Ataque, defensa, retirada, resistencia y conquista. La lírica «urbana» de la actualidad parece vivir bajo el lema de «las armas y las letras». La ciudad se tiñe de peligro, de amenaza constante. Ya no se habita, no se la recorre, tampoco es la ciudad «donde la gente se va a la oficina/ sin un minuto de más». La ciudad estalla, se fragmenta, y se asemeja más a una guerra entre ghettos. En esta oportunidad, Leonardo Sai, integrante del GIIMHA, reflexiona sobre el nuevo vínculo entre música y territorio.

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Quizás dentro de unos años, cuando el narcotráfico se haga, definitivamente, del sur de la Capital Federal —uno más de sus enclaves narcóticos en la Argentina[1]—: las viejas referencias urbano-rockeras y metaleras profundizarán —todavía más respecto al destierro de las capitales industriales y sus correlativos munditos de argentinidad (familia, fernet, asado, “jermu”, salario)— la nostalgia de todo lo que hemos perdido. Ninguna “ciudad del rock”, sino ciudad narco. Su “furia” no será otra que ese angustiante sonido a rallador: el vibrante cuerpo del fisura, entregado a la pulsión de muerte de los estados débiles y dependientes. O la inversión de la filosofía política del bienestar: la mayor producción posible de desamparo para la mayor cantidad posible de muertos.

La ciudad de “la balsa”, la ciudad de Tanguito, la ciudad bohemia —toda esa historia que Santaolalla quiso documentar, en el streaming pochoclo, con su “Rompan todo”— en los ochenta era ya demasiado débil, demasiado socialdemócrata, demasiado Baglietto, para expresar el realismo de la clase: apestaba a Franja Morada y democracia de la derrota. El metal se supo apropiar del rigor del asfalto y aportó la violencia necesaria para pelear fuego contra fuego: enfrentó la fuerza de la inspiración contra la fuerza de la enajenación que el rock de los sesenta denunciaba como “trabajo sin sentido” (“Compulsión”, Vox Dei, 1970). Se va tejiendo un arco histórico que va desde “lunes y nuevamente en el trabajo estoy” (“Muy cansado estoy”, V8, 1983) a la “lucha sindical de la clase obrera, lucha popular hasta la victoria” (“Perfil siniestro”, Nepal, 1997). No se trata de otro “ciclo de ilusión y desencanto”, típico de las capas medias, sino de la resistencia en el desencanto. ¡Luchar sin hacerse ilusiones! Cuando el “Efecto tequila” (Lethal, 1996) exponga los límites de la fiesta menemista y estalle Buenos Aires en el trágico diciembre del 2001: el neoliberalismo revelará la “dolorización” que siempre le propuso al pueblo como sacrificio debido a la modernización: “la deuda es el pretexto para el dominio total de esta Nación”, testimonio de O’ Connor (“Vida perra”, O’ Connor, 2002). El quiebre del Estado en aquél fatídico mes amontona no solo la latente crisis de representación (que ninguna política profesional logrará suturar jamás con “booms de consumo”) sino la diferenciación social de nuestros días: una frágil inclusión de fachada, para afuera;miseria latinoamericana por dentro. Programa de Carnaval y Favela del destino exportador “en la ciudad del gran río” (“Que sea Rock, Riff, 1997): turismo en dólares los feriados, villa miseria el resto del año.

La cuestión de la frontera volverá estampada en esa preparación programática de la repetición del desierto para la nación plebeya: “sufre por hacerte policía” cantará Flor de Piedra (“Sos botón”, 1999) anunciando la presencia viva de una geografía que modelará el modo (específicamente duhaldista[2]) de pensar la política nacional: el sonido del Conurbano Bonaerense. Correlato musical de anticipación que será actualizado -renovación generacional mediante- en ciertas figuras del gánster -mafia -rap, dentro de ciertas tendencias del reggaetón, allí donde el sonido del éxito individual organiza la revancha del Guapo, en los pasillos de la villa o en la fiesta exclusiva del DJ, entre piscinas, putas y cocaína. Si en el heavy metal o en el rock, la droga es una experiencia: aquí habla el territorio. En la sensibilidad narco: la mirada es territorio. Mirar a alguien es invadirlo, entrar a su casa, relojear sus debilidades: no desviar la mirada es manifestación de poder. El trap es boxeo, el “reconocimiento” es noqueo del otro, batalla de gallos. Anularlo, humillarlo, impiedad con el perdedor. En la “cumbia 420”-la ternura de la “mafilia” – la ciudad no es poesía sino conquista: se la invade con rimas. ¡Acá manda el barrio: no la policía! El Ganador. La ciudad se borra. No hay ciudad: la pertenencia es a la guerra urbana.

A la guerra contra la ciudad. No se trata aquí de hacer una experiencia de la ciudad sino de hacerse de ella. Un botín, objeto de conquista, de arrebato a ése Otro que me estigmatiza, excluye. Se trata de ser dueño de la ciudad como se es dueño del pabellón. El poeta rockero está abierto a la ciudad. Traza un objeto de contemplación: el trappero mafia, el reggaetonero gangsta, millonario o no, es exterior a la urbanidad: está pegado a ella como tatuaje. No hay distancia. La contemplación del rock y del metal transcurre en la intimidad de la urbanidad, en el tránsito del cotidiano, cuando el asfalto oprime el pecho bajo la condición del “gil trabajador”. Primera circunstancia material: hacer una poética de la ciudad es poder tenerla en frente como a un objeto de la experiencia cuyo modo de acceso es la representación. Antes que poeta: trabajador. Y, antes que trabajador: estudiante. Al trap, por lo tanto, no lo pensamos como “música urbana” (la noción meramente geográfica de “artista urbano” es superficial, ridícula, fiaca) sino una actitud: la actitud de la juventud millenial ante la crisis de la ciudad como identidad, pertenencia y representación. Dicho sintéticamente: si el punk británico de los setenta anuncia musicalmente la crisis de la vida neoliberal, si el heavy metal argentino de los ochenta y noventa expone, líricamente, como ningún otro género musical, la crisis del mundo del trabajo, de la llamada “sociedad salarial”, el trap indaga como ninguna otra música aquel apotegma social-darwinista del linaje de Eminem: Get rich or die trayin’.

El sonido retorna al cuerpo, sin melodía ni armonía, afirma las intuiciones del oído en la síncopa elemental: la ciudad huye, se fragmenta; quedan subtes, puentes, esquinas sin vida barrial, pasillos sin calor, nudo del miedo y de la sustancia: producciones deseantes del narcisismo de la revancha. No se trata de una invasión plebeya, hecha de descamisados y dignidad, sino del reality del individuo espectacular, entre el sicariato y lxs Only Fans: el que se salió con la suya y goza en todas tus pantallas.

Para el volumen IV

Resulta una obviedad académica afirmar que nadie escucha música desde un criterio exclusivamente definido por un pentagrama y tampoco nadie lo hace por una pertenencia meramente social, histórica o cultural. No quiere decir que las mediaciones entre música y sociedad sean fáciles de asir. Esas mediaciones forman parte de las obsesiones del Grupo de Investigación Interdisciplinaria sobre Heavy Metal Argentino (GIIMHA) que tengo el placer y el honor de integrar. 3 libros ya fueron publicados por el grupo, adviene el volumen IV.

Trabajando en un ensayo que integrará ese texto colectivo me encuentro con las siguientes preguntas: ¿Por qué el rock y el metal abordaron, en sus letras, con tanta insistencia el tópico de la ciudad, los barrios como totalidades de sentido y experiencia, las calles como sentimientos casi sublimes? ¿Acaso la ciudad sea el sonido de una cotidianeidad que constituye, para el rock y el metal, algo así como una metamúsica que la informa? La ciudad…. ¿potencia del rock/metal? Y si así fuera: ¿será la crisis de la ciudad, entonces, la causa real de la decadencia de aquellos memorables géneros musicales?

Sobre estos asuntos: leemos, conversamos, discutimos, hacemos yunta… como los bueyes.

Provincia de Buenos Aires, 18 de junio de 2023

Referencia

La playlist que armé mientras organizaba mis argumentos: el sonido de la metrópolis.


[1] Seguimos las investigaciones sociológica de Laura Etcharren. Disponible en: [https://youtu.be/uJ953lOnCCM]

[2] Desde luego hacemos referencia al reciente libro de Carlos Pagni (“El nudo: por qué el conurbano modela la política argentina”, Planeta, 2023) en donde se intenta afirmar una identidad entre la historia del peronismo y la historia del conurbano: una suerte de íntima complicidad del estancamiento nacional, un quiste, un nudo. En rigor, se trata de una reescritura del peronismo como historia del duhaldismo. Si nos metemos en la cabeza del periodista estrella del diario de Mauricio Macri, lo que observaríamos es la siguiente interpretación: Duhalde no es el resultado de una política peronista sin programa nacional (aquello que Alejandro Horowicz llamó “4to peronismo”) sino todo lo contrario: Duhalde, su famoso “fantasma”, ya estaba en el origen mismo de la concepción genuinamente peronista del poder. Ningún ruido hace aquí que la planificación peronista fuera históricamente un pensamiento sobre la estructuración de la totalidad del campo nacional. Y que, derrotada su concepción planificadora (sistémica, integral, industrialista, democrática), en 1973, emergiera como pragmatismo y máquina electoral. Aquí el gesto es elemental: la pobreza es la persistencia del peronismo como concepción del poder. La miseria relativa de la producción del capital es apenas el lejano e insípido fondo de esta mala literatura de liberal preocupado. Su crítica al peronismo no es otra cosa que un procedimiento de albañil: una de cal, otra de arena, viva Félix Luna.

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