¿Cuáles son las razones que condicionan la recepción de una obra literaria en el mundo? ¿Qué elementos determinan su valor en el contexto internacional? En un mundo globalizado, la función legitimadora del mercado cumple un rol fundamental. En esta oportunidad, el crítico Jorge Locane nos invita a reflexionar sobre el papel que ocupa la traducción en los mecanismos que validan la producción literaria en el terreno internacional.
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Dominado por un imaginario de raigambre liberal, el sentido común hoy tiende a celebrar el movimiento y la circulación a escala internacional. La apreciación no es equívoca si se considera que esos flujos socaban las miserias, vanidades y estrecheces de los nacionalismos. Reactualizan, además, la heterogeneidad subyacente en los órdenes autocentrados, incluso en los etnocentrismos y sus fábulas de suficiencia. No habría –visto desde este punto de vista– sistema nacional sustentable sin la importación y asimilación de componentes “ajenos”.

En línea con estas observaciones, el investigador de la Universidad de Tel Aviv Itamar Even-Zohar propuso un modelo teórico que procura superar la rigidez de las concepciones estructuralistas al asignarle a las traducciones una posición dentro del sistema literario. El sistema literario nacional pasa, así, a ser iluminado como un polisistema articulado también por los sistemas de literaturas traducidas que lo transforman de manera permanente. David Damrosch y toda una corriente de estudios en EE.UU., por su parte, alientan la incorporación a los programas de estudio de literatura inglesa textos redactados originalmente en cualquier lengua que han sido traducidos al inglés y, por lo tanto, asimilados por el polisistema nacional.

Los principios que sustentan estos desarrollos conceptuales son en muchos aspectos correctos, pero creo que los planteos por momentos descuidan factores que, de someterlos a evaluación, conducirían a matizar las conclusiones. Se trata, fundamentalmente, de que la circulación internacional de literatura no se da en una cámara de vacío, sino que se ve condicionada por diferentes determinaciones, entre las cuales las de mercado, en nuestro presente, serían cruciales.

Un libro que encuentra una buena recepción internacional vale por un libro exitoso. Los clásicos lo son porque esa recepción internacional les ha sido favorable a lo largo del tiempo. Nadie discutiría El Quijote o La divina comedia, pero estos son libros ya consagrados por medio de diferentes mecanismos; reconocidos, por lo pronto, por los sistemas educativos del mundo como patrimonio universal. Si la mirada establece un corte temporal más contemporáneo y la supervivencia al tiempo deja de ser un criterio valorativo, entonces queda al desnudo el factor ventas a escala internacional. Cuando un libro vende bien en diferentes países –ante todo si esto ocurre en los centros mundiales de gestión cultural– hay que deducir que algo interesante contiene. Esto, al menos, es lo que invitan a pensar las fajas que recubren los libros con superlativos entusiastas atribuidos a figuras de autoridad, o con cifras astronómicas que informan sobre la cantidad de ejemplares vendidos o el número de reediciones en el mundo o en algún país con peso simbólico suficiente como para legitimar el dato: un millón de ejemplares vendidos en Francia, trece ediciones agotadas en EE.UU., traducido a veintisiete idiomas. La existencia sostenida de estas fajas, de la que ninguna de las grandes editoriales prescinde, da cuenta de que la exhibición del éxito de ventas –de ejemplares o de derechos de traducción– no deja de ser una buena estrategia de marketing y un argumento al que se le atribuye credibilidad. La fórmula resulta simple: si un libro se vende –sostienen las faja– es bueno. Si el libro se vende en el mundo, todavía mejor.

Revisar datos concretos y otros elementos adyacentes, sin embargo, permite cuestionar los principios de esta lógica. Aunque a la hora de asignar valor a un título a veces operan como sinónimos, ejemplares vendidos no es lo mismo que cantidad de traducciones. La circulación internacional, por lo tanto, puede ser medida con una u otra vara y los resultados no serían equivalentes. Los títulos más traducidos corresponden a libros religiosos, ante todo La Biblia, El Corán, El libro del mormón y diferentes publicaciones de los Testigos de Jehová. Se trata, en estos casos, de una agresiva política editorial que, no obstante, se desmarca por completo del mercado para proyectar su oferta hacia el mundo. Las razones de la propagación internacional de esta literatura pertenecen al orden de lo religioso, pero, si aun así se le quiere atribuir un valor a la cantidad de traducciones como criterio para medir la aceptabilidad internacional de un texto, La Biblia va a aparecer como una fuente de referencia mundial ineludible. Junto con estos textos, si de traducciones se trata, habría que considerar la literatura infantil y juvenil. El principito, Pinocho, Veinte mil leguas de viaje submarino y los cuentos de hadas de Hans Christian Andersen son textos que no reconocen fronteras nacionales o lingüísticas cuya circulación, a diferencia de lo que ocurre con la literatura religiosa, sí está sometida a prescripciones de mercado. El principito, por lo tanto, vale por un texto destacado tanto en lo que refiere a cantidad de traducciones como a la de ejemplares vendidos. Para que un libro venda, antes tiene que insertarse en el mercado como producto, lo que no ocurre con gran parte de la literatura religiosa que, no obstante, sí encuentra sus lectores en los más diversos lugares del mundo y, por lo tanto, puede decirse que en efecto circula. Pero, si de venta de ejemplares se trata, entonces hay que reconocer la ventaja de El Quijote, la de El señor de los anillos, la de El código Da Vinci y la de El nombre de la rosa.

Para evitar confusiones, entonces, uno de los primeros procedimientos sería distinguir entre la cantidad de traducciones y la de ejemplares vendidos. Si se considera que cualquiera de estos dos indicadores, sin establecer mayores diferencias, permite medir la acogida internacional de un título, su valor para la recepción internacional, entonces habría que admitir que los libros mejor valorados son los religiosos, los de la literatura juvenil, algunos clásicos y, cada vez más, nuevos best sellers que, al poseer cierto valor cultural agregado, como El nombre de la rosa, logran conseguir un buen rendimiento tanto en el ciclo corto como en el largo. El best seller culto, con su combinación de intriga y divulgación, siempre con una cuota alta de legibilidad, sería, así, un género muy efectivo en su performance internacional.

Si estos fueran criterios realmente válidos, pocos títulos de origen latinoamericano tendrían la posibilidad de jactarse de su valor internacional. Uno de ellos, acaso el más relevante, sería El alquimista, de Paulo Coelho, que, publicado en 1988, no deja de ser traducido y de vender copias en todo el mundo. El otro título de importancia sería Cien años de soledad al que tal vez habría que agregar algo de Mario Vargas Llosa y, acaso, Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez.

Decir que un libro contemporáneo posee lectores a nivel internacional, por lo tanto, es equivalente a afirmar que ese libro tiene algo en común con El nombre de la rosa, con Cien años de soledad, con El alquimista o con El código da Vinci. La valoración entendida en términos de cantidad de lectores en el mundo le asignaría al libro en cuestión un reconocimiento compartido con los anteriores. Entre los escritores latinoamericanos pertenecientes a las generaciones más actuales que, por existir traducciones de sus títulos a varios idiomas, pueden presumir de tener tal aprobación, habría que contar, además de a Roberto Bolaño –ante todo por los Detectives salvajes y Nocturno de Chile–, a Juan Gabriel Vásquez y Guadalupe Nettel. Frente a ellos, son llamativos los casos de escritores que con una cuota importante de reconocimiento al menos simbólico a nivel nacional, apenas logran trascender las fronteras lingüísticas. Los nombres de esta lista incluirían a Diamela Eltit, a Mario Levrero y a Fogwill, sin considerar, desde luego, la poesía.

Al margen de estas paradojas y complejidades encubiertas, sería prudente evaluar también qué ocurre con los textos en sí al entrar en circulación internacional. Por supuesto que no es este el espacio para agotar este interrogante, así que me limito a señalar algunos puntos particularmente destacables.

En primer término, habría que decir que la literatura que circula tiende a ser literatura que provee contenidos y más concretamente información que escasea en los contextos de recepción. Esta afirmación supone un par de premisas que convendría desglosar. Una es que la cultura de recepción –vale decir, el mercado donde se coloca el producto de importación a través de gestores como editores y agentes– es la que selecciona, de acuerdo con sus necesidades y su representación del mundo, qué textos van a ser autorizados a cruzar la frontera. Esto implica que no interesa qué nivel de reconocimiento pueda tener un texto en su cultura de producción sino, antes, qué valor le puede atribuir la correspondiente recepción extranjera, con lo que se generaría un desfasaje entre la valoración local y la internacional. Que un texto tenga un alto poder de interpelación para un público nacional de ningún modo significa que eso se traslade de manera mecánica al internacional. Y al revés: existen textos que se proyectan hacia el mundo sin encontrar ningún eco en su contexto original o, en apariencia, natural. La segunda premisa implícita es que, al ser tarea de la recepción internacional seleccionar qué texto tiene valor de importación, los que se van a ver favorecidos serán aquellos que respondan a las expectativas, tanto comerciales como culturales, no satisfechas por el mercado local. Así, la literatura latinoamericana de exportación va a tender a proveer contenidos exóticos y que se corresponden con las representaciones metropolitanas: así como hace cincuenta o cuarenta años abundaban los dictadores, hoy abundan los narcos; la sensualidad del tango o de la salsa nunca se agotan; la realidad latinoamericana –se sabe– se desliza hacia la fabulación y la magia, lo cual, junto con las historias de migrantes, confirman que la modernidad, ahora bajo el signo de la globalización, es un bien concentrado en el norte y siempre deseado en el sur.

Pero, en la medida que la recepción centra su interés en los contenidos, en la información y en los mensajes tranquilizadores, lo que se descuida es la dimensión formal del texto y, dado el caso, la experimentación. La hipótesis sería que la experimentación no se puede traducir y, por lo tanto, importar. Principalmente, las culturas metropolitanas darían respuesta a la demanda de experimentación con la oferta local. A los sistemas de producción extranjeros, en especial a los periféricos, se les pediría ante todo contenidos e información no disponibles en el mercado local. De América Latina se esperan masacres en el desierto de Sonora, guerras de pandillas en las calles de Río y noches calientes bajo una palmera: no textos iconoclastas que conduzcan a repensar los usos de la lengua y las definiciones de literatura.

Al ser el mercado la plataforma sobre la que se da la circulación, su lógica difícilmente puede ser eludida. Un libro se tiene que vender no porque exista un perverso complot mercantilista contra la razón romántica que por un tiempo logró gobernar el mundo de la literatura, sino porque el mantenimiento de la cadena de ensamblaje que da lugar al producto de importación tiene un costo. Alto. Para que los mediadores –scouts, agentes, traductores, editores– sigan haciendo su trabajo, es necesario que un libro sea tan rentable como para que produzca un retorno y les permita subsistir. Para que esto suceda, los libros tienen que encontrar suficientes lectores dispuestos a comprar ejemplares, de modo que dirigir la oferta a un público minoritario, en este negocio, sería absolutamente suicida. Esto implica que el lector ideal de un libro de importación pertenece a un público promedio, educado, pero que no deja de pedirle a la literatura que satisfaga su curiosidad cultural y una cuota de entretenimiento. La experimentación para este público no representa un elemento de mayor importancia con lo cual su exceso reduce la cantidad de lectores y, en consecuencia, la capacidad del libro de solventar la cadena productiva.

Pero hay otra razón por la cual un texto experimental no se presta para la circulación internacional. Traducir siempre tiene un precio y cuanto más experimental es el texto, más alto es ese precio. Los documentos legales se traducen siempre en base a una matriz previa que permite trasladar fórmulas y ahorrar tiempo. Una narración convencional, fundada en la transparencia argumentativa y formal, no supone un problema para cualquier traductor más o menos entrenado. Un texto rupturista, que atenta contra las convenciones establecidas, por el contrario, reclama un traductor entrenado, en el mejor de los casos con un cierto ejercicio personal en el territorio de la experimentación. Una mayor competencia lingüística y cultural son, por lo tanto, requisitos para traducciones de textos que se apartan de los modelos. Esto, en el mercado, tiene un precio. Lo mismo que el tiempo de trabajo: cuanto más alta sea la experimentación, más alto será el tiempo que exija la traducción y, por lo tanto, su costo. De acá, entonces, una conclusión que habría que extraer es que en la circulación internacional, al mismo tiempo que se ven favorecidos los contenidos útiles, tiende a haber un sacrificio o pérdida en experimentación. La consecuencia sería que, aunque abunde la literatura experimental en Argentina o en cualquier otro país, e incluso cuando esta pueda estar dando resultados positivos, lo que va a tender a imponerse en el dominio internacional va a ser literatura más traducible, más mimética y formulaica. Al menos en el plano formal.

La traducción, por lo demás, supone transformación. Por supuesto que un texto en su lengua original nunca es el mismo que resulta del proceso de traducción, pero el fenómeno excede las observaciones obvias. En casos hay transformación de un texto incluso cuando no hay traducción nominal sino “corrección de estilo”: no es raro que un texto que circula de Hispanoamérica a España sea corregido –adaptado/traducido– en función del mercado local, esto es, de la variante peninsular del castellano. Van a ser reemplazados algunos giros, el léxico va a ser uno más familiar para el público español y, eventualmente, se sustituirán las segundas personas: vos por tú, y ustedes por vosotros. Cuando en efecto tiene lugar una traducción en el sentido habitual, sucede que también suele haber adaptación cultural, que las referencias menos digeribles para la recepción o sean reemplazadas por otras o que se introduzcan aposiciones explicativas que las aclaren. Pero la transformación puede ser más radical todavía: pueden desaparecer pasajes o incluso capítulos. No escasean tampoco los casos en que los libros en traducción contienen pasajes o capítulos agregados. Ya Borges, por ejemplo, advertía que las traducciones de Las mil y una noches que se impusieron en Occidente, la de Antoine Galland, la Richard Francis Burton y la de Edward Lane, no por haber despreciado el original Quitab alif laila ua laila de diferentes modos –por pudor o incluso al haber agregar relatos– carecen de valor. De la opinión opuesta fue el escritor chino Lao She quien al llegar a EE.UU. se encontró, indignado, con que la traducción de su Camello Xiangzi, hecha por Evan King, incluía nuevos pasajes, nuevos personajes y hasta un final diferente al que él había concebido. La intención de estos cambios era hacer su novela más atractiva para el público norteamericano y en efecto lo habían conseguido: Rickshaw Boy, la versión de King, vale hoy por un best seller con un gran reconocimiento de la crítica.

Los textos, entonces, al entrar en circulación internacional, se transforman indefectiblemente: o pierden o suman pasajes. O cambian el estilo o el sistema de referencias. Por error, por omisión o por destreza y acierto del traductor, el texto en traducción siempre es otro, una versión más o menos libre en relación con el texto original. Lo que se sigue, por lo tanto, es que no es posible afirmar que los lectores de textos en traducción lean una réplica del original. Cada traducción sería una mónada creada en función de la cultura de recepción, esto es, en conformidad con sus necesidades, sus competencias y sus preconceptos culturales. Tampoco, por consiguiente, habría correspondencia entre las diferentes traducciones: los lectores de Fiódor Dostoyevski en español no leerían al mismo Fiódor Dostoyevski que, por ejemplo, leen los angloparlantes. Con lo cual –habría que concluir– su universalidad no sería constatable. O, puesto que solo podemos acceder a un Dostoyevski creado a nuestra imagen y semejanza, no lo sería de la manera que habitualmente se cree.

Vuelvo al principio: la circulación internacional es celebrable. Sí, tal vez lo sea, pero a la luz de los factores expuestos, no estaría libre de conflictos y contradicciones que sería interesante indagar. Si se la postula como un criterio para medir el valor de un texto, entonces habría que admitir que hoy un libro exitoso no es otra cosa que un libro que, porque no se resiste a la traducción y tiende a reafirmar ciertos prejuicios de la(s) cultura(s) de recepción, vende ejemplares y derechos de traducción más allá de las fronteras nacionales.

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