PH Sebastián Freire
Recientemente fue publicado La lectura: una vida (Ampersand 2017), un libro donde Daniel Link* repasa su biografía a través de aquello que lo ha atravesado desde su infancia: los libros. En ese tour de force nos topamos, entre otras cosas, con su paso como profesor de la materia Semiología en el CBC, una etapa decisiva en su trabajo como docente. A continuación, con permiso del autor, les ofrecemos un fragmento del capítulo.
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8.El Ciclo Básico Común. Leopoldo Sosa Pujato, Elvira Arnoux.
Vuelvo a 1982. Cuando yo todavía no trabajaba en Ediciones de la Flor, Delfina Muschietti comenzó a dar clases en un profesorado privado de la calle Montevideo. Entre sus compañeros de trabajo estaban Renata Rocco-Cuzzi, Elvira Arnoux, Leopoldo Sosa Pujato. Por Renata Rocco-Cuzzi (quien años después se convertiría en pariente temporaria nuestra, gracias a una relación amorosa con el hermano de Delfina, Ulicho) conocí a Mónica Tamborenea, la protagonista de la novela de Matilde Sánchez, El desperdicio, a Adriana Rodríguez Pérsico, a Raúl Antelo, A Matilde Sánchez.
Leopoldo Sosa Pujato era profesor de historia. Me dejé seducir instantáneamente por su encanto. Dos años después, Leopoldo fue el primer director del Centro Cultural Ricardo Rojas (1984), un lugar completamente fuera de todos los circuitos del arte, la literatura, la música, la cultura, un poco como lo había sido antes el Parakultural, pero esta vez, ¡en el contexto de una rancia institución como la Universidad de Buenos Aires! Leopoldo, que además de tener formación histórica era un provocador cultural, supo hacer de ese lugar un centro ineludible en el mapa estético de Buenos Aires.
No estuvo solo, por cierto. Lo acompañaron muchas personas. Después de su muerte prematura lo sucedieron otros políticos que sólo por haber estado al frente del Rojas (aún cuando no demostraron ninguna otra capacidad que dejar que el espíritu de Leopoldo obrara por inercia) hicieron carreras que fulguraron como relámpagos y que se extinguieron como el trueno. El Rojas siempre fue un poco amorfo, un laboratorio de las diferencias: en un piso, Vivi Tellas podía estar ensayando una de las obras de su ciclo mientras en otro un grupo de poetas competía con la música de tambores que animaba, seguramente, una reunión de taller de murga o cosa semejante. Y en la galería había una inauguración. Y hacía mucho calor o mucho frío y los equipos de audio funcionaban seguramente mal pero a nadie le importaba.
Para una ciudad tan constipada como Buenos Aires, encontrarse de pronto con un Centro Cultural por el que desfilaban a la vez lo más exquisito de las artes contemporáneas y las supercherías de la aromaterapia fue tan escandaloso como el encuentro entre Horacio Oliveira y Berthe Trépat, en un memorable capítulo de Rayuela. Sólo que llegábamos tarde a ese banquete de las equivalencias puras entre una cosa y cualquier otra. Independientemente de lo que nos pareciera, a esa altura de la historia (Leopoldo lo comprendió muy bien), el Rojas nos era necesario.
Fui varias veces al cine en el Rojas (durante la Dictadura habíamos gastado las butacas de la Lugones y de la Hebraica). También al teatro, y a varias muestras de artes visuales. Estuve en aulas pequeñas y grandes auditorios. Aprendí cosas y enseñé algunas otras. Leí un par de veces lo que estaba escribiendo para audiencias que parecían inmóviles, siempre las mismas, aún cuando yo sabía que no era así y que ese efecto de congelación estaba dado sobre todo por la gran velocidad de sus movimientos. Como los movimientos de un afectado de touretismo, los movimientos de las audiencias del Rojas (o lo que es lo mismo sus deseos, sus necesidades: lo que las mueve) son infinitesimales e inconmensurables. Un cambio constante.
Asocio al Rojas los nombres de otras personas que quiero y que respeto: María Moreno, Daniel Molina, Fernando Noy, Jorge Gumier Maier, Alberto Goldeinstein, Rubén Szuchmacher, César Aira, Arturo Carrera, Josefina Ludmer. “Rojas” no quiere decir nada sin lo que ellos hicieron. En realidad, sin el trabajo de todos los que trabajaron y trabajan en el Rojas, porque la lista de nombres es infinita y si yo sólo cito algunos pocos es por desmemoria y no por otras razones.
Están los que dan cursos para la tercera edad, los que van a las cárceles, los que dan talleres de cualquier cosa (y también los que los toman). En los ochenta, el Rojas, más que un mundo entero, era una galaxia que proliferaba. Y a veces esa proliferación asustaba y fastidiaba a cierta gente, con razones justas. Yo mismo suelo ser bastante escéptico en relación con una oferta cultural que superpone al mismo tiempo cursos de ikebana, maratones pianísticas, clásicos del cine ruso, exhibiciones de capoeira y un congreso hiperespecializado al que vienen invitados de todo el mundo. Pero con ese estilo, el Rojas consiguió dejar una marca insoslayable en la cultura de Buenos Aires de los años ochenta y noventa y no conozco otra institución que haya distribuido tanto saber tan indiscriminadamente. En 1988, César Aira dio sus conferencias sobre Copi. En 1996, haría lo propio con Alejandra Pizarnik.
El Rojas era así porque, sin duda, estaba habitado por muchas voces de fantasmas. Y es así, sobre todo, quiero creer, porque sigue bajo el influjo del encanto de Leopoldo. El Rojas tendrá siempre la mitad de mi edad. Y esa mitad de mi vida no habría sido la misma sin el influjo de ese excéntrico lugar más allá de Callao.
Leopoldo nos enseñó (a quienes no habíamos vivido el Di Tella, ni la Facultad de la calle Viamonte) a leer una sensibilidad, un clima y a crear un ambiente. Al mismo tiempo que planeábamos el futuro, nos entregábamos a la vida mundana. Que eso sucediera en una institución como la Universidad de Buenos Aires tenía que ver con una vasta política de restauración, de la cual fue también importantísima el Ciclo Básico Común.
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Alguna vez Elvira Arnoux me dijo: “las tres personas que más saben de Lingüística en Argentina somos Lavandera, María Luisa Freyre y yo”. A Lavandera la conocí poco y nada, pero había sido alumno de María Luisa y podía acordar con ella en ese punto. Eso me permitía aceptar su autoevaluación como verosímil y la dejé en suspenso hasta que pude suscribirla.
Elvira había dirigido durante la Dictadura para Editorial Hachette una colección de teoría lingüística y literaria. Allí apareció el manual de Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano, Literatura/ Sociedad, como ya he dicho. También libros de Dominique Maingueneau, y uno delicioso de Joseph Courtes en 1980 (Introducción a la semiótica narrativa y discursiva: metodología y aplicación, con estudio preliminar de A. J. Greimas y traducido por Sara Vasallo, hermana de Isabel, mi profesora de Teoría Literaria en el Instituto), que formó parte de mis bibliografías obligatorias.
Cuando la conocimos en una cena de fin de año, cerca de la navidad de 1982, Elvira nos miró con curiosidad y le dijo a Delfina que ella había trabajado, en la década del setenta (antes de la Dictadura) con el Coronel Muschietti en unos programas de urbanización de villas miseria. El Coronel Ulises Muschietti era, en efecto, el padre de Delfina, historiador de carrera. Se había divorciado de su madre, Didí, lo que congeló su progreso en el escalafón y le evitó la amargura, que sufrió desde fuera, de sufrir en carne propia la transformación de las Fuerzas Armadas en una jauría asesina y metódica.
Elvira recordaba con cariño al Coronel Muschietti y se alegró de poder recordar su juventud con nosotros. Para mí significó (no en el momento en que me enteré de la relación, pero poco después) la certeza de que había un diagrama secreto al que yo estaba atado sin saberlo: de Córdoba, mis padres se mudaron a Buenos Aires, primero, y después a Olivos. Me mandaron a un colegio de Villa Ballester donde una profesora, Jessie Weiss, me recomendó que fuera de oyente a los cursos de la Facultad de Filosofía y Letras (cosa que no hice) y otra profesora, María Inés Fernández, me recomendó que fuera a la Biblioteca Popular de Martínez (donde ella vivía). Allí conocí a Delfina Muschietti y a su familia, lo que me abrió las puertas del Profesorado y el conocimiento de Enrique Pezzoni y de Elvira. Pero, por otro lado, el Coronel Muschietti (el nombre) se plegaba con el de Elvira Arnoux en una eterna trenza dorada -por supuesto, todos leíamos, por esos años, Gödel, Escher, Bach (1979) de Hofstadter. Y Elvira había editado a Beatriz Sarlo. Y Beatriz Sarlo me había recomendado a Daniel Divinsky. Y gracias a Daniel Divinsky había conocido a Arturo Carrera, etc.
Elvira se incorporó al plantel docente del Profesorado cuando Maria Luisa Freyre se fue a trabajar a La Plata (no fue, sin embargo, mi maestra en esas circunstancias, porque yo ya había cursado las materias del área lingüística). Al mismo tiempo, se metió de lleno en la reforma universitaria que iba a dar, a partir de 1984, uno de sus mejores frutos: el Ciclo Básico Común.
Elvira me convocó para que trabajara en el CBC (El “Circo Básico” tan mal visto en Filología, nunca entendí por qué). Hablé con Anita Barrenechea del asunto. Prácticamente
me prohibió que aceptara ese ofrecimiento porque iba a distraerme de lo que yo verdaderamente tenía que hacer (prepararme para un doctorado que alguna vez habría de comenzar, cuando los reglamentos de la UBA se modificaran). Por supuesto, Anita tenía razón (nunca conseguí doctorarme), pero desoí su consejo y me dejé seducir por la potencia imparable de la máquina Elvira.
Conviene marcar un corte con la espada de la lengua, para poder, después, seguir la huella de esa herida en el paisaje (la escritura es como un sendero apenas perceptible en la selva oscura, Holzweg):
Sombra terrible de Elvira, vengo a a evocarte para que te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo. Tú posees el secreto: revélanoslo.
A mis 25 años yo creía que lo sabía casi todo (si algo se me escapaba era porque no me importaba). Elvira había armado un programa de Semiología para el Ciclo Básico Común y había negociado con las diferentes unidades académicas de la Universidad de Buenos Aires quiénes deberían cursar la materia Semiología. Resultado de su pericia política fue que carreras muy masivas tenían que hacer esa materia obligatoriamente (entre ellas, la novísima Comunicación Social, que concitaba la atención masiva de los pospúberes de entonces), lo que implicaba formar hordas de docentes en una disciplina con poca tradición pedagógica.
El método de Elvira fue sencillo: teníamos reuniones semanales de cátedra (mientras alcanzara el espacio, que pronto se volvió escaso) para preparar los temas. Ella, mientras tanto, con un equipo de colaboradores (Daniel Romero, Bertha Zamudio) elaboraba unos cuadernillos con fragmentos de bibliografía para que leyeran los alumnos. Empezábamos
con Saussure, seguíamos con Prieto, luego con Peirce. Pasábamos a Benveniste, a Barthes, a Halliday, a Eliseo Verón y Oscar Masotta … El aparato teórico de Elvira (Narvaja de nacimiento, Arnoux por matrimonio) era básicamente francés. Bertha y Daniel acercaban autores de otras latitudes.
Además de la teoría (que equivalía a una segunda carrera completa), Elvira seleccionaba fragmentos de discurso político porque se trataba, después de tantos años de barbarie, de recuperar la relación con la palabra política. La cátedra de Semiología, que crecía a pasos agigantados día a día, incluía a sectores de izquierda radical (entre los que me contaba), peronistas y, sobre todo, radicales de la Franja Morada, donde el proyecto del CBC había nacido, pero que nosotros despreciábamos (uno de mis grandes arrepentimientos fue nunca haber siquiera acompañado los moderados sueños del alfonsinismo). Las reuniones eran, pues, una mezcla de discusión intelectual y asamblea (más de una vez volaron monedazos).
Elvira era implacable: nos obligaba a estudiar de sol a sol y a dar cuenta de nuestros aprendizajes públicamente (no había Internet, y todo se estudiaba de libros o fotocopias; los originales para los cuadernillos de semiología se hacían con tijera y plasticola). Confiaba en nosotros, pero al mismo tiempo, no nos dejaba escapatoria posible. Una vez, porque yo le dije que la noción de “campo, tenor y modo” era inenseñable (incomprensible, pero además inútil) me contestó, delante de la cátedra entera: “los herejes no puede predicar el evangelio”. Renové mis esfuerzos para ganarme su respeto (cosa que siempre había hecho con mis maestros y, por eso, siempre fui buen alumno: pobre, enfermizo y responsable).
Nuestra tarea era más que alfabetizadora, evangelizadora: íbamos a marcar un antes y un después. Que todavía la gente se niegue a reconocer la importancia de esa experiencia sólo demuestra su propia mezquindad. Yo trabajé todo lo que pude en Semiología. Tuve a mi cargo una sede, dicté teóricos los días sábados para los alumnos y docentes. El equipo de trabajo que se formó fue tan extraordinario que la mitad de las personas que trabajan hoy conmigo vienen de aquellos años difíciles de igualar en intensidad y en potencia formativa.
Con Enrique había aprendido a leer la literatura como texto. Con Beatriz había aprendido a leer la literatura como institución. Con Elvira aprendí a leer la literatura como formación discursiva (ella me hizo leer a Foucault por primera vez, ella puso ante mis ojos la noción de episteme, la de archivo, la de enunciación, ella me confrontó con la “Lección de escritura” de Lévi-Strauss por primera vez). Además, dotó a nuestra práctica de un sentido político muy preciso: se trataba de preparar alumnos para las carreras universitarias, enseñarles competencias que habían sido secuestradas durante la Dictadura junto con los cuerpos. Sosteníamos la memoria de la izquierda latinoamericana (Bolívar, Martí, Mariátegui, Castro, Velasco Alvarado). Leíamos manifiestos, poemas, propaganda política, publicidad. Lo que Elvira nos enseñaba era que las palabras seguirían siendo libres (y los lectores con ellas) en los textos que enseñábamos a leer (a experimentar). Al mismo tiempo, lo que hacíamos tenía que derramar sus iluminaciones sobre la escuela media (en esa estela, hice mis libros para la escuela secundaria).
Uno de los objetivos de la escuela (porque forma ciudadanía) es integrar al pueblo a la Nación. Pero “Pueblo” es una noción ambivalente, un término que divide (porque su significado es doble). Cualquier interpretación del significado político del término “pueblo” debe partir del hecho singular de que, en las lenguas europeas modernas, siempre indica también a los pobres, los desheredados y los excluidos. Un mismo término designa, pues, tanto al sujeto político constitutivo como a la clase que, de hecho si no de derecho, está excluida de la política (sigo a Giorgio Agamben en El tiempo que resta). En el primer caso, una inclusión que pretende no dejar nada afuera, en el segundo una exclusión que se sabe sin esperanzas. Lo que se ve es la no coincidencia, la lucha intestina entre Pueblo y pueblo. El pueblo es más bien lo que no puede jamás coincidir consigo mismo. Es en ese hiato o en ese pliegue donde enseñamos lo que aprendimos de Elvira, de Beatriz, de Enrique.
*Daniel Link (Córdoba, Argentina, 28 de agosto de 1959) es un escritor y catedrático argentino. Dirige en la Universidad Nacional de Tres de Febrero la Maestría en Estudios Literarios Latinoamericanos y el Programa de Estudios Latinoamericanos Contemporáneos y Comparados y es profesor titular de la cátedra de Literatura del Siglo XX en la Universidad de Buenos Aires. Editó la obra de Rodolfo Walsh (El violento oficio de escribir, Ese hombre y otros papeles personales) y publicó, entre otros, los libros de ensayo La chancha con cadenas, Cómo se lee (traducido al portugués), Leyenda. Literatura argentina: cuatro cortes, Clases. Literatura y disidencia, Fantasmas. Imaginación y sociedad y Suturas. Imágenes, escritura, vida, las novelas Los años noventa, La ansiedad, Montserrat y La mafia rusa, las recopilaciones poéticas La clausura de febrero y otros poemas malosy Campo intelectual y otros poemas y su Teatro completo. Su obra ha sido parcialmente traducida al portugués, al inglés, al alemán, al francés, al italiano. Dirige también la revista Chuy y el Diccionario Latinoamericano de la Lengua Española (DILE).