Para el público no tan joven, acostumbrado a otro tipo de escucha y de discursos musicales, el presente puede ser algo desolador. La debacle de Andrés Calamaro como opinólogo, El Indio en versión hologramática, Charly vivo, pero en una condición lamentable, Miguel Abuelo, Ricky Rúa, Iorio, Palo Pandolfo, Pil Trafa, Cerati y Fede Moura, muertos.
Pocas bandas de las que comenzaron su carrera hace alrededor de treinta años siguen vigentes y en actividad. Quizá Miranda y Babasónicos hayan sido de los pocos que pudieron realizar el relevo generacional y conquistar al público más joven.
Frente a esa crisis, el Indie, que comenzó alrededor del año 2003 y maduró al calor del kirchnerismo, y el Trap y el RKT, fenómenos de la industria musical independiente de los últimos diez años, parecen haber tomado la batuta. ¿Pero qué significa eso? ¿A qué se debe su éxito y cuál ha sido el efecto de esos discursos en la subjetividad actual? ¿Hay una relación entre nuestro presente político y lo que navega a través de la lírica de estos géneros?
Muchos hablan de la “avanzada mara” y de la tropicalización de la música a través del Trap: la pronunciación, los looks, la lírica, la estética general, etc. Sin embargo, esto no es sino un sucedáneo, un síntoma de condiciones materiales e ideológicas concretas. Por un lado el retorno de lo reprimido: la crítica al progreso económico por parte de sectores del tardokirchnerismo progresista. Por otro lado, la ausencia de expectativas de un progreso real con ascenso social que provoca una disociación entre dinero y clase. La identidad no se focaliza en el ascenso social con todos sus condimentos sino en la capacidad de consumo.
L-Gante afirma: “yo no quiero ser cheto, quiero ser millonario” (“Malianteo 420”, L-Gante, 2021); Duki explicita la mezcla de lo aspiracional VIP con lo mundano: “Me puse la’ Gucci con un short de Nike/ Buzo y cadena, estoy que goteo” (“Goteo”, Duki, 2019); En un tono más irónico, Dillom vuelve hiperbólica su expresión de deseo en un estilo gangsta: “Todo lo que quiero son sneakers y weapons/ Money and power, y una bitchie con un septum” (“Pelotuda”, Post-Mortem, Dillom, 2021); El Noba canta junto a La Joaqui: “Le gustan los turritos con cadena de oro/ No compra con los chetos, no compra con los loros// Y ando empilchado, de Lacoste/ Me encanta cuando sirve el postre[…]” (“Butakera”, La Joaqui, 2022).
Los ejemplos abundan.
Dinero y clase se disocian en el discurso trapero y RKT. Se afirman los valores bajos, pero se desea lo negado por el sistema. Todos quieren ser Duraznito. En otras palabras, son la expresión de deseo de una expansión del mercado: nosotros también podemos y queremos consumir. No se añora el bienestar, se desea la opulencia, que no es otra cosa que la “estética de la abundancia”. Eso habla principalmente de la caída y destrucción de un sueño.
La estética de la clase ascensional siempre chocó con la “pureza” de la clase ya instalada (el consumo grasa y kitsch siempre existió). Sin embargo, la pretensión de adquirir algo del prestigio, al menos a través de la expansión masiva de la industria cultural, acompañaba el movimiento: diccionarios, club de lectura, reproducciones de pinturas, música clásica, colecciones de libros clásicos, etc. Ahora, rota la máquina del progreso con ascenso social, el estatus, a través de la pulsión más pura del capitalismo, se muestra a través del consumo.
Pensemos un segundo en el prototipo yankee del Self Made Man: El Gran Gatsby, de Fitzgerald. Gatsby no sólo tiene el dinero, sino que logra pasar camuflado frente a la aristocracia, porque ha adquirido las formas y los modos. Incluso podemos ir más atrás, Rojo y negro, de Stendhal: un joven campesino se siente digno del prestigio de la aristocracia, y escala en la sociedad por su cultura e inteligencia.
Pero, ¿qué tipo de subjetividad construye este discurso? Lo que representa está claro. El problema es la proyección. Si bien el rock tampoco era la panacea, tanto los discursos como las prácticas de cada “tribu” alentaban la construcción de modelos alternativos de existencia o de resistencia: se buscaba “evitar el ablande”, liberar las mentes y, en el mejor de los casos, también los cuerpos, de la mano de Virus. Había una pulsión inconformista que no podía ser capturada de manera directa por el vector del consumo. El Trap y el RKT, salvando la presencia de algunos artistas que en su afán políticamente correcto reviven (como comedia) una lírica latinoamericanista nostálgica de Calle 13, rebajan la vida a una experiencia estética de consumo puro. Son, de alguna manera, la voz deforme y pura del capital desatado. El capital cultural es, en estos momentos, un estorbo, un lastre que no produce riqueza ni reproduce infinitamente el dinero. Quizá, en este sentido, lo que consideramos decadente no es otra cosa que el aspecto más revolucionario del capitalismo liberal: todo lo sólido se desvanece en el aire, incluso el capital simbólico y cultural. El consumo es el mayor dispositivo de captura cultural y la opulencia como forma estética el acelerador.
¿Y qué pasa con eso que llamamos Indie? ¿Qué queda? Nada o muy poco, siquiera una bala en el cargador. Ni ataque, ni defensa, ni pulsión suicida. Una existencia que se resume en durar sin mucho esfuerzo, de ser posible, en posición horizontal. Como Ainda, que entró a su recital en una cama con un colchón Calm. Siquiera el sexo queda. En otras palabras indi-gentes. Música para clonazepam: un barbiturirock. Ausencia total de vitalidad y de recursos (cognitivos, emocionales, materiales). A esta nueva generación el mundo se les impone como fatal, pero por una inutilidad internalizada y total: “Viajé al pasado a solucionar / lo que había arruinado / y lo volví a estropear” (“Máquina del tiempo”, La danza de los principiantes, Mi amigo invencible, 2015). Mucho territorio perdido. Retiro ¿voluntario? Sin bronca, con una risa sumisa, no se pide mucho, a penas lo mínimo, la épica ya fue: “Pa, necesito un poco de plata / Para que todo siga más o menos bien” (“Más o menos bien”, La Dinastía Escorpio, El mató a un policía motorizado, 2012). Casi no queda rastro de esa felicidad de trinchera barrial del “Todo sigue igual / Todo sigue igual de bien” (“Todo sigue igual”, Especial, Viejas Locas, 1999). Es sábado y no hay reviente, tampoco calle, todo gravita alrededor del colchón: “Sábado en mi cama / Y si te invito a dormir/ Me dirás que no” (“Sábado”, El mató a un policía motorizado, Él mató a un policía motorizado, 2004). Un yo lírico al que ninguna chica va a atender en esos momentos que no aguanta más. Sin rabia, sin enojo, sólo apatía.
El indie, también producto de, entre otras cosas, una generación criada al fragor del kirchnerismo, encuentra su lugar dentro del circuito de música “oficial” del sector progresista. En ese lugar desarrolla una especie de atrofia del músculo rebelde. Se pide que todo sea suave, que todo sea sensible, que todo sea tierno.
Era necesario “no hacerle el juego a la derecha”, conservar lo ganado (centros culturales, noches en Niceto y Matienzo, birra y reunión con amigos), no atacar la mano que te da de comer. Ese vector también estuvo presente durante la década ganada y no hizo sino afianzarse como hegemonía estética y filosófica urbana entre 2010 y 2015.
Se hizo un arte de ablandar la milanesa.
Frente a la impotencia, El príncipe idiota busca excusas: “Quizás no esté de más, concentrarse en la idea de / Que huir no es escapar, es más bien una condición / Quizás no esté tan mal, escarparse en el medio de / La pelea, en silencio, nuestro héroe se acobardó” (“Héroe de la madrugada”, Diccionario básico ilustrado, El príncipe idiota, 2015).
Para cuando llegó la derrota cultural y política en 2015, ya no había quién se pare de manos.
“El amor vence al odio” como bandera porque ya no queda aguante, porque solo podían poner la otra mejilla. Casi en términos nietzscheanos: porque no quedó otra que hacer de la debilidad (la impotencia) un elemento de superioridad moral. Aún peor, llamar a eso que les quedaba (la debilidad, la impotencia, la queja, la prescripción mensual de barbitúricos) amor y ternura. Una forma de microfascismo que permitía (y aún permite) negar la existencia de todo lo que duele, de todo lo que raspa.Trap/RKT e Indie son dos caras de una misma moneda. Uno transforma la impotencia en entrega total a la estética de la opulencia que nos promete el mercado. El otro en una burbuja de terciopelo que invierte los valores para transformar la debilidad en un atributo positivo, algo disfrutable. Son sirenas que nos invitan a disfrutar formas de nuestra propia destrucción.