¿Qué poética se gesta en el desamparo? ¿Qué lugar tiene el metal en esa urbanidad carcomida y erosionada? La globalización de la «paz perpetua» de Kant, lejos de ser un proyecto encaminado a su realización, se encuentra en una profunda crisis. Los paises que perdieron en ese gran concierto mundial (la mayoría), experimenta hasta el día de hoy una progresiva destrucción se sus voces y espacios. En esta oportunidad, Gabriel Medina, integrante del Grupo de Investigación Interdisciplinaria sobre el Heavy Metal Argentino, reflexiona sobre la necesaria resistencia del metal en este proceso de disolución social.
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Horacio Lendoiro, hombre de la cultura y amigo de la asociación browniana del tango, fecha la muerte de esa música porteña en 1945. Su tesis se sustenta en la singular idea de que el tango (el del origen, antes de conquistar los salones “pitucos”) solo fue posible como expresión del suburbio, del margen, del sórdido borde donde se entreveran migrantes europeos, afrodescendientes, la persistencia del indómito gaucho criollo y su facón, y los arrabales prostibularios donde esa fauna se permitía pasar las horas que le escamotea a la explotación. Una Argentina que en su mirada historiográfica, culmina con la plena integración social que inaugura la revolución nacional de 1945 y su política de derechos sociales.
Uno no quiere contradecir al estimado Horacio, y compraría gustoso esa idílica constelación histórica si no fuera porque bajo el apotegma aristotélico de la “única verdad es la realidad” hay kilómetros y kilómetros donde “día a día el desierto va creciendo”. Y ese sórdido suburbio que pareciera culminar con la conquista de la ciudadanía social del Pueblo Trabajador como corolario, se ha extendido desenfrenadamente todas estas décadas, sin parar de arracimadamente al calor de nuevas migraciones y bolsones de pobreza crecientes producidos por cada cíclica crisis. Y allí, donde las divisiones distritales no parecieran responder más que a una lógica electoral, ya que por lo demás todos los habitantes de ese gigante dormido llamado conurbano comparten lengua, hábitos e idiosincrasia, sin que por ello los interpele pertenencia local que se exprese bajo gentilicio alguno más allá de la opción por un club de fútbol y con ello, un barrio. Allí, en una geografía de desamparo, de “cuasi vidas” al decir de advenedizos intelectuales del establishment como Carlos Pagni, no parece, casi, haberse producido una forma de canción que la exprese [1].
Hace algunas semanas Leonardo Saí problematizó en su texto «El Sonido del Asfalto», publicado en este mismo sitio, los modos en los que el rock nacional primero, el metal después, y últimamente la autopercibida “música urbana” abordan la Ciudad. Un tema que en esta cornucopia bonaerense llamada “conurbano” parece adquirir significados más complejos que los que tradicionalmente se ensayaron para abordar esta enajenación burguesa de la modernidad llamada urbe, desde otras latitudes.
Es interesante señalar la inflexión, o el pliegue, entre fugarse o habitar. Y por sobre todo, el cómo. Ya se dijo que la denuncia sobre la enajenación productivista es un tropo que puede rastrearse en la génesis del rock nacional, con La balsa, y seguirse por vía de Manal y una Casa con 10 Pinos, hasta el culminen, no sin ribetes de utopía ácrata, que se narra el Roba un Auto de Hermetica.
Otra vía, que paralelamente tematiza a la ciudad como hábitat asumiendo también sus asperezas, es la que de algún modo escenifica V8 en Muy Cansado estoy. Un lugar de “corrupción”, “muerte y dolor”, “nubes de alcohol”. Hay allí alguna rémora del juego de oposiciones entre lo urbano y lo rural, que si bien difumina este último término asume el sustrato de pecado y perdición comúnmente atribuido al primer elemento del binomio… Ese ámbito de “vicio y soledad” que dramáticamente recoge el metal en un arco que puede extenderse hasta La Ciudad Violenta en Logos o En las Calles de Liniers, también de la H. Algo que el new wave vernáculo también retrata, aunque de modo indolente y cuasi celebratorio. En la Inmensa Ciudad de la Furia, pero también por ejemplo en La Calle es su Lugar de Hit, o en el No soy un extraño del Charly de Clips Modernos que hace algunos años el propio O’Connor reversionaría.
Y es que en Argentina hay una verdadera obsesión ochentera con la Ciudad como escenario. Por un lado son los años de predominio de las llamadas “tribus urbanas” que comienzan a poblar nuestras geografías barriales. Jerga sociológica, acaso algo más tardía, que intentaba asir el fenómeno de las clases medias y sus subculturas del ocio; que con su indumentaria informal, en épocas en las que lo informal era todavía provocador y no la propia norma, imprimían sobre el paisaje urbano una pátina de surrealismo y desafío a la convención. Desacato que en países post dictatoriales como el nuestro representaban modestas contestaciones o incluso sutiles apuestas antiautoritarias. Eran los años del postpunk, pero también el auge del ciberpunk en su fase de expansión audiovisual que desde las metrópolis de la industria cultural, glamorizaba una idea de indómitos rebeldes (al borde de la delincuencia según el grado de conservadurismo del material fílmico de referencia) que de algún modo eran re-capturados y reivindicados hasta la idealización por las líricas del rock. Son las brigadas metalicas en V8, los contenidos heroes y heroinas en Riff, las vandálicas patrullas de Drugos que recuperaban los Violadores o el desparpajo glamer-punk de Beso Negro (ese temprano proyecto de Andres Gimenez y Lito Paredes tan injustamente olvidado), cuyas encarnaciones mas tardías y definítivas reaparecen en los 90s con Warriors de LETHAL y Guerreros Urbanos de A.N.I.M.A.L. La ciudad es en estas representaciones, el escenario para las fantasías megalómanas de tribus, hordas, brigadas o ejércitos que se hacen de ella presagiando el inminente apocalipsis.
Sin embargo hay una tercera manera de pensar la ciudad por parte del rock de este periodo, estrechamente vinculada al señalamiento que antes hiciéramos sobre la obsesión referida a “la calle”. Y esta es la paradojal “fuga” que esa generación parece intentar, mediante la ocupación del espacio público.
Sin la sensualidad nihilista del pop que antes mencionamos, hay un énfasis puesto en “callejear” que no es invocado, por lo menos en un primer momento, como fatalidad. Si no como una opción micro política[2]. “Vagabundear y de nada ser culpable, vagabundear es una buena opción. la oportunidad se queda en vos.” era a lo que nos instaba Mario Ian al frente de Alakran. La consigna es clara. Quitarle el cuerpo a los edificios donde se trama la vida social. Deshabitar las instituciones de todo orden: Productivas, educativas, incluso quizá afectivas, para ponerse a la deriva. Una deriva que desdeña explícitamente el imperativo de “ser un triunfador”[3]. En Callejero de Rata Blanca, es con más claridad un acto de enseñorearse de “tus sueños, tu vida y tu libertad”. Si la calle es “tu verdad”, la alteridad que traza el clivaje se personifica en los reproches familiares, ya que “ellos piensan que la vida se vive en sociedad”, mientras que en la calle aguarda “la vida real de los hombres sin sueños”… Sobrado tono de condescendencia adolescente, aún así no exento de verosimilitud a la hora de retratar el desencuentro entre las exigencias sociales que impone esta flamante primavera democrática y esta opción por darle la espalda a lo que se erige como el modo correcto (¿careta?) que dicta la época.
Una vez más será la lúcida poética de Ricardo Iorio la que catalice la imagen más nítida y exhaustiva de este egregor. En Soy de la Esquina se imbrican y solapan todas estas tópicas en una narrativa perfectamente integrada. La calle no es solo renuncia a la decepción de la incomprensión familiar, sino a la enajenación que habita en el hogar. Es ocupación del espacio público, posibilidad de encuentro, celebración colectiva,y también ocupación resistente. Allí la otredad no consiste en las agobiantes exigencias sociales del mundo adulto, si no en la tinelización narcotizante propalada por el novedosos sistema privado de massmedias. Aquí como en Rata, la calle trae “la verdad”. Pero no se trata de una lección que aprende a partir de peregrinar un camino de soledad, ni de un saber al que se abreva por renunciar a las expectativas de realización social, trocandolas por “ganar mundo”, sino de la redención que se efectúa por medio del encuentro con los otros. Otros junto a quienes se comparte y celebra, a instancias (o en contra) de todo lo demás.
Sin embargo, en el mismo álbum que Soy de la Esquina despliega su apologética sobre la calle, la urbe… La sabbatica Cuando Duerme la Ciudad nos ofrece una postal antagónica. Se trata de la ciudad como intemperie, como desamparo, como persecución incluso. Ya son los 90s, la medianoche del siglo XX en carne viva. Lo que en la decepción de la primavera democrática podría ser un gesto de renuncia, de “transgresión módica” según la cínica descripción del Turco Asís para aludir a los simulacros progresistas, ahora es una novedosa condición que alcanza con toda crueldad a los perdedores del modelo. Una juventud estigmatizada que es descrita, construída y percibida como peligrosa, expulsada a la calle por el desempleo crónico para consumir el tiempo en ese tortuoso “entretanto” de la parálisis de cualquier proyecto, y al justificado tiró del “gatillo fácil” como acechando.
“El verdadero chico callejero– canta Hugo Benitez con su particular talento para la paráfrasis ¿Una implícita refutación al chico callejero evocado por Rata Blanca?- condenado por grandes ignorantes, no ve futuro ni ambición en su existencia. Y en su rostro no existe la sonrisa. El privilegio no existe para él. Muerto en la calle, Muerto en la calle…” Lo que aquí emerge es una ciudad que no se ofrece como opción para huir del aturdimiento de la vida doméstica, sino de la ciudad como amenaza. “Criaturas de la noche, vacíos y en soledad, durmiendo en algún coche, sin nada que comer -los describiría Lethal-(…) Perdidos en la noche, vagabundo en la estación, fumando en un andén mientras la tarde cae…”
Es la medianoche del siglo XX, dijimos, y la pauperización avanza, junto al creciente número de jóvenes que creen estar ingresando a su primer empleo después de una semanita de capacitación en unas mugrosas oficinas lindantes a la estación, tras la cual salen en estampida por las barriadas a ofrecerle a los incautos cursos de inglés y computación, reproduciendo el latiguillo tan pregonado sobre “la necesidad de capacitación” para sobrellevar más exitosamente el creciente desempleo… Mientras la vida se continuaba degradando en esa cuenta regresiva hacia el 2001 y su kairos, cuyos estertores resuenan en nuestros días, ya no hay metáforas que quepan para describir la desintegración social. “La negrada cansada y hambrienta que rodea la ciudad (…) Amontonados en villas de emergencia resisten el manoseo imperial”-canta Malón, no ya refiriéndose a la juventud, si no a la clase y su geografía ahora meticulosamente delimitada. Clase trabajadora, ruta 197 y sonido “barriobajero” serán también los fetiches habituales en el repertorio de Tren Loco, ostentados como impugnación al mundo de exclusión y celebración de la marginalidad que comenzaba a abrirse paso; mientras el punk ejerce un repliegue barrial, que pone tono paródico al juego de polí-ladrón entre los pibes de la esquina y la patrulla que los viene a poner a ordenar.
En tiempos de nihilismo y negación absoluta de toda certeza, a mi me gusta la definición clásica de “verdad”, como “la realidad de la cosa”. Es (¿fue?) la desafiante canción que pugna por encontrar la palabra capaz de asir “la realidad” de un habitar tenso, problemático, ajeno a los fulgores complacientes de las pantallas por la que hoy circulan los pulsos de datos que transportan la monotonía rítmica que se imposta como narrativa urbana, una experiencia en extinción?
El metal supo volver la mirada allí donde los transeúntes de la ciudad apuran el paso y prefieren hacer de cuenta que la decadencia que paulatinamente va fagocitando el entorno, no podrá alcanzarlos en la medida que persistan ignorándola. Frente a eso, la renuncia al mundo doméstico, la fantasía apocalíptica, o las postales crueles, que no narran la autosuperación, ni se jactan de ningún talento excepcional (individual y personalísimo) otorgado por “la escuela de la calle” para afirmar la legitimidad de una enunciación que repone hasta el hastío un repertorio de rimas tan autorreferenciales como insustanciales.
Frente a la babilonia global y su astuta impostura de localías universales y ambigüedades lingüísticas de indeterminación premeditada como ardid para no renunciar al sueño húmedo de progresistas y liberales de ser “ciudadanos de un lugar llamado mundo” que les permita gambetear los rigores situacionales de la experiencia histórica; no parece prudente afirmar la necesaria continuidad de aquel legado. Pero sí, la inapelable persistencia del arte genuino en la voluntad de continuar brindando testimonio.
[1] ¿”Casi”, dije? Sí, hubo algo llamado “cumbia villera”, a medio camino entre cierta eclosión legítima de canción marginal y otro tanto de una trama de emprendedores del circuito bailantero que rápidamente capturaron lo que de genuino tuviera aquel fenómeno, intentando traducir el modelo del “gangsta rap” que rápidamente agotó el ciclo del producto descrito por Kotler y Amstrong.
[2] La palabra “política” aquí no deja de sonar grandilocuente, pero en tiempos donde toda entrepierna reviste magnitud de asunto político, no puede ser menos política la soberanía que alguien se da en la renuncia a las exigencias del entorno social.
[3] Tema que, cuatro décadas después, parece casi la única cosa a la que aspirar según la narrativa monocorde de la autopercibida “música urbana”.