La literatura, como ejercicio libre y metódico de la imaginación, parece haberse anticipado a muchas de nuestras experiencia sociales. Cada vez que algún tipo de evento traumático nos atraviesa como sociedad, alguna novela, cuento o poema escrito hace décadas o siglos parece salir a la luz para invitarnos a reflexionar desde otra perspectiva. La literatura nos otorga la distancia necesaria para pensar cuando la realidad inmediata no. En esta oportunidad, Walter Romero nos presenta un texto sobre Jules Verne adecuado mirar con prudente distancia los tiempos que corren. 

 * * *

 1.

 En algún perdido recodo de Flandes, Jules Verne (1828-1905) imagina una localidad flemática cuya tranquilidad y encierro son un estilo de vida. Un puñado de miles de almas —cuyo pulso medido y sosegado le da la espalda al progreso y a la modernidad— opta por las bondades de un tiempo lento y de baja sociabilidad. Una flamante pandemia —provocada por la  instalación de luz eléctrica mediante el uso de un gas que afecta a todos sus habitantes—  cambiará los hábitos de la comunidad. En Una fantasía del Doctor Ox, Verne muestra, con humor y fina crítica social, de qué modo un pueblito donde nada ocurre se ve de golpe entregado a una inusitada actividad. No cuesta demasiado invertir los términos y pensar en el vértigo de nuestra vida previa a la crisis del COVID19 en contraposición a nuestro actual  “estado de excepción” y al planetario aislamiento de millones de personas. El mundo entero, de pronto, parece haberse transformado mediante un alocada “intervención social masiva” en el ficcional pueblito de Quiquendone inventado por Verne. ¿El mal estaba antes o vino después? ¿Son las nuevas pestes  “facilitadoras de pensamiento” que nos permiten “objetivar” nuestros modos de existencia?

2.

En esta singular novela verniana, el Doctor Ox y su secretario Igeno —  un científico loco y su fiel secuaz, cuyos nombres para hilaridad del lector conforman la palabra OX-IGENO— intentan “alumbrar” un pueblo haciéndolo “aspirar” un  gas que modifica de lleno sus días. Los cambios fisiológicos echarán por tierra arcanas conductas: moléculas sobrecargadas —y dispersadas por el aire en flujos laminares— provocarán insospechadas respuestas no sólo individuales sino también a escala social: “Esta disposición de los ánimos produjo además otros efectos bastantes curiosos que importaba conocer.” Las pandemias, parece decirnos Verne, no se agotan en la clínica o la biología: más allá del veneno circulante hay una base social que se perturba. La novela de Verne — y su pedagogía como “educador de familias” y gran divulgador de la denominada “novela de la ciencia”—  plantea más bien un problema bioético al colocar toda pandemia (tanto las trágicas como las disparatadas) en un punto equidistante entre lo social y lo biológico con base en las decisiones políticas; en el caso de nuestra novela, el burgomaestre y las fuerzas políticas del pueblo (consejeros, jueces, abogados, médicos y banqueros) aceptan de manera gratuita que el doctor Ox instale las tuberías que darán luz eléctrica y permitirán a su vez hacer circular el “movilizante oxhídrico”: “Según el curso ordinario de las cosas, las epidemias son especiales. Las que atacan al hombre no se ceban en los animales, y las que persiguen a éstos dejan libres a los vegetales. Jamás se ha visto a un caballo atacado de viruelas, ni a un hombre de peste bovina, así como los carneros no padecen la enfermedad de las patatas. Pero en Quiquendone todas las leyes de la Naturaleza parecían trastornadas”. En momentos en que la humanidad se afana por el derecho a un respirador y el mundo se embarbija, Verne acciona su contundente máquina narrativa de signo paradojal al tensar las cuestiones en torno a la ciencia, el “mal” y los comportamientos humanos. Dice Michel Foucault: “En la obra de Verne hay una sola fábula por novela, pero contada por voces diferentes, encabalgadas, oscuras y refutándose unas a otras”.

 3.

Una de las primeras reacciones que provoca la epidemia en la ficción verniana tiene una fragrante correlación con nuestros días. El narrador se muestra asombrado por el modo en que los animales se adueñan de las calles mostrando una insólita vivacidad: “Más durante aquellos sucesos cuyos menores accidentes tratamos de reproducir ¡qué cambio! (…)Por primera vez se vio que un caballo se desbocaba por las calles de Quiquendone, que un buey acometía a uno de sus congéneres, que un asno se cae patas para arriba en la plaza de San Ernulfo dando rebuznos que ya no tenían nada de animal, y que un carnero defendía valientemente contra la cuchilla del carnicero, las costillas que llevaba dentro de sí mismo”. El pueblo —al contrario de nuestras apagadas urbes en medio de la primera gran pandemia del siglo XXI— conoce de golpe un entusiasmo que desembocará en la descomposición moral: el ensayo médico-social del doctor Ox llevará al condado a la peste y más tarde a la guerra. ¿Qué mundo era mejor?

4.

Reconocemos realismo en la irrealidad novelesca como un modo de entender mejor las grandes transfiguraciones que lleva a cabo la literatura: los efectos de la inmunosupresión social de un virus letal sobre la “respiración humana” parecen encarnan por oposición en la liberadora imaginación pneumatológica o hiperventilada de Verne. Si la tos ayuda a limpiar a los pulmones de desechos, una supraoxigenación deseante se muestra como sanadora. El virus coronado y su obstrucción de alvéolos estalla en inflamación y complicaciones pulmonares: dificultad para respirar, peligro de neumonía, imperiosa necesidad de “máquinas de respiración”. Para Nietzsche el aire es el meollo de nuestra libertad y la sustancia esencial del contento humano. Si el agua es reposo y el fuego es deseo, la alegría es del todo aérea. En medio de una reclusión a escala planetaria que compromete a tres mil millones de personas su apotegma filosofal resuena con fuerza: “El aire puro es conciencia del instante libre”. Al estudiar las imaginaciones aéreas, el fenomenólogo Gastón Bachelard —en su ya clásico El aire y los sueños— sostiene que “todo lo que se eleva despierta al ser, participa del ser”; sin dejar de aludir también —en su análisis del estro volucrario en la poesía de Víctor Hugo— al malditismo de los murciélagos. Es fama (aunque nada hay comprobado) que las heces de estos quirópteros fueron engullidas por pangolines consumidos a su vez por humanos en un mercado de animales salvajes: acaso de este modo se  desató la peste.

5.

Si el texto verniano estigmatiza las desgracias del encierro y la inacción, del mismo modo —en franca “resolución” paradojal— plantea los peligros de una hiperacción y una vida sobremotivada por estímulos constantes, en muchos casos imposibles de asimilar por el alma humana. Si en el comienzo la novela parece maldecir la “lentitud flamenca”  —que impide que la gente se meta en política o entable duelos — como consecuencia de la “oxígena pandemia”, fenómenos de intensa aceleración provocan irrisión: en el teatro local de Quiquendone el cuarto acto de Los Hugonotes de Meyerbeer será representado con un frenesí tal que sus largas seis horas se verán comprimidas a escasos dieciocho minutos. La “epidemia de la vitalidad” que azota a los habitantes del pueblo de Verne —antes calmos y quedos en la tranquilidad de sus hogares— nos hace pensar también —desde los confinamientos actuales de aislamiento obligatorio, la reducción drástica de la movilidad y el distanciamiento social con base en la teoría matemática de los grafos— en los extendidos males de nuestro mundo contemporáneo. ¿Acaso no son las crisis pandémicas “aceleradores de la historia” que permiten que tendencias que ya estaban “en el aire” precipiten su aparición y produzcan peripatéticos cambios de hábitos?

6.

Jules Verne — quien ya había indagado en los “beneficios” de la sobreventilación en su inolvidable Alrededor de la luna (1869)— escribió pocos obras tan efectivas como este “experimento” del Doctor Ox publicada en 1874, el mismo año en que da a conocer La Vuelta al Mundo en ochenta días acaso su texto más célebre. Las inquietantes postulaciones del autor de Paris en el siglo XX apelan a los intereses y a la posibilidades de máxima de la ciencia y a sus intentos paroxísticos en los que —ya sea por confeso desconocimiento del mal o por llana convicción— sociedades enteras pueden transformarse en involuntarios cobayos de antojos políticos, económicos, sociales o sanitarios hasta tanto la “verdad” se rebele como “progreso”, vacuna o superadora organización social. Verne  —que practicó como nadie la “novela de anticipación” a través de su vasta fantasía creadora—   pensó sin embargo que los límites de sus visiones debían ser limitados o estrechos: no deseaba imaginar nada que no pudiera realizarse alguna vez de acuerdo a las posibilidades de la ciencia de su época: “En resumen, y para concluir, la virtud, el valor, el talento, el ingenio, la imaginación, todas esas cualidades o facultades, ¿son tan sólo una cuestión de oxígeno?”

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