La memoria se encuentra lejos de ser simplemente un catálogo de recuerdos del pasado. La memoria tiene lagunas, borrones, sufre la degradación que le impone el mismo paso del tiempo del que está hecha. En el caso de Argentina, parece haber una proliferación de producciones relacionadas al pasado, sobre todo de lo sucedido en la última dictadura (1976-1983). En consecuencia, nuestra memoria parece ser más intensa que extensa. En ese último periodo de dictadura (menos de una década) parece estar en juego toda la historia argentina de los últimos 200 años, pero también está cifrado el futuro o, al menos, la posibilidad de componer uno, a través de los restos de las historias y voces que sobreviven. En esta ocación, Carolina Bartalini nos presenta un análisis sobre la memoria y el archivo en relación a dos películas de Albertina Carri: Restos y Cuatreros.
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En los últimos años, especialmente a partir del 2001, las indagaciones fílmicas y literarias de la “generación de lxs hijxs” de militantes detenidxs-desaparecidxs en la última dictadura cívico-militar, han producido una notable resignificación de los discursos de memoria y sobre memorias en nuestro país. Estas películas y literaturas traen al presente relatos de experiencias vitales a la vez que conforman nuevas vivencias que determinan no solo la obra sino la vida de quienes se sumergen en la búsqueda de aquellos recuerdos –propios y ajenos– que colaboren en figurar las “presencias de las ausencias”, y viceversa, denunciar las ausencias de quienes deberían estar hoy con nosotros.
Estas producciones –entre las que se encuentran las películas de Albertina Carri, Andrés Habegger, Natalia Bruschtein, Nicolás Prividera, Virginia Croatto y los libros de Félix Bruzzone, Mariana Eva Pérez, Fernando Araldi Oesterheld, Marta Dillon, Laura Alcoba, Ángela Urondo Raboy, entre otros– configuran gestos estético-políticos que desafían los marcos de percepción y lectura con los que estamos acostumbrados a observar tanto los géneros –la ficción, el testimonio, la poesía– como el discurso de la Historia, y también las figuraciones sobre la dictadura militar que se dieron en las décadas previas, cada una con sus rasgos temáticos, formales y políticos. Asimismo, y esto es lo que me interesa comentar en acá, las experiencias de memoria que realizan las hijas e hijos en sus producciones ponen en discusión una serie de cuestiones vinculadas con consecuencias actuales de lo que Pilar Calveiro ha llamado “el poder desaparecedor” no solo desde la búsqueda –y exhibición– de elementos que, desde la visualidad de las fotografías o la literalidad de las cartas, plantean la sutil impregnación de lo íntimo con lo social, de la trama familiar con la historia nacional.
Uno de los aspectos que estas películas y textos tensionan, más acá de lo que proponen en primer plano, es la definición y la conformación del archivo. Me refiero al archivo en singular de acuerdo con los análisis de Michel Foucault en La arqueología del saber (1969), El orden del discurso (1970) y La vida de los hombres infames (1977), y de Giorgio Agamben en Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo (2000), como el contenido efectivo de lo que ha sido dicho o escrito pero también la posibilidad de enunciación, el gesto que reúne en su acción lo enunciado y la potencialidad de lo enunciable.
El archivo en tanto “ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares […], el sistema de enunciabilidad” (Foucault, 1969), no tiene límite, por definición, no es cuantificable. Sin embargo, en los regímenes de exclusión que operan como “policía discursiva” (Foucault, 1970) de lo enunciable y lo visible, el archivo encuentra un contraluz, la huella de lo no dicho en lo que efectivamente ha sido enunciado, “el fragmento de memoria que queda olvidado en cada momento en el acto de decir yo” (Agamben, 2000).
“Cerrar los ojos, dejar subir solo el detalle hasta la conciencia afectiva”, así opera el punctum en la fotografía para Roland Barthes (1980), quien ve en ella la precisa imagen de lo viviente y lo muerto, el espectro. La imagen suspende el tiempo a la vez que lo señala, rompe la cronología temporal, trae al presente la figura de quien no está. La imagen se propone, así, como índice de existencia y denuncia de desaparición. El trabajo con las imágenes que las producciones de las hijas e hijos proponen focaliza en esta simultaneidad que es, también a la vez, afectiva y política, un trabajo estético y una acción de archivo en tanto que en el propio hacer –de la película, del libro– se conforma una materialidad, un gesto. Entre la colección íntima de elementos del recuerdo y su exhibición estos objetos se transforman en pruebas y en constructores de nuevas experiencias, de nuevos gestos de archivo.
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“Acumular imágenes, ¿es resistir?, ¿es posible devolverles ahora el gesto desafiante?”, pregunta la voz en off de Restos (2010), un cortometraje de Albertina Carri sobre la destrucción de las películas del cine militante en la década del setenta, que formó parte del proyecto 25 miradas, 200 minutos financiado por la Secretaría de Cultura de la Nación y la Universidad Nacional de Tres de Febrero en ocasión de las celebraciones del Bicentenario argentino. Entre aquellas imágenes que Albertina Carri insiste en (de)construir en Restos y, luego en Cuatreros, se encuentra Los Velázquez, la película desaparecida, el origen de estas indagaciones. Filmada por Lita Stantic y Pablo Szir, Los Velázquez, se había formulado como una adaptación del ensayo de Isidro Velázquez. Formas prerrevolucionarias de la violencia (1968) de Roberto Carri, el padre de Albertina, un prominente sociólogo y fundador de las cátedras nacionales de la Universidad de Buenos Aires quien fue detenido y desaparecido junto a su esposa, Ana María Caruso, en febrero de 1977.
En Cuatreros (2016), su último proyecto documental, Albertina Carri retoma las indagaciones que había expuesto inicial y originalmente en el célebre documental-ficción, Los rubios (2003), específicamente en torno a las tensas relaciones entre el archivo con la memoria personal y comunitaria. Cuatreros se observa como una extensión y ramificación de aquella pregunta anunciada en Restos: la infructuosa búsqueda y los recorridos que realiza la cineasta para encontrar sino la película Los Velázquez –hoy inhallable– al menos ciertas huellas de su realización. Los Velázquez fue realizada entre 1970 y 1972 por Lita Stantic y Pablo Szir, quien tenía en el momento en que fue secuestrado por las fuerzas represivas de la última dictadura militar las cintas originales. La película permanece desaparecida, así como Pablo Szir, detenido el 29 de octubre de 1976 en Ramos Mejía. De acuerdo con testimonios de sobrevivientes, antes de su desaparición habría estado cautivo en el centro clandestino denominado “el Sheraton” que funcionaba en la comisaria de Villa Insuperable, donde también estuvieron apresados ilegalmente Roberto Carri y Ana María Caruso, padres de Albertina Carri.
Lo que el cine, como arte superador de la fotografía en tanto su trabajo con la imagen y el sonido –en términos de Gilles Deleuze (1985): tiempo y movimiento–, vendría a proponer como prueba de lo real queda obturado, y problematizado, en las indagaciones que realiza Albertina Carri en torno a la conmovedora capacidad que tiene la imagen –aquello que, como ha escrito Roland Barthes, es índice de vida y de muerte, de presencia y ausencia– de desaparecer y ser desaparecida (ya sea por motivos políticos, como climatológicos o técnicos: el agua desprende la tinta, el fuego contrae y hace cenizas el papel).
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La disociación entre voces e imágenes ha sido una de las técnicas sostenidamente trabajadas por Albertina Carri a lo largo de su obra (de ficción y documental). El gesto que realiza en Cuatreros (2016) consiste en exponer al espectador a ver al mismo tiempo en que es sumergido en estas preguntas a un hombre desnudo “en situación de naturaleza” (Carri en Link, 2011). La desnudez del cuerpo rodeado de estos sonidos no puede más que presentar un hiato, un vacío: entre lo que se ve, lo que se escucha y lo que no es posible mostrar o decir; entre los modos en que las imágenes construyen los cuerpos y a la vez las formas en que los cuerpos son sostenidos y delimitados en su espesor por la fuerza de las imágenes que están, pero también por las que no, por la presencia de sus ausencias.
Si la imagen es tanto presente como pasado, proceso y producto de una manifestación irrepetible, “un aquí y ahora” que, de acuerdo con Walter Benjamin (1972a [1931], 1972b [1936]), moviliza dualmente la existencia previa de su referente como la relación aurática de quien la observa con quienes ya no están pero viven en ellas; si la imagen –real, como objeto, y virtual, como recuerdo– es también factible de desaparecer, de ser borrada, destruida, ocultada u olvidada: entonces aquello que sabemos inherente a la memoria, el olvido (necesario, selectivo, inevitable) se torna un peligro que, en la actualidad, las producciones de la generación de lxs hijxs de militantes políticos detenidxs, desaparecidxs y exiliadxs comienzan a señalar con insistencia corrosiva. En 2003 Albertina Carri apuntaba en sus reflexiones fílmicas al mecanismo de la memoria como dialéctica con el olvido (no contra), ahora, en 2016 –pero también ya antes en aquello restos–, el olvido se vuelve una forma que necesita tratarse en todo su espesor.
Me pregunto, junto con Albertina Carri, y a partir de Restos, de Los Rubios, de Cuatreros –pero también en torno al prolífico corpus de películas y relatos multimediales de la generación de las hijas e hijos de militantes detenidos-desaparecidos y exiliados por el genocidio de Estado de la última dictadura cívico-militar argentina–: ¿puede la memoria pensarse como un archivo?, ¿cuál es el límite de la memoria personal en relación con la enunciabilidad de lo recordado y lo recordable? ¿qué usos darle, además del judicial, para que conforme la sutil trama del discurso social sobre el pasado reciente y sus huellas actuales?
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Las producciones a las que me refiero, aunque usualmente son denominadas bajo la fórmula general de relatos de hijos de desaparecidos, exceden las filiaciones directas y componen no solamente una serie temática multimedial, sino también un género en fecunda proliferación con procedimientos formales compartidos cuyos más nuevos enunciadores no necesariamente comparten líneas sanguíneas con “la generación de los padres” (como sucede con el narrador de Una muchacha muy bella, de Julián López). Estas producciones configuran una serie de rasgos procedimentales y temáticos que exceden el tratamiento de la memoria y la investigación sobre sus padres, como generalmente son leídas. Plantean desplazamientos en torno a los vínculos entre arte y política, autonomía y posautonomía, reformulaciones y diálogos entre tradiciones genéricas y apuestas novedosas en torno a hibridaciones semióticas y discursivas (lo testimonial se entrama con la ficción, y la ficción con la autobiografía, la biografía generacional, el ensayo de interpretación social), así como reflexiones sobre la relación entre experiencia, historia y relato, memoria y olvido, memorias e identidades.
En la Carta que Rodolfo Walsh escribió en 1976 para su hija María Victoria, luego de su suicidio forzado en la terraza de la casa de Yerbal y Corro rodeada por un amplísimo operativo militar, apunta que ellos, los militantes, “morimos perseguidos, en la oscuridad” y que, entonces, “el verdadero cementerio es la memoria” (Walsh, 1994b). En el reciente libro de María Moreno, Oración (2018), esta carta, y la que unos meses después Walsh escribirá destinada a sus amigos donde relata lo que había podido investigar sobre la muerte de su hija –Carta a mis amigos (1976)–, es leída como elegía final. Nuevamente, Moreno, siguiendo la poética de no ficción de Walsh, inventa una forma para decir lo que no es posible ser dicho (Piglia, 2016): hace hablar a los testigos y junta sus voces con la propia, con la de Walsh e incluso con la Vicki, a través de los recuerdos de la lectura de su diario íntimo, a través del recuerdo de su padre y de su hermana. La Oración convoca a una epifanía sonora, una elegía compartida y dicha coralmente. El libro de María Moreno es un relato de investigación aunque también podría ser leído como un ensayo de exploración del yo, de la propia autora, donde aquella utopía de la revolución de la forma que comentara Rodolfo Walsh en una alumbradora entrevista hecha por Ricardo Piglia en 1970 llega a una sublime expresión (“en el montaje, en la compaginación, en la selección, en el trabajo de investigación se abren inmensas posibilidades artísticas”).
Como es sabido, en los relatos del cine y la literatura argentina de las generaciones del 2001 la memoria viene desempeñando un lugar central. Así lo evidencia, también, la amplia bibliografía gestada al calor de su tiempo, un período en el que se combinó lo que en las décadas de la impunidad parecía utópico: las luchas de los organismos de derechos humanos fueron re-articuladas en políticas estatales de reparación legal y simbólica a las víctimas de la violencia dictatorial. Ana Longoni en “Tres coyunturas del activismo artístico” (2011) llama a este período “la tercera coyuntura” (entre 2003 y 2015), en una cronología que piensa los flujos de “activismo artístico” en torno a los contextos políticos desde la reapertura democrática.
Si el territorio de la muerte y la despedida en los tiempos de la clandestinidad y el horror institucionalizado –como ha escrito Rodolfo Walsh–, era la memoria; ahora ella es erigida por la generación de los hijxs como un presente de acción. La memoria se vuelve tránsito performático de construcción comunitaria, por un lado; y como exploración estético-política de deconstrucción de los géneros y tradiciones heredados para ponerlos a dialogar con el presente de la propia obra sin que este olvide las líneas discontinuas que la asocian con las poéticas y políticas de la “generación de los padres”.
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Lo inconmensurable, lo inefable del archivo, como tensiona Albertina Carri en Restos, no radica en mostrar sus partes sino en observar las redes que se tejen entre ellas y lo nudos que han quedado impuestos al vacío, las huellas de sus presencias y los sentidos de sus existencias para para observar ese resto aún sonoro de las vidas que aún vibran en los fragmentos del archivo. El gesto de Restos focaliza en la tensión entre la condición fragmentaria y violentada del archivo con respecto a los cuerpos, con respecto a las vidas que –como ha señalado Michel Foucault en La vida de los hombres infames– todavía vibran en las imágenes que de ellas quedan o que ellas produjeron.
En esta zona de hibridaciones y superposiciones –la del archivo íntimo y comunitario, la de la historia personal y la nacional, la de las imágenes que son pruebas de presencia y de ausencia– Albertina Carri, y varixs de sus contemporánexs, propone un salto cualitativo en torno a los modos del trabajo con la memoria que expone, precisamente, su plural: las voces que hablan, que nos hablan, que nos atraviesan, las voces de las memorias con las que crecimos y convivimos, así como sus ausencias y las necesidades de decir, de participar de la polifonía intrínseca de la memoria discursiva.
El archivo como indagación –tal como Carri compone en Restos y Cuatreros –películas que deben ser leídas necesariamente juntas– supone también una “laguna”, aquello de inefable que de acuerdo con los términos de Giorgio Agamben rodea al testimonio. El archivo es la condición de enunciación pero también el enunciado, lo que “ha sido dicho” y las posibilidades de enunciar lo que todavía no ha tomado su forma en palabras o imágenes. Aquello que Michel Foucault llamó el “gesto”.
Así, el gesto de (de)construir archivos en nuestra actualidad –impregnada por discursos que pretenden poner en duda el archivo de lo real e insisten en cuestionar el valor del archivo documental que los organismos de derechos humanos y las políticas institucionales de las últimas décadas se han encargado de visibilizar discursiva y materialmente en pos de los reclamos tan presentes de justicia– cobra, ahora, nuevos sentidos. La pregunta inicial de Restos –“Acumular imágenes, ¿es resistir?, ¿es posible devolverles ahora el gesto desafiante?”– puede redimensionarse hacia los interrogantes sobre el sentido del arte –de las producciones literarias y cinematográficas– en relación con la praxis vital. ¿Cuál es el valor político de estos gestos?, ¿de qué manera el arte interviene en la construcción colectiva de la memoria social, en el archivo como contenido y posibilidad de enunciación?
Antes de apresurar una respuesta, tal vez sea necesario observar el archivo colectivo sobre experiencias de memoria que las producciones de los hijxs vienen produciendo como una etapa sustancial en la construcción de imágenes sobre el pasado reciente que ponen en foco desde planos presentificadores el atroz plan sistemático de desaparición de personas, robo de niños, censura y desaparición de objetos culturales ejecutado durante la última dictadura cívico-militar. Tal como insisten en formular las producciones de los hijxs, el genocidio tiene su marco de acción todavía presente e insistente. No solo porque muchos de quienes están ahora en cargos de poder político, económico, judicial y mediático son las mismas personas que ejecutaron la represión social –o fueron cómplices responsables– en función del proyecto neoliberal de la dictadura cívico-militar que pergeñó el genocidio, sino también –y sustancialmente– porque los cuerpos no están, falta recuperar la identidad de alrededor de 400 niños, hoy adultos, apropiados ilegítimamente, y porque cuando el archivo se vuelve a poner en duda, cuando el discurso negacionista arremete sigilosa pero insistentemente, se vuelve preciso, entonces, analizar cuidadosamente contra qué o quiénes se opone el archivo, la memoria, y las demandas de justicia y memoria.
Restablecer las imágenes del archivo es una tarea actual, cuyas implicancias corresponden a nuestro presente. Como señala Albertina Carri, en la búsqueda por recuperar ese gesto desafiante de las imágenes de lucha, se construyen nuevas formas y figuras necesarias de intervención sonora, visual y simbólica en nuestra (urgente) contemporaneidad.
*Las imágenes corresponden a Restos y Cuatreros de Albertina Carri.