El 2021 terminó con varias despedidas. Entre ellas, la de Oscar Blanco, docente de Teoría II y Teoría III de la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires. Emiliano Scaricaciottoli, recuerda su paso por la facultad, los proyectos recorridos en su compañía y la obra (escritura) que, a fin de cuentas, es lo que sobrevive.
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Yo conocí a Oscar Blanco. No al personaje, al del pasillo, al que llegaba a los bares con su bolso negro repleto de monografías o trabajos por corregir, al de los chistes compradores. Lo conocí íntegramente: en los otros pasillos, no los de Puan. Del Santa Isabel al Cemic. De los tratamientos contra la mierda que lo consumió durante años a los escondites cuando no había techo. De estar, bancar la parada. Oscar Blanco sabía mucho del “estar”, pero del Otro. Un eterno niño estrellado, cuando su disfraz superaba los límites de su persona; un eterno agitador de la palabra, cuando ese disfraz se acercaba a su persona. Curioso: quienes le rinden tributo (porque con deudas morales o intelectuales se agenciaron) ahora lo quieren en versión holograma. El Ronnie James Dio de Puan 480. Quienes le rendimos homenaje, no contamos las monedas. A buen entendedor…
Leía, entre los epidícticos de Facebook, unas palabras muy sabias. Alguien por ahí formulaba: “…un hombre con buenas intenciones”. Oscar prometía mucho. Era un sujeto, al menos en aquellos primeros años en los que pateábamos (2002, 2003…), muy encantador. Encantaba en la palabra. Por eso íbamos a sus clases. Pero también, y en lo que hacía escuela, reclutaba. Reclutaba a los que él creía los mejores para llevar empresas cuyo objetivo sea disruptir. Romper. Quebrar. Mi paso de alumno a colega y luego a forjar una amistad siempre se coció sabiendo que había un rasgo acuariano (escondido en su astral, vaya a saber dónde) que lo llevaba a escaparse. Algo que pude vivenciar en muchos nombres propios que transitaron o se formaron con Nicolás Rosa. Oscar elaboraba proyectos, tumultuosos proyectos. Eso era, en aquellos años de oro, encantador. Por eso hicimos Las letras de rock en la Argentina…, porque su potencia se entrecrucijó con mi acto. Horas y horas de escuchar música, bosquejar, maquetar. Croquis y siluetas de guerras que vinieron después. Porque ese libro, justamente y el único libro de Oscar Blanco (el resto es cháchara de chacales, de los secretarios que le siguieron para chuparle la sangre que no tenía), abrió el campo de guerra, la gramática de la guerra que le proponíamos al sociodismo. 2014, 2015, dos años bravos. Aulas de Puan llenas. Seminarios internos llenos también. Ahí aprendí a verle los ojos estrellados. Oscar se estrellaba de aduladores, con los que terminó enterrándose.
Una tarde noche de 2019, después de haber pasado un año de clases en el CUD de Ezeiza, con Laura Estrin, en la previa de un teórico de Teoría III, vimos a Oscar bajando del tercer piso. Con el mismo bolso, la misma camisa negra, pero con un look muy cambiado. Había ido después de años al peluquero. Esas tijeras son las que usaba para cortar todo aquello que sobraba en su vida. Abrupto, intempestivo. También recuerdo que en su frenesí te decía, te contaba, te sermoneaba durante horas por qué te estaba cagando, por qué ya había tomado la decisión de salvarse antes de que todas las columnas que sostenían la arquitectura de su encanto se derrumbaran. También aprendí, trabajando con él, a predecir esa operación: a detectar vampirismo.
Intenté, en la pre pandemia, orientarme a pensar en ese Oscar dentro del aula. El único que a mí me dejaba con la boca abierta. En esa violencia adorable de cuadernos con páginas amarillas repletos de apuntes, pensamientos que nunca usaba. En esas codas gigantes que desconcertaban al bienpensante alumno de Puan, siempre atento al numerito, prolijito. Ahí Oscar abría las aguas, polarizaba, se cagaba en todo. No en todos, en todo. En el todo que lo circundaba, por ejemplo, en la cultura. Si bien su sueño era seguir siendo el adolescente en el under de Puan, era pura institucionalidad. Un funcionario con la bocota lo suficientemente descarriada, por momentos; un funcionario muy protocolar, ágil, para desmarcarse de los problemas, en otros momentos.
Me hundo en los años de hierro para pensar qué oro del linaje, qué aventura de su susurro dejó la escritura. Destila aún hoy en su escritura. De ella y de aquellas sesiones interminables salieron barricadas. Le decía a mis compañeros del SPERAC, en varias oportunidades, que con Oscar abrimos un tajo. Llegar al hueso fue y es la etapa que nos incumbe. La intensidad en el trabajo: ahí, insisto, hizo escuela. Laburar, machacar, doble bombo. Ahí era un punk. Después del ensayo, debajo del escenario, un señor inglés. Me parece justo, pues, que se queden, alumnos y ex alumnos, con esa imagen arriba del escenario. No comprendo, excepto para los tributarios, ese afán de sacarlo de su obra para inventarle una biografía (como leo en algunos deudos) kamikaze que no hace más que empequeñecer lo que hizo y que no se borra con nada. Me refiero a su escritura, a sus clases.
Allí, un refugio para la amistad, para las contradicciones.
Celebro las contradicciones que hoy me traen este fantasma errante de Oscar en mi vida, en la vida que compartimos. De noche, solos, sin cámaras.