Y que se entienda: no encuentro nada cuestionable en esa oferta. La realidad es que hay una demanda del público sobre ese tipo de propuestas. Y sobre todo hay laburantes del arte que necesitan llevarse un mango en un contexto de miseria económica asfixiante. Y quién va a animarse a cuestionar eso. Yo no lo haré. El interrogante va por otro lado. La inquietud es otra. La pregunta es por el futuro: ¿de qué está hecho si el presente no es más que la contemplación, entre festiva y nostálgica, de ese pasado imposible?
Frente al teatro de la retromanía en que se ha convertido la música pesada en este presente, la fuerza de la novedad es una pulsión que no deja de latir. Y hay también allí una serie de nombres propios a subrayar: MattoGroso; NVLO; Against; Malicious Culebra; Ambassador; Hermanos de sangre. Seguro habrá otros más. Y si bien no se trata en todos los casos de bandas nuevas, las nombro porque son las que sugieren esa renovación sin la cual el metal se encamina en una procesión en la que sostiene su propio féretro. Un puñado de bandas que levantan la bandera y la sostienen bien alto. La deuda más visible, en este sentido, sigue dándose en términos de género. Noelia Adamo, tanto en Parricidas como en Impenitentes, se encargó de introducir los interrogantes urgentes respecto del lugar -o más bien su ausencia- de cualquier propuesta que se corra de la posición hegemónica masculina. Las preguntas inquietan y siguen a la espera de ser enunciadas.
:::
Mencioné ya que Diego Caballero encontraba en Carajo la última gran renovación generacional en el mundo metalero. El tiempo pasó también para Corvata, quien hace poco relanzó su carrera junto con Tery Langer en Arde la sangre ¿Implicará el nuevo proyecto otra renovación generacional? ¿O sucede que -a contrapelo de lo que fue la música pesada hace décadas y sucede hoy con otros géneros actualmente más masivos- lxs músicxs, para ir a la cima del cartel, deben ser ya tipos grandes? Pienso en lo distante que puede resultarle a unx pibx ir a ver músicxs que bien podrían ser sus viejxs o abuelxs: ¿por qué habrían de hacerlo?
En la última Feria del Libro Heavy de Burzaco, durante el show de Malicious Culebra, nos codeábamos sorprendidos ante la presencia de un grupo de adolescentes que sacudía la cabeza y seguía el sonido brutal que bajaba del escenario. Quizás sea hora de que las bandas que traerán lo nuevo tengan su merecido espacio en los escenarios de mayor convocatoria. Que sean lxs que tracen las nuevas orientaciones del metal hacia algún lugar del tiempo. Y que lxs demás, lxs que ya han gastado las suelas de muchos pares de botas, sumen a los estribillos clásicos los nuevos sonidos y apaguen por un rato los murmullos molestos ante todo lo que huele a novedad. Que escuchen, que de eso se trató todo al fin y al cabo. Si eso no sucede, pienso; el envejecimiento será un fenómeno sin retorno. Y el envejecimiento -vaya novedad- no es más que el peor tramo del lento e inevitable camino a la muerte.
Bibliografía
Adamo, Noelia. (2018) “Exclusiones. Los cuerpos abyectos del metal”. Impenitentes. Por nuevas orientaciones en el metal argentino. Buenos Aires: La Parte Maldita.
———————–. (2020) “Mujeres metálicas. Reflexiones en torno a la mujer en el heavy metal argentino”. Parricidas. Mapa rabioso del metal argentino contemporáneo. Buenos Aires: La Parte Maldita.
Caballero, Diego. (2018) “Trágico siglo metálico: la venganza de los perdedores”. Parricidas. Mapa rabioso del metal argentino contemporáneo. Buenos Aires: La Parte Maldita.
Minore, Sergio (2016) “Huestes del cielo y otros demonios. Una aproximación a una relación difícil y transversal en la historia de nuestra música pesada”. Se nos ve de negro vestidos. Siete enfoques sobre el heavy metal argentino. Buenos Aires: La Parte Maldita.
Pacheco, Mariano (2021) 2001: Odisea en el conurbano. Historias de amor, rock y militancia. Buenos Aires: Indómita Luz.
Scaricacciotoli, Emiliano (2020) “Introducción. De este lado tus catedrales arden”. Impenitentes. Por nuevas orientaciones en el metal argentino. Buenos Aires: La Parte Maldita.
Scarrone, Luciano (2016) “Violencia de género. El heavy metal argentino en el mercado de la música”. Se nos ve de negro vestidos. Siete enfoques sobre el heavy metal argentino. Buenos Aires: La Parte Maldita.
Torreiro, Gustavo. (2016) “El heavy en la Argentina como subcultura: identidad y resistencia”. Se nos ve de negro vestidos. Buenos Aires: La Parte Maldita.