Escribir sobre música es una de las cosas más difíciles que conozco. La prosa de los periodistas lo atestigua. Salvo honrosas excepciones, cuando un periodista habla de música hace cualquier cosa menos lo que promete. Porque el sonido es esquivo, porque no existe la posibilidad de congelar un frame musical. Podemos detener una película y mirar a los ojos a un personaje, pero en el caso de una canción, el intento de captura deriva en silencio. La ejecución del sonido, más que la imagen, es un juego con el tiempo. Esta es una de las razones por las que la mayoría prefiere hablar de cualquier cosa que orbite a la música. ¿La preferida? La biografía, el ejercicio profesional del chisme. Todo, menos la música.

Pienso, como primer acercamiento, en la frase de un profesor, colega y amigo: «El objeto es esotérico. Está adentro, no afuera». Al escribir podemos adoptar dos posiciones. La más conocida, la más sencilla, es la que nos impulsa a ver el objeto como externo a nosotros. Acá, nosotros; allá, el objeto. En el medio, la distancia crítica. Descompongo el objeto como si explotara en cámara lenta. Yo lo toco, pero él no me toca. De ser posible, tampoco debería decir «yo». La voz del crítico desapasionado que se borra para que el objeto se despliegue iluminado, como una flor en la noche. Algunos, sobre todo los que presumen de objetividad científica en sus trabajos, dicen hacerlo hablar. No deja de ser curioso cómo, pese a la humildísima posición del enunciador, en determinados ámbitos los objetos parecen hablar todos con la misma voz. Como si hablar de Peces Raros, Lezama Lima o Godard pudiera ser lo mismo: la misma sintaxis, el mismo ritmo, el mismo tono, la misma textura.

La otra posición implica, para honrar lo específico de la frase, dejarse poseer: encarnar, invocar y evocar. El escritor como médium. Porque la única forma de darle voz a algo es verse transformado en lo que dejamos que tome la palabra. Entramos en el espacio de las simpatías. Comulgamos con lo que miramos, con su espíritu o materia. Comprendemos un ritmo porque nos atraviesa, porque sintonizamos con su forma. Escribir es devenir antena para la materia vibrátil, no sólo para la letra muerta. La literatura me permite ilustrarlo con un ejemplo: en El hacedor de estrellas, de Olaf Stapledon, una conciencia humana viaja por el universo. En la visita a cada planeta, se introduce en un huésped y conoce desde su cuerpo. Al inicio de su odisea, sólo puede comprender formas similares a la suya. Conforme acumula experiencia en nuevos cuerpos y se fusiona con las conciencias de sus anfitriones, el conocimiento de vidas radicalmente otras —mentes colmena o estrellas— se vuelve posible. Las tradiciones místicas nos dan otro ejemplo. Elaine Pagels en Los evangelios gnósticos dice lo siguiente: «El lenguaje religioso […] es un lenguaje de transformación interna; quienquiera que perciba la realidad divina se convierte en lo que ve: Viste el espíritu, te convertiste en espíritu. Viste a Cristo, te convertiste en Cristo. Viste al Padre, te convertirás en Padre… te ves a ti mismo y en lo que ves te convertirás. Quienquiera que alcance la gnosis se convierte <no en un cristiano, sino en un Cristo».

Supongo que quienes escriben coincidirán conmigo cuando digo que el milagro no es un poema que hable sobre un árbol, sino que un árbol hable en el poema. ¿Hablará igual un sauce que un roble? A la vez, ¿serán todos los sauces y robles el mismo sauce y el mismo roble? ¿Habla igual el árbol que crece en el monte que el que mora a la vera del río? La escritura, en esta instancia, se muestra como herramienta de conocimiento, pero de un nivel distinto al anterior. Descubrimos que cada forma de ser en el mundo posee una sintaxis y un ritmo, que construye contrapuntos con las formas de vida que lo orbitan.

Cuando analizamos una letra de canción nos encontramos, al igual que con el poema, con la música de las palabras, con una voz que toma dimensiones rítmicas particulares que hacen aparecer, para nosotros, una carne, un cuerpo específico. Todo eso también es sentido. Porque el ritmo es la sutura entre el sentido y el cuerpo. Nosotros no elegimos que suceda, aunque podemos estar abiertos a la experiencia. No decidimos que el cuerpo se mueva, se agite o vibre frente a la presencia de un riff de Hermética o un susurro de Moura, pero si podemos escuchar las razones que permiten a esa partícula de movimiento volvernos cámara de ecos. Nada distinto de lo que pasa con otro cuerpo al conocerse. Nada distinto de lo que extrañamos cuando lo que amamos se va. Conocemos algo por la capacidad que tiene de afectarnos, de provocarnos un íntimo fuera-de-sí. La escritura como erotismo lunar[1].

Hablo por experiencia personal cuando digo que es fácil escribir sobre aquello que se ama y aquello que se odia. Para bien o para mal, sólo puedo escribir sobre lo que no me es posible ignorar. Por dolor o por goce, escribo porque un pathos me toca, y digo toca, porque la experiencia es también física. Escucho algo, me altera o me genera rechazo: algo ahí parece amenazar mi potencia, fricciona con mi ritmo, con mi forma de ser en el mundo. Comprendo en la diferencia y, lo que rechazo, revela también mi posición. No puedo alojarlo, duplico las defensas. A su forma le contrapongo las formas de la fuerza que me habitan. Por el contrario, cuando algo me da placer, cuando amo, habla por mi boca la fuerza que me posee, la cobijo, experimento las maneras de ser de sus formas con las mías: descubro una potencia. También una identidad.

Pienso, entre los ejemplos posibles de escritura, en Néstor Sánchez y Kodwo Eshun. El primero, escritor argentino, bohemio, bailarín de tango, vagabundo sagrado, cita a Charlie Parker en el epígrafe que abre su novela Siberia Blues: «Esa noche improvisé durante mucho tiempo sobre “Cherokee”. Mientras lo hacía, me di cuenta de que, al utilizar los intervalos superiores de las armonías como línea melódica —colocando debajo armonías nuevas más o menos afines—, podía tocar de repente aquello que por tanto tiempo había oído dentro de mí. Me llené de vida». La cita no es inocente. Como en el mejor Kerouac, Sánchez encuentra la manera de llevar la forma musical a la lengua: el fraseo de la novela es análogo al de la improvisación jazzística de Parker.

Kodwo Eshun, explorador del post-soul y la cultura afrodiaspórica, forja el concepto de «ficciones sónicas». Estas ficciones no responden a la definición tradicional, ya que implican una imaginación cuya materia es el sonido y un nuevo agenciamiento humano-máquina, humano-alienígena. Para la comunidad afrodiaspórica, la música se transforma en un espacio de producción de nuevos devenires. La tecnología abre zonas de experimentación sensorial y el horizonte identitario estalla en mil pedazos. Para cada ficción sónica que Kodwo explora, desarrolla un vocabulario, una sonoridad, una textura y una sintaxis. El ritmo, la velocidad de las transformaciones, las imágenes sonoras fuerzan a la escritura a salir de sí. Necesita que las palabras muerdan, perforen, corten y golpeen con la fuerza de un percutor; que encarnen las vibraciones espaciales del Voyager; que resuenen en la frecuencia de una forma de vida que ya no es humana.

Sea crónica, reseña o análisis pormenorizado de la lírica de una banda o solista, la posición para escribir debe ser la misma. Escribir no es un refugio para estar a salvo del mundo, sino un intensificador de la conciencia: herramienta de exploración que exige la sinceridad de una apertura, una predisposición vibracional, una correspondencia con el objeto. Con cada ritmo incorporamos una forma de vivir tiempo en el tiempo, encarnamos el modo en que suena una vida que parece hablar solo para nosotros.

[1] Lo contrario del erotismo lunar es el erotismo apolíneo o solar que propone Onfray, donde la preservación de la individualidad es absoluta y el otro es inaccesible.

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