Cuando un joven Rimbaud exclamó en sus cartas a Demeny e Izambard «Yo es otro» hacia referencia a algo no muy lejano de aquello que nos presenta Lucas Adur en el siguiente texto sobre Transterradas. Lo personal es político, y lo político esconde en su nucleo un «más allá» de lo personal que hace posible el vínculo, la conexión, ese diálogo abierto que excede a las protagonistas del libro. ¿Recordamos o algo nos recueda? ¿Qué lugar ocupa la infancia en la memoria? ¿Dónd estamos cuando recordamos la infancia?

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Transterradas reúne las voces de tres mujeres: Marisa González de Oleaga, Carolina Meloni González y Carola Saleigh. Las tres, de niñas o adolescentes, vivieron la experiencia del exilio, a raíz de las persecuciones que sus familias sufrieron durante la última dictadura en Argentina. Las tres han reelaborado esas experiencias para dar forma a un libro singular. Como muchos de los grandes “libros” argentinos –la idea es de Ricardo Piglia-, no es fácil precisar su género.  Testimonio, historia, ensayo, literatura, memoria… Transterradas parece participar de todos esos géneros sin asentarse definitivamente en ninguno. Creo que en esa misma inestabilidad radica su potencia: poética y política.

Invitación al diálogo

Recapitulando el origen de este proyecto, Carolina cuenta que, el punto de partida fue un llamado, una invitación, una “convocación”: “Marisa Gonzáles nos llamó, literalmente, nos invitó, abriendo con ello la posibilidad de establecer cierta conjura, cierta epifanía del recuerdo, la memoria, el testimonio y el relato” (184).[1] El diálogo aparece como mucho más que un intercambio comunicativo: es un verdadero reconocimiento, de la propia identidad y de la identidad del otro. En este sentido, hay un pequeño episodio que narra Marisa que puede leerse como una especie de puesta en abismo de este encuentro, de la poética del diálogo que sostiene el libro todo:

Una bichicome [una mendiga, diríamos en Buenos Aires], apostada diariamente en la Plaza Independencia [de Montevideo], paraba a los transeúntes, vestida con un salto de cama estampado, los ojos bien abiertos como intentando comunicar algo más allá de las palabras. Comenzaba a hablar, a lanzar su perorata unos cuantos metros antes de llegar a los viandantes. Como queriendo anticiparse o anunciarse ante una visita no requerida. Había algo de desgana o de resignación en el acompañamiento de las palabras. Acostumbrada a ser casi invisible o a no encontrar respuesta a sus demandas. No quiero asustarla, solo contarle por lo que estoy pasando, decía. Y así fue como me acerqué y, en lugar de tomar la frase como una letanía mil veces repetida a decenas de peatones cada día, entablé con ella una conversación. No se preocupe, usted no me asusta y con gusto escucharé lo que tenga que decirme agregué. Entonces, la bichicome me miró como si de repente percibiera el contenido de su propia frase, como si el mantra que acostumbraba a repetir y que hacía tiempo no reconocía como propio la invistiera de una rara y turbadora identidad: en mi respuesta se había convertido en una persona, se había corporizado era alguien para alguien más. Y fue entonces cuando me regaló una amplia sonrisa, despoblada y sincera. En ese reconocimiento volvió a su pasado, sepultado por los harapos, el pelo enmarañado y la boca sin filo, y pudo recordar, en un instante de vértigo, quién había sido (93).

En el origen, entonces, hay un diálogo entre mujeres, que se reconocen y redescubren. Un diálogo que se hace extensivo a todos los lectores.

La sensación al leer es que este texto es, de un modo ostensivo, una obra abierta, un libro que busca interpelar, hacer partícipe a quienes leen, suscitarles preguntas, no solo teóricas, sino muy concretas. Es un libro que logra que el lector o lectora se involucre, forme parte. Y no se trata de un efecto casual, sino de una apuesta que puede leerse en elementos formales.

Transterradas consta de tres partes, firmadas por cada una de las autoras (un “Misterio en tres actos”, parafraseando a Marisa): “En tierra de nadie / Todo lo que era mío”, por Marisa González de Oleaga; “Ritornello: el exilio como guarida”, por Carolina Meloni González y “Alzar la voz o la imposibilidad de decir”, por Carola Saleigh Dorin. Si bien estas partes no se citan explícitamente, es inevitable leerlas en diálogo. La opción por un libro tripartito, impar, es una opción por la apertura, por un “relato asimétrico y caleidoscópico, comunitario pero no unitario” (188).[2] Frente a lo unitario, incluso frente a lo binario, el tres implica un ir más allá, una apertura. Como decía César Vallejo, otro transterrado, se trata de rehusar la simetría, rehusar seguridad dupla de la armonía, ceder “al nuevo impar, potente de orfandad” (Trilce XXXVI). Creo que al ser “de a tres”, el libro habilita a que los lectores se sumen a la conversación. Los monólogos no invitan a interrumpirlos y, cuando hay dos charlando, uno a veces prefiere no meterse. Pero el impar invita a sumarse: a llorar, sonreírse, discutir, incluso recordar.

El diálogo se materializa en Transterradas también a través de lo que se llama intertextualidad: los epígrafes y las recurrentes citas que traen las voces de otros y otras para sumarse a las de las autoras. Las voces convocadas abarcan un amplio espectro que incluye literatos -Pizarnik, Gelman, Cortázar, Trakl, Brecht, Berger, Elas Bornermann-, filósofos –Bataille, Nancy, Agamben, Deleuze, Benjamin, Derrida-  músicos –desde una memorable cita de “Suzanne” de Leonard Cohen, hasta “las mañanitas del rey David”. En un sentido confluyente puede leerse la voluntad dialógica en las series de preguntas encadenadas que encontramos en muchos pasajes del libro:

¿A dónde se regresa? ¿Cuál es el lugar de origen? ¿Hay un origen? ¿No es el origen una convención? O mejor dicho, ¿No es el origen un acontecimiento azaroso y arbitrario decidido por otros? ¿El verdadero origen no es ese que va construyendo cada quién con sus decisiones sus cobardías, sus palabras y sus silencios? (39)

¿Cómo hablar de la ignominia más absoluta? ¿Cómo relatar lo allí ocurrido? ¿Cómo salvarnos con el arte de la abyección que tuvo lugar? ¿De qué manera purificaríamos nuestras almas después de lo acontecido? ¿Volveríamos acaso a encontrar cobijo alguno en la belleza? (115)

¿Te volverías? ¿Volver? ¿Eso no sería irse otra vez? ¿Cuál es el lugar de uno, su lengua, su patria? (154)

Las preguntas –que no necesariamente deben leerse como retóricas- van dando al texto una impronta, un tono que podemos definir como interrogativo. Más que ofrecer certezas, el texto comparte las propias preguntas, las que surgen de la experiencia, de la memoria y de la reflexión. La pregunta, como dice Carola, “no se cierra”: se trata de seguir juntando piezas del rompecabezas (179).

La apuesta al diálogo es, además, un componente programático, uno de los objetivos del libro: la propuesta es acercar las experiencias de las autoras a las de los y las transterrados/as de hoy; ponerlas a dialogar como “eslabones de una misma cadena” (5): “es a través de nuestros testimonios como queremos visibilizar a las niñas y adolescente que fuimos para iluminar a los niños y adolescentes que hoy padecen destierro” (13). No se trata de llegar a generalizaciones y conceptualizaciones abstractas. Va de lo particular a lo particular. Allí, en el modo de pensar este diálogo, radica una de las apuestas más interesantes del libro.

Transterradas es una magnífica evocación de tres infancias muy distintas –entre sí, y probablemente de las de los lectores y lectoras- pero que, por algún motivo, logra evocar –o: logró evocar en este lector- memorias propias. Cuenta Andrei Tarkovski en su bellísimo Esculpir en el tiempo que, luego del fracaso de crítica que había sido el estreno de El espejo, estaba muy deprimido, pensando en abandonar la cinematografía. Lo que lo salvó en ese momento fue recibir numerosas cartas de campesinos rusos que le preguntaban: ¿cómo hizo usted para saber todo eso? ¿cómo hizo para filmar mi infancia? De eso me acordé leyendo algunos pasajes de Transterradas, donde resonaban, aunque muy distintos, mis propios recuerdos. Quizás, cuando uno va profundo en la memoria, especialmente la de los primeros años, toca algo, un suelo común –no homogéneo, común- que puede encontrar ecos en muchos otros.[3] Transterradas confía en la potencia de lo concreto, de lo singular, para pensar otras singularidades. Por eso, puede decirse: confía en los poderes de la literatura.

Poesía y verdad o los poderes de la literatura

“A veces justo esa pizca de poesía es la que / hace que el recuerdo / sea fiel a la verdad”, dice Katja Petrowskaja en uno de los más bellos epígrafes de los muchos que tiene el libro. En efecto, la apuesta de Transterradas por una escritura que tiene mucho de poética, de literaria, no puede leerse en modo alguno como un mero “ornamento”, una búsqueda de “embellecer” el discurso, sino como una opción decidida por el potencial heurístico de la literatura: la poesía como una forma de conocimiento y exploración del mundo.

Nuevamente, esta apuesta es una afirmación programática del libro, la opción “por una historiografía literaria”:

Historiografía porque es una escritura y reescritura de las experiencias del pasado, y poética porque trabaja más como inspiración como asimilación. Uno se puede asomar a esos relatos intentando encontrar cómo funciona el mundo o se puede acercar a ellos como lo hacen los lectores de poesías.

Pero también, consistentemente, esta apuesta por una historiografía poética puede leerse en la materialidad del texto, en el modo en que las escrituras se despliegan. Me limito a señalar tres elementos.

En primer lugar, la utilización de símiles, comparaciones y metáforas, el como si que es tan frecuente en estos textos. Un verdadero furor analógico que es, quizás, práctica ineludible para las personas transterradas: todo remite a otra cosa, el presente se compara con el pasado, el acá con el allá.

Es como si pudiéramos vernos en una película antigua, en un viejo álbum de fotografías, en un espejo mellado pero que todavía refleja algo de nuestra imagen. Como si pudiéramos ver lo invisible. (…) No pudo responder, de repente la invadió una profunda nostalgia, una secuencia de imágenes, rápidas como esas que pasaban en los estereoscopios de la infancia. (57)

Después de rescatar los restos del naufragio y conseguir sacara a la nonna de la zanja, seguimos nuestro camino al aeropuerto, como parias, desamparadas y mojadas, asustadas y desposeídas. Como si el barro y la tierra en la Argentina se hubieran abierto de par en par para intentar engullirnos y no permitirnos salir. (106)

Estas analogías y metáforas, como decía, son mucho más que un ornamento: hay un verdadero pensamiento por imágenes, que no puede “traducirse” completamente a conceptos. A veces, como sabía el chico paraguayo evocado por Marisa, una metáfora es más que una metáfora. Bellísimos son, en este sentido, los pasajes dedicados a pensar los significados que tienen los números de capítulos que conforman cada parte:

Los cuatro capítulos de Carola le recordaban las cuatro patas de las sillas plegables con las que creció en su casa de Madrid; las cuatro patos de sus gatos añorados en Buenos Aires y en la quinta de Pacheco (…). La grafía del cuatro se asemeja a una silla al revés. Como si alguien hubiera decidido poner fin a la espera y, enojada, hubiera puesto la silla patas arriba. (…) Carolina escribió seis capítulos, pero, dice ella, uno es muy corto y lo contabiliza como la mitad. Así que son, en total, cinco capítulos y medio. La edad que ella tenía en su primer exilio; los años que su madre estuvo como presa política en distintas cárceles (…). El cinco tiene esa pancita redonda que contradice la rigidez de su ángulo superior. Como una ensenada, una guardia –diría Carolina-, o la cabeza de una cuchara que contiene, preserva y protege. En mi caso, son nueve los capítulos (…) y me recuerdan los nueve años que yo tenía en mi primer desplazamiento (…). Una rara contabilidad en la que el nueve se parece a un globo, liso y orondo, ajeno a su destino, sujeto al mundo por un delicado y fino piolín (18-19).

Así como hablamos de pensamiento por imágenes, puede hablarse también de una verdadera auctoritas literaria, que funciona en el libro. En Transterradas los poetas y narradores se citan tanto o más que historiadores y filósofos. Cortázar, Gelman, Trakl o los poemas del abuelo Juan ayudan a entender el mundo y a ponerlo en palabras. Tanto es así que, al final, Carola confiesa que era un poco reacia a escribir este libro –le “daba largas” a la invitación de Marisa- hasta que ella, sutilmente, le regaló una novela: La casa de los conejos, de Laura Alcoba –otra transterrada, claro- (188) y en esa lectura terminó de encontrar el impulso para tomar la palabra.

 Un tercer rasgo literario de este libro es el lugar fundamental que en las tres partes ocupan los sentidos. Transterradas es un libro atravesado por la sensorialidad de la memoria. No solo las visuales –las más presentes en nuestra cultura- sino que se exploran el olfato, el gusto, el tacto y el oído. Se escribe con todo el cuerpo, con “el cuerpo hecho lenguaje”, como afirma una de las autoras. El olor de las uvas del vino patero en el patio de la infancia, los aromas profundos del campo, la espuma blanca y consistente de la bañera, las canciones de María Elena Walsh. Esta escritura cargada de sensaciones consigue recuperar algo de ese tiempo perdido, traerlo al presente y materializarlo ante los lectores.

Borges solía repetir que el arte nunca es platónico. La apuesta por la literatura es, en definitiva, la apuesta por lo concreto. Solo hay poesía de lo singular: no puede escribirse acerca de la infancia, sino de una infancia, singular, única. La apuesta, como dijimos, es sumergirse en lo concreto, no para buscar generalizaciones sino diferencias, singularidades: “Porque son esas diferencias las que permiten desnaturalizar y poner en turbulencia lo sabido y lo conocido” (15)

Coda

Estas son apenas algunas ideas acerca de un libro que puede, que merece ser abordado y discutido también desde otras perspectivas. Para concluir, en estos tiempos de “panficcionalismo” y “posverdad”, donde se afirma que “todo es relato”, quizás sea necesario recalcar que el trabajo con una forma literaria no implica, en modo alguno, negar la voluntad de verdad histórica de Transterradas. Las autoras parten de sus experiencias. Experiencias reales, históricas, dolorosas, personales y sociales, de las que consignan este testimonio.

¿Por qué hacerlo a través de esta suerte de diálogo literario, entonces? En un breve y magistral artículo, el crítico ruso Víctor Shklovski afirmaba que lo propio de la literatura es la ostranenie, el extrañamiento: la poesía contribuye a des-automatizar nuestra percepción del mundo, a mirar las cosas como si las viéramos por primera vez. Creo que una operación de este tipo es la que realiza Transterradas con el exilio. Lo mira desde un nuevo sesgo –el de niñas y adolescentes-, infrecuente en otros abordajes sobre el tema. Y lo escribe de un modo que busca interpelar al lector, que lo invita a revisar sus propias experiencias o concepciones, sobre aquellos años y sobre el presente. En su originalidad, en su perspectiva singular, el libro construye nuevos sentidos sobre un tema tan antiguo como el exilio. Y eso no solo es construir memoria, también es hacer política.


[1] Todas las citas corresponden a Transterradas, indicando únicamente número de página, a no ser que se explicite lo contrario.

[2] La voz es de Carola, pero también Carolina habla de la imposibilidad de la simetría (185).

[3] Me permito una nota personal. En un momento Marisa evoca palabras de su abuelo: “Porque no podemos, decía, elegir el lugar donde nacemos, pero, a veces, estamos en condiciones de escoger el sitio exacto donde reposarán nuestros huesos” (39). Leí eso y automáticamente recordé que mi abuelo, mi nono, otro transterrado, afirmaba exactamente lo contrario: “Uno sabe dónde nace, pero no sabe dónde muere”. Este tipo de evocaciones, de conversaciones,  fueron constantes en mi experiencia de lectura.

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