Para algunos, «El Método», conducido por Tomás Rebord, se ha transformado en un clásico del domingo. Largas conversaciones con invitados diversos en un tono amistoso que, en muchos casos, permite exprimir declaraciones que por otros medios sería imposible. Desde la entrevista a Vaca Narvaja el año pasado, los medios lo tienen en la mira, y hasta lo observan con cierta envidia e incomprensión. La semana pasada conversó con el presidente Alberto Fernandez por más de dos horas. En esta última edición tuvo que lidiar con una entrevistada menos dada a lo lúdico: Beatriz Sarlo. En esta oportunidad, Clara Charrúa nos presenta un recorrido por algunos temas que orbitaron la conversación con la crítica argentina, su vinculo con la literatura y la escritura.

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Creyó sobre todo en la salvación por las obras. 
En la salvación por las obras no sólo del espíritu
sino también de la mente. En la salvación
por la inteligencia. El cielo para él es, ante todo,
un cielo de largas consideraciones teológicas.  
Los ángeles, sobre todo, conversan.
Jorge Luis Borges
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Nada inmaterial: una organización del sentido.

En 1907 se creó la revista Nosotros. Revista de Letras, Arte, Filosofía y Ciencias Sociales. Sus fundadores Alfredo Bianchi y Roberto Giusti eran dos hijos de inmigrantes italianos, crítico literario y crítico teatral respectivamente; ambos vinieron de Rosario a vivir a Buenos Aires y en ese desplazamiento se encuentra, en parte, una característica de nuestra temprana modernidad: la atracción de muchos intelectuales jóvenes hacia la capital por ser el epicentro de los acontecimientos culturales. La Argentina no llevaba ni cien años todavía como Nación, y ya se empezaba a visualizar lo que fue además de la primera, la paradigmática, de aquellos espacios de consagración e intercambio literario y político que fueron las revistas durante todo el siglo XX. Nosotros explicaba en su primer número lo que sería una construcción diferente de la forma de entender las letras: la intención de poner “en comunión en sus páginas, las viejas firmas consagradas, con las nuevas ya conocidas”. Hasta entonces, unos años antes y como explica David Viñas en Literatura argentina y política, la literatura era cosa de los gentleman-escritores, aquellos grandes hombres que con la espada, con la pluma y la palabra concentraban para sí el monopolio de la cultura nacional desde la esfera de la elite gobernante. En las páginas páginas de Nosotros escribieron esos primeros años tanto Rubén Darío como Evaristo Carriego y Jorge Luis Borges. Pero también se difundían iniciativas estudiantiles de jóvenes ignotos, y de editoriales contemporáneas a ellos. El público, su comité editor, y las corrientes estéticas que se iban publicando a medida que salían los números siempre fueron eclécticos, y su alcance hasta de carácter internacional. La orientación política de la revista, irreconocible. De hecho, era una intención explícita no ubicarse directamente en ninguna tendencia en particular. La heterogeneidad y la diversidad fue la marca que definió a esta publicación que dató hasta 1943, y a muchas otras surgidas por esos años. No era que la literatura no fuese ya solo asunto de los intelectuales: ahora muchos podrían realmente trabajar de escribir, de ser intelectual. Todas esas personas tenían ansias de participar de la vida laboral urbana, y la industria cultural argentina vio ahí su nicho: la profesionalización y constitución de un campo autónomo, pero también de un oficio. Existían, realmente, escritores que vivían de escribir. La modernidad periférica que se erigía por esos años necesitaba nuevos dadores de sentidos a la sociedad: una Nación para el desierto argentino, una literatura para el suelo nacional. Las revistas, en este contexto, no solo difundían y ponían a disposición del público debates dados al interior de ciertos círculos literarios. Beatriz Sarlo explica en su ensayo “Una novela política de Roberto J. Payró” (1985) que las revistas también “contribuyen a organizar expectativas simbólicas, a precisar aspiraciones, a proponer un conjunto de textos que conformarán un horizonte literario y también una manera de leer”. Nosotros fue la pionera, la primera de muchas otras. Cada proyecto periodístico tenía su particularidad, su contundencia, pero había una constante: si no escribías en una revista, no te conocía nadie. El estatus consagratorio de esos espacios duró hasta finales de los 90, principios de los 2000, donde el cambio de siglo trajo nuevos paradigmas comunicacionales y también consagratorios.

Tomás Rebord es un abogado de 30 años que conduce un programa emitido por Youtube y producido en Villa Crespo llamado El método. Está inspirado (hasta en la tipografía de las placas de YouTube) en The Joe Rogan Experience, un podcast producido y conducido por Joe Rogan desde 2009, en California. Este podcast estaba dirigido a la “intellectual dark web”, con signos políticos variopintos. En estos años, Joe Rogan entrevistó a más de 1000 celebridades culturales. Se puso de manifiesto algo que en plena fake new, verdad, y postverdad, estaba empezando a oscurecerse: el valor de la palabra. El valor intelectual de tener una conversación, larga, profunda, extendida, en donde se profundicen sobre varios aspectos. 

Al igual que el sistema de publicaciones periódicas de tiradas masivas, este formato se importó en Argentina varios años después. Tomás Rebord conduce el método desde 2021, y solo tres años antes empezó a hacer radio. Los entrevistados de Rebord fueron, al igual que los escritores de las revistas literarias del siglo pasado, eclécticos: desde Mariana Enríquez a Juan Grabois, pasando por Santiago Korovski, Alejandro Dolina, Fernando Vaca Narvaja, Paulina Cocina, Ofelia Fernández, Mario Pergolini, Santi Maratea. Las entrevistas duran alrededor de dos horas, una extensión no habitual para estos formatos medio “podcast” que se dan hoy en día, bastantes caracterizados por el ritmo, la brevedad y las voces que se pisan unas con otras porque sabe que la atención de la audiencia no se mantiene por más de 30 minutos. Rebord es pacífico al preguntar y al repreguntar. Toma mate frente a frente con una persona, no tiene apuro porque termine, no chicanea ni es incisivo pero tampoco es condescendiente.

Hace dos domingos, en su número 50, tuvo la posibilidad de entrevistar a nada más ni nada menos que al presidente de la Nación. Durante la semana posterior a la entrevista con Alberto Fernández, una periodista dícese feminista fue el centro de la escena por haber acusado al locutor, sin ningún motivo aparente, de abusador solo por tener voz gruesa. Se desató, en redes sociales, una serie de intercambios que duró una semana. Durante la semana que se habló constantemente de si estaba bien decir o no que una persona era abusadora solo porque te caía mal no fue tanto la entrevista con el presidente de la Nación, ni siquiera las contestaciones del propio Rebord o de su madre las que me llamaron la atención, sino – y es una obviedad- la posibilidad de estos nuevos formatos de emitir agenda, de imponerla, de absorberla. Pero también se puso en evidencia otra cosa: internet es cada vez más una jungla sin control. Un comentario al pasar puede tomar dimensiones kilométricas y tener a muchísima gente a la pantalla atada durante horas emitiendo opinión, sin mesurar sus agresiones. Millares de personas navegan por las red de sol a sol buscando y consumiendo de todo, pero sobre todo información. El método, en estos dos años cargados de acontecimientos, se ganó un público promedio de 600 mil personas aproximadamente por emisión. Lo escucha gente de todo tipo, sobre todo jóvenes, sobre todo jóvenes de tendencias políticas entre progresistas y de izquierda, pero también filo kirchneristas y peronistas de derecha. Los fans se hacen llamar “hagoveros”, por la sigla HAGOV (Hagamos Argentina Grande Otra Vez, la traducción de su programa de los lunes en Nacional Rock, Make Argentina Great Again). En el perfil que le hizo Ayelén Cisneros para Rolling Stone, Rebord menciona dos escritores que lo marcaron: José Ingenieros y Pedro Bonifacio Palacios. Ambos del siglo XX. Ambos caminos conducen a Borges, por lo tanto, también a Beatriz Sarlo, la entrevistada número 52.

Si los espacios de organización de expectativas en torno al consumo cultural (y otros tipos de consumo) se dirimían, hace más de un siglo, en las revistas, este tipo de espacios como El método son los que hoy por hoy nuclean el sentido social de las polémicas y prácticas cotidianas en relación con las discusiones culturales y políticas. En este aspecto, traer a alguien como Beatriz Sarlo podría parecer a simple vista inconducente: ¿qué le va a importar a esta comunidad de gente tan ecléctica lo que la autora de Una modernidad periférica y El imperio de los sentimientos, una mujer que trabajó en el Centro Editor de América Latina y fue titular de cátedra de la materia Literatura Argentina II durante muchos años, en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y ahora escribe notas en Infobae, Perfil y la Revista Viva

Rebord sabe que puede importarles mucho, por eso la invitó. La conversación arranca sobre cine, mejor dicho, sobre el acto de ir al cine, la importancia de estar en el cine, un hábito que también comenzó en el siglo pasado a penas veinte años después que empezaran a existir las revistas, y algo que en esta época está perdiéndose. Sarlo lista una serie de cines que siguen abiertos: está el Conti, el Lorca, y los cines comerciales. Cuenta que escribió algo sobre The Fabelmans, la última película de Stieven Spielberg y entonces Rebord le menciona a Luquitas Rodríguez, un Youtuber de 21 años con el que hace otro programa y que fue casualmente – o no – el primer entrevistado en El método. Un intercambio intergeneracional que, al igual que la práctica de ir al cine, está desvalorizado y diezmado cada vez más precisamente porque en el caos de internet lo que se produce es tener que estar constantemente segmentándonos con cualquier criterio que no genere una comunidad. Divide y reinarás: eso hizo el imperio, y por eso estamos como estamos.

Cuando Rebord le pregunta por sus trayectoria, Sarlo confiesa que a los 7 años leyó en el diario que existían los intelectuales y desde entonces quiso ser una: “Bizca como Sartre no quería ser, pero elegante como Simone de Beauvoir sí”. “Cumpliste tu sueño” concede él; “Sí, pero no hice nada por cumplirlo” retruca ella. “Me enganché con una palabra que no estaba en mi medio, que es la forma en la que uno puede salir de su medio. Es una operación de enriquecimiento y de conocimiento”. Acá Sarlo, sin saberlo obviamente porque estoy bastante segura de que debe haber conocido a Rebord la semana pasada, definió exactamente la importancia de contenidos como estos programas: sacar de su medio a las palabras, llevarlas a otros medios como operación de poner a disposición formas de conocimiento. No lleva ni diez minutos y ya por eso esta conversación vale la pena. 

Sin embargo, el aire se empieza a tensionar. La primera media hora Sarlo le dice a todo que “no” y la última parece que se quiere ir. No se siente cómoda, ni con el lugar ni con el formato. “No pensé que era tan largo! Dejé la computadora enchufada” dice hacia el final, cuando Rebord quiere indagar sobre el peronismo.Sin embargo, entre los extremos, bien en el centro, como le gusta ella y no en las orillas, parece que Sarlo se ablanda. Y es cuando empieza a hablar de su educación de privilegio. La escuela, otro canal para salir del medio en el que uno nació. Ella fue a un colegio bilingüe y aprendió Francés e Inglés de chica. En la Facultad, de estudiante, se interesó por el Latín. De sus influencias culturales principales, destaca que fue su tío, militante de FORJA, el que le dio clases de formación política y sobre Historia argentina en las vacaciones familiares. Como dice Tinianov, la literatura se transmite de tíos a sobrinos, en el caso de Sarlo, la historia – que es la prima hermana de la literatura- también.

Hablo de los demás pero digo “yo”. Lectura, escritura, enseñanza.

En 2007, Beatriz Sarlo reúne todos sus ensayos dispersos y, junto a Sylvia Saitta, editan Escritos sobre literatura argentina. El primer ensayo, un texto de 1988 llamado “La invención de Sarmiento”, Sarlo destaca que el escritor sanjuanino se valió de los dispositivos de la autobiografía para consagrarse como intelectual. Por eso publica sus Recuerdos de provincia cinco años después de su libro político manifiesto fundacional, el Facundo; es en su autobiografía en donde asevera “A mi progenie, me sucedo yo” y refuerza y sostiene hasta el cansancio la imagen de él, que es un lector pero que es más que nada un escritor que nunca paró de leer y de escribir, con una ansiedad y vorágine por decirlo todo, sin detenerse en el engolosinamiento del procedimiento, en los azules y cisnes rimbombantes del modernismo. Sarlo dice que Sarmiento no le tiene pudor al “yo”. Y ella tampoco tiene ningún pudor para, en el prólogo de este mismo libro, sostener que siempre intentó “sacudir” a las ponencias y a los trabajos académicos de sus “rasgos eruditos”. Este movimiento, esta operación es una operación intelectual sobre la literatura. La llevó en el presente a ir a TN, a entrevistarse con Bonelli, a escribir sobre peronismo y kirchnerismo en la revista Viva y en Perfil. Salirse, escaparse completamente del medio en donde fuimos arrojados a la vida, ¿hasta dónde es una operación intelectual y hasta dónde es tilinguería? A Sarlo la fue a escuchar muchísima gente ayer. Muchísima gente que esperaba ver a la intelectual snob antiperonista que todos creen que es, otra gente que fue a escuchar a la descocada “conmigo no, Barone”, y muchísima otra gente que fue a escuchar a la profesora de literatura argentina del siglo XX. Por eso cuando Sarlo habla de escritores, de revistas y de campo cultural e intelectual argentino, es la misma profesora de las clases de Literatura Argentina que salieron el año pasado, editados también por Siglo XXI y a cargo y cuidado de Sylvia Saitta, su sucesora en la cátedra de Literatura Argentina II. La relación entre arte y vida es lo que, en sus justas mediaciones, hace lo bueno de una obra “pero no vale la pena hacer filosofía con eso” evade ella, muy rápido, evidentemente no va a entrar en ese tema. Sí anuncia que siempre le gustó escribir, porque esa es la única forma en que las cosas salen de su medio original, es decir, que producimos conocimiento. Escribir es una forma de enseñanza, y venir a entrevistarse con un abogado militante de 30 años también. 

La conversación llega a un punto de inflexión cuando Rebord le pregunta por las revistas, pero Sarlo menciona un momento previo a Punto de vista, que fue su trabajo en el Centro Editor de América Latina mientras era estudiante de Letras, en los 60. Destaca la figura de Boris Spivakow: “si alguna vez en tu vida abriste un libro de Eudeba, si alguna vez en tu vida te compraste algún fascículo de Los hombres de la Historia del Centro Editor, eso era editado por Spivakow. Se caracterizó por darnos trabajo a todos, a gente que no tenía idea de la industria editorial”. Y ahí, otra vez: un género que se sacude de sus rasgos que obturan otros sentidos. Sarlo se empieza a aflojar todavía más cuando cuenta cómo consiguió el trabajo, cómo se cruzó con Vargas Llosa en esos pasillos, y como él “no hablaba con enanos”. Hace chistes, ironiza, destaca las enseñanzas de Pepe Bianco y su insistencia con leer literaturas en sus lenguas originales (una costumbre que, por ejemplo, en la carrera de Letras se perdió: siempre leemos literaturas extranjeras en traducción). Dice que esas son “las verdaderas enseñanzas”, que un secretario editorial de Sur se siente con chicos más chicos y no les diga “ay querido qué lindo, seguro en cien años en el asilo lo volvés a leer y ahí ya aprendiste Francés”, como se dice ahora según ella. Es, precisamente y pienso, este diálogo intergeneracional que ella está retomando ahora con Rebord, un diálogo que en los clubes, sindicatos, espacios de militancia era completamente común y corriente y ahora con la virtualidad, la cataratas de información y los sesgos, como ya dije, está perdiéndose. Ella insiste en este punto. Luego pasan a sus años posteriores a su recibida: su cercanía con el club de Ferro, el cómo nunca hizo vida literaria en términos ‘snobs’ o pretenciosos (académicos, como se les dice ahora, o mejor dicho: institucionalizados), sino vida con los amigos. Es decir, nunca ir a un lugar porque allí estaban las celebrities, porque eso no le interesaba: “no le voy a ir a explicar a alguien cómo se conecta un postre con la cultura de Buenos Aires, sin tirarle encima el postre, digamos, que puede ser un queso y dulce”. Porque justamente, barrer de los rasgos eruditos a un ensayo tiene la misma potencia pedagógica que querer salirse de los circuitos snobs de la alta vida literaria, del ‘estar por estar’, solamente para consagrarse como. Punto de vista no hubiera existido si ella no hubiera querido fundar una revista con sus amigos. Es eso, ni más ni menos: las redes intelectuales que se tejen pensando con otros, conversando con otros desde la amistad, es esa la forma más fructífera de producción de pensamiento, y es no solo un acto pedagógico sino un acto de amor. Ella toma como ejemplo su relación con Horacio González, alguien que históricamente se colocó en las antípodas de su ideología ya que se declaró siempre peronista. Dice que la última vez que lo vio estuvieron conversando mientras caminaban desde Puan hasta el Microcentro porteño. Una caminata socrática, una conversación como acto intelectual. Algo parecido a lo que hace Rebord con todos sus invitados, pero para un auditorio implícito, no presente en la sala pero sí en el chat de YouTube. El streaming permite también volver a ver, una y otra vez, escuchar esas conversaciones. Sarlo cierra con una referencia a toda la obra borgeana: quizás Horacio y yo lleguemos al infierno de los intelectuales y ahí nos demos cuenta de que somos la misma persona. 

Diferentes mundos

Rebord le pregunta por su cruce entre lo que se conoce como “pergaminos en el mundo de la academia”, y sus participaciones e intervenciones en el mundo de los medios, quizás este último el costado de Sarlo más conocido y también, condenado por un auditorio más intelectual progre y filo k. Hay algo de la lucidez de Sarlo que lee muy bien en los 80 al siglo XX que persiste en sus lecturas de la actualidad: no hacer cruces porque se puede escribir sobre dos cosas diferentes al mismo tiempo, con la misma pasión, quizás no con la misma erudición, pero sí con la especificidad de cada área. Especificidad y rigor no significa erudición, que ella lo asocia más con una impostación que con la profundidad que requiere conversar, como se conversa de cualquier cosa, sin ser frívolo, o como diría Borges ‘pobre de espíritu’. Lee, también y entre líneas, la condescendencia de nuestro momento histórico, lee que hoy en día hay un miedo a decir algo porque cuando decimos algo ya estamos siendo “poco empáticos” con el otro, pero lee también la insistencia de la época por querer abarcar todo, por querer opinar de todo, por querer ser todo, querer haber estado y no estar, querer “llegar”, o “pegarla” sin atravesar realmente el proceso, sin hacer absolutamente nada. Todos quieren, como cuenta Borges en la conferencia “Emmanuel Swedenborg”, de 1978, ganarse el cielo. Algo de lo que pasó con la periodista la semana pasada: lo que ocultaba subrepticiamente su rencor y sus injurias, no eran las pruebas contundentes ni siquiera un esencialismo feminista berreta de querer acusarlo a Tomás Rebor de algo por ser varón. Sus difamaciones estaban motivadas, más que nada, porque no le gusta el contenido que él hace. Algo parecido a lo que señala Sarlo les dijo Fogwill a los de Punto de vista: “ustedes canonizaron a Saer”; Sarlo agrega que el subtexto es “por qué no me canonizaron a mí”. Esa pretensión de ser es la que Sarlo detecta de forma lúcida porque ve a los comportamientos sociales y culturales como si fuera una obra de ficción y las analiza como un procedimiento literario. Ve que ahora, todo el mundo quiere estar en todas partes al mismo tiempo, y retruca: “no se puede ser lector de todos los escritores”. Si fuera por ella, enseñaría literatura argentina del Siglo XX con solo dos escritores: Borges para la primera mitad, Saer para la segunda mitad. Saer, la segunda vanguardia como dijo Piglia, la modernidad contemporánea para Sarlo. Llegan así a discutir el valor literario del armado de un programa de una materia, el cómo armar una currícula es una operación de lectura, un recorte, un -valga el juego de palabras – punto de vista. Y es que Sarlo antes que ser la que se pasea con TN, a quien no le dio el cuero para Mirtha Legrand pero sí la elegancia intelectual, fue docente de literatura y escritora, una persona que escribía sus clases en paralelo a que escribía El imperio de los sentimientos y Una modernidad periférica: escribía para enseñar. Para sacar a las palabras de su propio medio.Porque es en la docencia que se barren los rasgos eruditos de cualquier género pretencioso y es gracias a esa docencia que hoy puede estar hablando por YouTube, y generosamente compartir con una audiencia -también de entre 20 y 30 años- quiénes eran Enrique Pezzoni y Susana Zannetti. Llevar a los maestros lejos de los canales de comunicación más liberales e intentar unirlos ‘con las voces que surgen o han de surgir’, recuerda a la intención que fue concretada por Nosotros de generar lazos, entretejer redes intelectuales de conversaciones descontracturadas, en donde radica una real potencia epistemológica y reflexiva. Sarlo entendió que el nuevo régimen de intercambio es, ahora, este tipo de formatos de divulgación. O quizás no lo entendió ella conscientemente pero no importa: es, esa, entonces nuestra operación de lectura. Sacarla de los regímenes anquilosados de legitimación intelectual, y poner a disposición de las nuevas juventudes que están cada vez más a la derecha, una nueva forma del pensamiento crítico. Y esto es, también, una apuesta de lo que hoy por hoy debe ser la divulgación, pero también de lo que hoy por hoy está bien que sea la literatura y la escritura. Y, por qué no, la vida.

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