Rebord, Rebord, Rebord, Rebord. Las últimas semanas el influencer y generador de contenidos responsable de MAGA, El Método y co-conductor de Caricias Significativas ha copado las redes sociales y los noticieros. La entrevista con Vaca Narvaja desató una polémica que se desarrolló tanto por izquierda como por derecha, desde Bercovich hasta LN+. En esta oportunidad, Alan Ojeda nos presenta una reflexión sobre el rol que ocupan el joven conductor y sus producciones en la dinámica política y social actual. 

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Todos podemos tener razón alguna vez en la vida y descubrir un pequeño fragmento de verdad, incluso Sergio Chouza, que recientemente, frente a la polémica Rebord-Bercovich, declaró en Twitter: “Sobre Tomás Rebord solo decir que es el único ser humano vivo capaz de sacarle un voto joven a Milei. Solo por eso ya merece devoción e idolatría”. Este tuit lo leí el mismo día que un ex alumno me comentaba que se había alejado del liberalismo y se había vuelto peronista, y que el responsable de eso era Tomás Rebord. Algo de su dialéctica, de la forma feliz en la que encara las diferencias, el sentido del humor y el interés por construir una narrativa no excluyente le valió seguidores liberales, troskistas, peronistas y radicales. La única consigna es “Hacer a la Argentina Grande Otra Vez” (HAGOV), siguiendo con el lema que popularizó Trump, pero en una versión vernácula. Ahora ¿Quién no querría hacer a la Argentina grande otra vez? Es una consigna, cuanto menos, simpática. Este texto, más que un análisis, pretende ser un comentario, una reflexión más o menos breve, de las razones por las cuales la declaración de Chouza tiene un sentido y es algo más que un chiste.

Sentido común y sentido común’t

Hace alrededor de un mes, Tomás Rebord visitó La Misa, un programa conducido por usuarios de las redes sociales que terminaron transformándose en caras visibles de la campaña libertaria. Dan y Romo, que usualmente adoptan desde sus cuentas un tono violento para reforzar un sentido “políticamente incorrecto”, se deshacían en risas y halagos. Rebord, cada tanto, con algún que otro chiste, los corría o por derecha o por izquierda, según correspondiera a la declaración. Sin ningún tipo de prurito, conductor de El Método, MAGA y co-conductor de Caricias, declaró que su fin al ir al programa era llevarse la mayor cantidad de espectadores al lado del peronismo. También les dijo a los conductores que el lugar natural que los debería haber alojado en la política era el PJ, cosa que Dan y Romo no solo no discutieron, sino que afirmaron. El problema real no era el peronismo sino su “izquierdización” durante la última década, la hegemonía kirchnerista y las fuerzas progresistas desatadas operando en el interior del movimiento.  ¿A qué responde ese charm, esa capacidad de desactivar la violencia y la respuesta exasperada propia de cualquier militante en la época que nos toca vivir? ¿Qué provoca esa disyunción inclusiva unificadora de las diferentes experiencias del pathos caótico nacional? ¿Qué sobrevive del kirchnerismo en su discurso? ¿Qué murió? Creo que una posible respuesta se asomó en el programa de Caricias emitido este jueves y cuya consigna era “El sentido común” (ver fragmento: ¿Rebord tiene sentido común?). En la apertura del programa, en un diálogo con los co-conductores Cristian Cimminelli y Elisa Sánchez, Rebord dijo ser el que más sentido común tenía de los tres. Mientras Elisa era la más propensa a la transgresión y al cuestionamiento del sentido común y Cristian veía obturado en su razonamiento por su férreo kirchenismo, él estaba más al tanto de lo que “la gente” piensa, al sentido común en construcción. Entonces podríamos pensar que hay dos cosas que nos alejan de, al menos, percibir y considerar qué es el sentido común: la vanguardia y el dogmatismo. Frente a eso, hay un movimiento dispuesto a surfear la ola de la acción humana, tomar el pulso de lo que “es necesario” y dejar de lado el purismo de “lo que deberíamos hacer idealmente” o “lo que las cosas deberían ser para mí”: el pragmatismo. La política requiere escucha, interpretación y acción o, como habría dicho el General: “Conducir no es como muchos creen mandar, conducir es distinto a mandar, mandar es obligar, conducir es persuadir, y al hombre siempre es mejor persuadirle que obligarle”. O, glosando y tergiversando la idea original, la única verdad es la realidad y, como ninguno de nosotros es mayor a esa realidad, es imposible imponer de forma inflexible un orden ajeno que no surja de la voluntad general. En ese sentido, tanto en sus entrevistas en El Método como en MAGA, Rebord propone una lógica dialéctica no-negativa. No niega la otredad, por muy ajena o incorrecta que le parezca, asume su existencia, busca escuchar -palabra tan rara hoy en día- su lógica y operar, en última instancia, dentro del mismo marco que propone su interlocutor.

Como señaló Mariano Schuster en El discurso del método en la revista Panamá, a partir de los noventa los periodistas parecen haberse instituido como los vigilantes, los perros guardianes de “la verdad”. Pongo la palabra entre comillas porque sabemos que cada uno lleva agua a su molino y, últimamente, parece haberse transformado en un deber periodístico (como también señala Schuster) destruir a todo entrevistado con el que no se posea una ideología común, más por morbo que por ética periodística. La lógica no es la del debate ni la de la discusión sino la del ataque, la imprecación y el desafío, un tono que tiene larga tradición en nuestro país y que atraviesa desde la gauchesca (Martín Fierro y “La Resfalosa”) hasta los intercambios entre referentes políticos (Alberdi vs Sarmiento, Sarmiento vs Rosas, Cristina vs Macri, etc.). Ahí, donde se funda nuestra literatura, también se funda todo lo demás, sobre sangre, cuchillos y estocadas, reales y verbales, que devienen forma de hacer política y de intervención legítima en diversas esferas de lo social. Frente a esa tradición, El Método propone, quizá, la posibilidad de que cada personaje exprese lo que considera su “sentido común” en relación a la realidad. No importa si ese supuesto “sentido común” parece alienado de la realidad, como puede haberlo sido, de distintas maneras, el de Santi Maratea o el de Carlos Maslatón. Algo de esos discursos no sólo es irreductible y es constitutivo de ese individuo -y por lo tanto se vuelve también imposible de negar su existencia- sino que toca fibras sensibles de lo que podría ser, de una manera muy extraña, una matriz del pensamiento nacional. Hay algo de esa práctica de intimidad de la charla, del diálogo desprejuiciado, que responde a algo que Borges intuyó, con otros fines, en 1945 al escribir “Nuestro pobre individualismo”:

  el argentino, para quien la amistad es una pasión y la policía una mafia, siente que ese «héroe» es un incompresible canalla. Siente con Don Quijote que «allá se lo haya cada uno con su pecado» y que «no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello» (Quijote, I, XXII). Mas de una vez, ante las vanas simetrías del estilo español, he sospechado que diferimos insalvablemente de España; esas dos líneas del Quijote han bastado para convencerme de error; son como el símbolo tranquilo y secreto de nuestra afinidad. Profundamente lo confirma una noche de la literatura argentina: esa desesperada noche en la que un sargento de la policía rural grito que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro.

No se trata, como se podría pensar, de ser “el abogado del diablo”, sino de dar lugar a un otro como individuo. Uno no conoce a una idea sino parcialmente a través del símbolo que la encarna, que a su vez es complejo e irreductible. Como señala Borges, el argentino parece tener una tendencia a concebir las cosas en términos personales: puede detestar liberales, pero respetar a uno en particular que conoce en su fuero íntmo; puede quejarse de los inmigrantes, pero tener especial consideración y cariño por su vecino venezolano o boliviano. Rebord suele dejar de lado las diferencias en busca del “símbolo tranquilo y secreto” de alguna afinidad posible.

Progresistas y libertarios tienen su sentido común. Ambos se combaten mutuamente y son parte de un péndulo de continua tesis y antítesis. Mientras unos se formaron bajo el ala del kirchnerismo, el nacimiento de nuevos movimientos sociales y la militancia estudiantil, lo otros crecieron a la sombra de lo que el progresismo proponía como norma, la censura bienpensante y los imperativos universalistas que parecían ignorar la resistencia que se estaba gestando en la periferia de las torres de marfil de la producción universitaria y los debates de la academia estadounidense. Dan y Romo, por poner un ejemplo, son la respuesta natural a un movimiento que, como todos los que han querido “hacer el bien” han vehiculizado los mismos gestos que pretendían combatir. A una fuerza le corresponde una de igual intensidad en dirección contraria, así en la física como en la ideología. ¿Cómo opera Rebord en ese vaiven?  

Dos caras de una misma moneda

Este texto nació de un diálogo con el co-editor de esta revista. Alrededor de 2018/19 le comenté a Diego García sobre la aparición de la figura de Milei en la TV. Me interesaba entrevistarlo y había conseguido su número de teléfono. Él desestimó la importancia considerándolo algo pasajero. Recientemente, con el retorno a la presencialidad post-cuarentena, charlamos sobre Rebord. Me interesaba entrevistarlo con la excusa de unos dossiers sobre distintos humor y política. Nuevamente le pareció algo que quizá no tenía la dimensión suficiente para merecer una entrevista individual. Pero hoy, conversando sobre el cringe que nos provocó la editorial de Bercovich frente a la conversación con Vana Narvaja en El Método, y el apoyo que recibió Rebord por parte de Marcelo Larraquy, dos declaraciones lograron interesarlo. La primera fue la referencia al tuit de Sergio Chouza. La segunda fue que yo le haya dicho que Tomás Rebord y Javier Milei son dos caras de una misma moneda. Esa observación carece de un juicio moral. No lo digo en términos ideológicos (aunque cada uno se encuentre, también, en extremos opuestos) sino “sociológicos” (palabra que detesto). Paso a explicar por qué. Recuerdo algunos programas de MAGA del 2021, anteriores y posteriores a las elecciones de término medio. En esos programas, Rebord señaló un par de cosas que me parecieron interesantes: 1-cómo el miedo y la forma en la que se estaba encarando la figura de Milei era perjudicial y hasta un auto-sabotaje del progresismo; 2-cómo el peronismo parecía haberse vuelto cada vez más pequeño y exclusivo; 3-cómo la ceguera ideológica les impedía entender a muchos militantes que, en el discurso del candidato libertario, había muchos elementos de sentido común que se desatan en tiempos de crisis; 4-el peronismo dejó de proponer un sueño y una visión de futuro, cosa que lo caracterizó históricamente en su narrativa.

Make Argentina Grate Again (MAGA) representa una expresión de deseo pura y dura: hacer a la argentina grande otra vez. Eso supone que cada uno, cada sector específico de la producción de conocimiento de nuestra sociedad aporte su “máxima ciencia” y “máxima verdad” en pos de contribuir a la única ciencia verdadera: la mística nacional, la realización de la matriz espiritual de la nación. Algunos usuarios lo han tildado de un “pequeño López Rega” por su léxico esotérico, otros, como Martín Caparrós, asumen, sin mayor reflexión, que el discurso de Tomás Rebord posee un sustrato fascista peligroso al creer que la reapropiación del lema de Trump es pura reproducción ideológica. Frente a los ataques, sobre todo los recibidos recientemente de personajes demasiado solemnes, Rebord responde tanto desde su Twitter como desde su programa: “Su condena es vivir amargados y resentidos, nuestro premio es la celebración caótica de la vida.  A cada injuria corresponderá un meme, a cada insulto una sonrisa. Sobre la impotencia de los solemnes construiremos la felicidad del Gran Imperio Argentino”.

Al conversar sobre la génesis de esto, Diego me dijo que, en ese discurso, en la jocosidad, en la invitación a la risa, Rebord reproduce algo que estaba muy presente en el kirchnerismo: la chicana festiva. Si bien el conductor de El Método define tres esencias ontológicas totalmente distintas (el gorila, que no puede soportar que la argentina no tenga sentido; la troskista, que prefiere tener razón a ganar; y la peronista, que prefiere ganar a tener razón), lo principal de su discurso no está en la chicana y el desafío. Sus reflexiones pendulan entre dos subjetividades que actualmente, quizá por cuestiones generacionales, se encuentran en pugna: el cinismo y el nihilismo absoluto, y la necesidad de instaurar nuevamente un sentido trascendente y común, organizado no tanto por las diferencias ideológicas (que el cree que no existen estrictamente como tales) sino por los afectos, por un pathos. Luego de un extenso juego retórico, abstracto y conceptual, Borges, en su “Nueva refutación del tiempo”, concluye: “El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”. Rebord rectificaría: “Argentina, afortunadamente, es real; y nosotros, afortunadamente, somos argentinos”. Lo que nos une es una experiencia imposible de negar: para Borges (joven caudillista devenido gorila), el espanto; para Rebord, ¿el amor?. El principal enemigo no sería la realidad, sino la pulsión de querer moldear el mundo de forma inflexible con lo que consideramos como ideas intachables. Básicamente, no podemos afirmar si Kant era realista, pero, efectivamente, la realidad no es Kantiana. Al menos no la argentina.

Milei también viene a proponer un sueño y un sentido. No importa si estamos de acuerdo o no. Su discurso también posee una lógica esotérica: términos propios y citas bíblicas. Despertar leones es despertar militantes, y no hay militante sin creencia en una dirección o una verdad por develar a los demás, sin profetas. Toda militancia tiene algo de vanguardia iluminada, como lo fue alguna vez la militancia kirchnerista, que se encargó de penalizar y atacar, no sin sorna, a todo aquel que se atrevía a disentir. Es decir, en ambos casos, con sus pro y contras, si hay militancia, no hay escepticismo. Ambos discursos militantes, progresistas y libertarios, a su manera, reproducen lentamente el germen de su destrucción: la solemnidad. La solemnidad impide el chiste, el humor, que es, en el mejor de los casos, producto de la observación de contradicciones, de síntesis discursiva, de ingenio desconectado de las limitaciones ideológicas. El solemne sólo puede burlarse del otro, sobre todo marcando su deficiencia, su incapacidad de comprender lo que él sabe que es verdad. Podríamos pensar que Rebord es simplemente la instancia auto-paródica de un kirchnerismo en decadencia. Como el Quijote, llega cuando las novelas de caballería ya saturaron el sentido común, cuando se volvieron mera reproducción de fórmula, cliché. Pero también podemos rizar el rizo una vez más: ese momento auto-paródico es refuncionalizado como actualización, como apertura a una nueva síntesis discursiva: mata lo que hay que matar, despide con cariño lo que ya no está, y lo hace exponiendo el funcionamiento de una lógica que, al menos durante los últimos dieciséis años fue el “sentido común” de un sector político.

Wei-wu-wei llaman los taoístas al “hacer no haciendo”. Esa lógica, la de ver los movimientos de la tendencia, seguirlos, no resistirse ni oponerse categóricamente y, por el contrario, reconocer el deber de comprenderlos y encauzarlos, es propia de muchas artes marciales orientales. No tienen la perspectiva dialéctica propia de occidente. No hay “oposiciones absolutas”, no existe la posibilidad de una “negatividad radical”. Tanto El Método como MAGA proponen un camino de ¿no agresión? que desactivan el núcleo normalmente conflictivo de la discursividad política nacional y esa es a principal razón por la cual Rebord puede producir una migración política desde el libertarianismo a ciertos sectores del peronismo. No solo considera que Milei no es un peligro, sino que afirma que el poder del juego de la política es, justamente, anular esos movimientos radicales en una práctica más compleja, más gris e indomable. También está abierto a abrir el diálogo para demostrarlo, sin juicios previos, sin chicanas, sin negar la posición inicial de su posible interlocutor, algo que, desde el otro sector político parece, por lo pronto, imposible. Esa posición podría gestarse desde el escepticismo más absoluto, desde la idea de que no hay nada más por pensar y hacer, que ya todo es imposible y lo único real es un mezquino juego de poder en el vacío de la existencia. Por el contrario, asume una posición muy benévola, la posibilidad de que exista un lugar que aloje los sueños de un otro y donde éste se reconozca en el de los demás. El punto más alto de esta articulación fue, quizá, el momento más emotivo de la conversación con Maslatón en la que el reconocido influencer bitcoinero y forista establecía una relación íntima entre el peronismo y el liberalismo: su fe en la gente.  

«Robar un voto», lo sabemos, no se trata de insistencia, ni de desafío, ni de imprecación. Los que recorrimos los pasillos de la facultad durante los momentos de elecciónes universitarias sabemos lo que es un monólogo, un militante ciego y sordo que repite, una y otra vez, más dispuesto a objetar toda disidencia que a comprender cualquier objeción, el mismo discurso a cada persona que hace fila para cumplir con su obligación democrática. También sabemos que nadie ha ganado una elección con pura prepotencia y que los resultados, en el mejor de los casos, varían por cuestiones ajenas a la lógica partidaria, propia de gente «sobre-politizada» que desconoce que los resultados depende de gente que, justamente, no son ellos mismos. Quizá Rebord, como militante desencantado y adolescente criado junto a la brasa de la política kirchnerista, ha sido una persona que logró atravesar el desencanto sin abrazar el cinismo, y comprendido la práctica política sin enceguecerse por el dogma, y ese es su mayor éxito. El logro es hacer productos sin culpa progresista (pero no fascista), sin pleitesías a lo políticamente correcto (pero sin discriminar), sin imperativos ideológicos ideales sino prácticos, en una época crispada de maniqueismo reforzado.

Confieso que este texto está escrito sin PAB, que no es más que una opinión, un comentario reflexivo, conversado en el mejor de los casos, de alguien que consume los productos de Rebord, y lo hace con bastante interés. Es por eso que no pretende ser mucho más que una observación, un intento de buscar una posible respuesta a un fenómeno cultural y político que ha cobrado cierta relevancia en las últimas semanas. También porque ameritaba darle este espacio a la única vez que Sergio Chouza tuvo razón en algo.

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