Nuestra relación con la tecnología diagrama los vectores de los futuros posibles, pero no solo eso, ya es también parte de nuestro pasado y se ha ganado un lugar en la división de la escala temporal geológica de la humanidad. Saber qué mundo habitamos, la especificidad de nuestra relación con la técnica y los devenires que ha construido a lo largo del tiempo son de suma importancia para pensar estrategias que nos permitan encarar un futuro problemático, incierto, acelerado y turbulento. Por esta razón decidimos entrevistar a Flavia Costa.
Flavia Costa es Doctora en Ciencias Sociales (UBA), investigadora del CONICET, docente y editora. Publicó los libros La salud inalcanzable. Biopolítica molecular y medicalización de la vida cotidiana (Eudeba 2017, junto con Pablo Rodríguez) y Tecnoceno: Algoritmos, biohackers y nuevas formas de vida (Taurus 2021).

UN MARCO GENERAL

¿Qué es el Tecnoceno?

El Tecnoceno es la época en que el ser humano se vuelve un agente geológico. Y se vuelve un agente geológico porque desencadena tecnológicamente energías de altísima intensidad, que así como nos permiten un crecimiento inédito, tanto en términos de población, salud colectiva, longevidad, productos de consumo, dejan huellas perdurables en los suelos, en la atmósfera y en los océanos. Huellas que pueden, como en el caso del accidente nuclear de Chernóbil, ocurrido en 1986, poner en riesgo la vida de medio planeta. Y cuyos efectos sobre el ecosistema perdurarán por tanto o más tiempo que el que ya lleva en la Tierra la humanidad. Se estima que la radiación emanada del reactor de Chernóbil se extinguirá recién dentro de unos 260 a 300 mil años —claro que los impactos de esa radiactividad irán atenuándose a medida que pasen los años— . Y de hace 300 mil años datan justamente las huellas más antiguas de homo sapiens, encontradas en 2017 en el territorio de Marruecos. Uso el término Tecnoceno para especificar el de Antropoceno, que propuso en el año 2000 el químico holandés Paul Crutzen para designar este mismo acontecimiento. Ya desde finales del siglo XX el tema de la llamada entonces “huella ecológica” que dejábamos los seres humanos venía inquietando a investigadores de diferentes disciplinas, como el urbanista francés Paul Virilio. La propuesta de Crutzen aglutinó a muchos de esos estudiosos preocupados por la sustentabilidad del crecimiento, aunque también despertó controversia: hasta 2015, la comunidad científica no terminaba de aceptar la propuesta, ya que la consideraban una tesis más política que científica. Se propuso entonces que los geólogos dirimieran este debate. Así, en 2016, un equipo de especialistas realizó pruebas estratigráficas que mostraron la presencia de aluminio, hormigón, plástico, restos de pruebas nucleares y el aumento del dióxido de carbono, entre otras huellas en los sedimentos. Sobre esta base, en mayo de 2019, el Grupo de Trabajo sobre el Antropoceno —un cuerpo de la Comisión Internacional de Estratigrafía— votó por 29 votos contra 4 que el Antropoceno constituye una nueva capa estratigráfica en el planeta. Aunque aun debe ratificarse, fue un acontecimiento relevante. Ahí mismo se fechó el inicio de esta era hacia 1950, por los residuos radiactivos de plutonio producidos por la actividad atómica. Es este último dato el que me inclina a decir —como sugirieron antes que yo el sociólogo Herminio Martins o el filósofo Peter Sloterdijk— que el Antropoceno es, propiamente hablando, un Tecnoceno: porque asocia esta era del “antropos”, es decir del humano, con la poderosísima capacidad de las tecnologías de nuestro tiempo de afectar el planeta, con los métodos industriales de liberar energía, de dejar residuos, de transformar el clima, de avanzar sobre las otras especies y sobre los ecosistemas. 

Por otro lado, mi interés específico es incluir en la agenda del Antropoceno – Tecnoceno las tecnologías infocomunicacionales, porque ellas son el suelo material y epistémico de la transformación. Estas tecnologías, sus infraestructuras, sus procesos de producción y de circulación, su actividad —por ejemplo, en la distribución de la electricidad o en el manejo de la bolsa — , sus efectos en la constitución de la sociedad y de las subjetividades, sus accidentes y sus “restos” son hoy la interfaz que vincula, justamente, la “sociedad” y la “naturaleza”. En general, los diferentes sistemas técnicos con los que llevamos adelante la vida son parte sustancial de nuestro mundoambiente. Son la Tierra —los residuos radiactivos del plutonio que dejan marcas duraderas en la capa estratigráfica del planeta; los desechos industriales que invaden los océanos; las minas de extracción de litio; la fracturación hidráulica para extraer gas y petróleo del subsuelo— y son el Mundo de sentido que habitamos. Mundoambiente quiere decir esto: que dejamos de poder distinguir entre un ambiente exterior sin mayor significado específico y nuestro mundo de sentido. En el Tecnoceno, el ambiente, incluido el ambiente técnico, pasó a integrar plenamente nuestro mundo de sentido.

Por otro lado, mi interés específico es incluir en la agenda del Antropoceno – Tecnoceno las tecnologías infocomunicacionales, porque ellas son el suelo material y epistémico de la transformación.

¿Por qué hablar de Tecnoceno, y no de Antropoceno, o Capitaloceno, como hacen otros autores? 

Tecnoceno, Capitaloceno, Antropoceno no son —no deberíamos hacer de ellos— términos en competencia. Antropoceno es, por lo que comentaba recién, el término más extendido, mientras que Capitaloceno o Tecnoceno buscan enfocar el problema en aspectos concretos  sobre los cuales necesitamos actuar para seguir adelante. En cada caso, la decisión se relaciona con el enfoque epistemológico, que es siempre político, y con la periodización. Veamos. Una vez que la controversia sobre el Antropoceno se lanzó al debate público, surgieron dos cuestiones que dividieron aguas. Una era determinar cuándo empezó esta era del humano como agente geológico: la periodización. La segunda criticaba la universalidad de la noción de Antropoceno y señalaba la necesidad de situar al actor social, complejo que empuja esta nueva era geológica. ¿Qué humano es, en realidad, este “antropos”? Algunos autores leyeron esta tensión en clave de los desacuerdos entre las “dos culturas” científicas, es decir, las diferencias de enfoque entre los científicos naturales y los de las humanidades. Sintéticamente, los primeros hablarían de “la Tierra”, los segundos hablaríamos del “Mundo”. Los primeros piensan el agente de estas transformaciones en términos de especie humana, mientras que los segundos tratamos de entender y de incidir en cómo las sociedades humanas funcionan realmente, de qué modo sus (nuestras) relaciones, modos de producción y de intercambios han sido decisivos para llegar al momento en que nos encontramos. De allí que el problema no es solo ambiental, sino socio-ecológico. O más bien, socio-tecno-ecológico. 

El físico e historiador indio Dipesh Chakrabarty recuerda que para buena parte de los historiadores y políticos de los siglos XIX y XX, la naturaleza era un “telón de fondo”. No se pensaba, como pensamos hoy, que el clima o el ambiente pueden transformarse tan rápido, y de manera tan desordenada como para implicar una catástrofe para los vivientes de diferentes especies. Tenemos que hacer el mismo razonamiento con relación a los desarrollos tecnológicos de alta complejidad: no pensar las tecnologías ingenuamente como “instrumentos neutrales”, a los que los humanos podemos darles diferentes usos según nuestros proyectos políticos, sociales y culturales, sino incluirlos firmemente en la agenda política y en la de los científicos sociales y de las humanidades. Y deberíamos ingresar en el diálogo no solo como ordenadores conceptuales, sino como parte de los equipos técnicos que piensen aquello que Benjamin Bratton llama “la terraformación de la Tierra”, es decir, el rediseño concreto de tecnologías que permitan volver de nuevo habitable y sustentable este planeta arrasado. 

Por otro lado, como dijiste, está la cuestión de la periodización, cuándo empieza el Antropoceno-Tecnoceno: ¿por qué eso es importante?

Claro, porque no se trata solo del “antropos”, el “humano” en general, sino que queremos entender qué humano creó este mundo, y eso nos lleva a la periodización. Cuando surgió esta pregunta se propusieron cuatro alternativas. Una versión, muy minoritaria, propuso que fue hace unos 8 mil años, con la invención de la agricultura. Es una idea difícil de sostener, porque habría que probar que la composición química de la atmósfera fue transformada sustancialmente o trastocada a escala global desde entonces. El segundo argumento es mucho más habitual, y era en efecto la propuesta de Crutzen: el momento clave sería desde el inicio de la Revolución Industrial, con la invención de la máquina a vapor y el uso a gran escala de energías fósiles, carbón y petróleo. Si tomamos en cuenta las distintas fuentes, podría incluso hablarse de un largo comienzo, que se extendería desde mediados del siglo XVIII a finales del XIX. Una tercera alternativa corre este largo inicio hacia atrás, y la cuarta, la que ya mencioné, hacia adelante. La que la corre hacia atrás se retrotrae a la acumulación originaria del capital, que da inicios al capitalismo, allá por 1450. Esta hipótesis incluye procesos históricos, sociotécnicos y políticos muy conocidos, de enorme importancia: el cierre del paso de los europeos hacia Asia por los otomanos; los procesos de “descubrimiento” y conquista por las potencias europeas sobre América y otros lugares del planeta durante la segunda parte del siglo XV y el siglo XVI; la dinámica de expropiación y despojo al campesinado a través del cercamiento de tierras en el siglo XVIII, que arroja a esta población a las ciudades como “excedente”. Para estos autores, como Jason Moore o Maristella Svampa, entre otros, el Antropoceno es en realidad un Capitaloceno. La cuarta hipótesis es la que ya comentamos y en la que me apoyo para hablar de Tecnoceno: es la aceptada por el Grupo de Trabajo del Antropoceno, orientado fundamentalmente por el equipo dirigido por Jan Zalaslewicz, que data este inicio en torno a 1950, por los residuos radiactivos de plutonio producidos por la actividad atómica encontrados en los sedimentos. 

El segundo aporte de la tesis del Tecnoceno es que hace comparecer en el escenario a las tecnologías infocomunicacionales, que habitualmente no son mencionadas en las tesis sobre el Antropoceno o el Capitaloceno, y que sin embargo son cruciales en este momento.

¿Cuál es el aporte de hablar de Tecnoceno?

Hasta aquí, la controversia por la nominación pone el acento en el origen. El término Tecnoceno, desde mi punto de vista, aporta frente a esto dos ventajas. Por un lado, como parte del “giro materialista” en la investigación en ciencias sociales y humanas de las últimas dos décadas, hace foco en las infraestructuras materiales –los cables submarinos interoceánicos que conectan internet, las plantas petroquímicas, las tecnologías de la agroindustria, del fracking o de la extracción de litio—para analizar la economía política que orienta desde hace décadas el desarrollo concreto de cada una de las distintas actividades que afectan el planeta. El segundo aporte de la tesis del Tecnoceno es que hace comparecer en el escenario a las tecnologías infocomunicacionales, que habitualmente no son mencionadas en las tesis sobre el Antropoceno o el Capitaloceno, y que sin embargo son cruciales en este momento. Por un lado, porque son actores clave en la demanda de minerales como el litio o los metales raros, cuya extracción compromete hoy regiones enteras del mundo. Por otro lado, porque son ellas las que han conectado el planeta en segundos y han abierto la posibilidad de una nueva red de relaciones industriales —el famoso just-in-time toyotista no es imaginable sin ellas— y financieras: toda una nueva geopolítica de la producción, distribución y consumo de bienes y de valores de cambio. Y en tercer lugar, porque es a través de estas tecnologías infocomunicacionales que transcurre hoy buena parte de nuestra vida en común y que se juegan poderosas batallas por la opinión pública.

El mismo Chakrabarty advirtió hace tiempo que restringir el Antropoceno al capitalismo puede ser reductivo. Que no se trata solo de identificar a los responsables de la crisis climática, sino que también necesitamos señalar las responsabilidades que los distintos agentes deben asumir de ahora en adelante. Propone el ejercicio especulativo de suponer un escenario en el que todos los países fueran prósperos y con una significativa equidad en la distribución de los recursos. Ese mundo, dice, sería más justo, pero la huella ecológica sería de todos modos grande. De allí que necesitamos pensar cómo terminar con la desigualdad creciente y cómo organizar, ralentizar o modular las distintas aceleraciones para que todos los habitantes del planeta puedan tener condiciones de vida dignas. 

¿De qué manera la incorporación de la tecnología a la vida cotidiana pone en cuestión tesis clásicas que explican nuestro comportamiento desde la sociología o la psicología?

Lo tecnológico es hoy una dimensión analítica propia, como lo social, lo cultural, lo político, lo económico. Ahora, dentro de cada disciplina, las tecnologías no ponen en cuestión las distintas teorías sociológicas, psicológicas o psicoanalíticas. Más bien les exigen investigar lo que, en relación con su objeto de estudio, sucede con y a través de ellas. Pero esto es algo que estas disciplinas vienen haciendo desde que la radio y el cine fueron parte de la vida cotidiana, es decir, hace al menos un siglo. Claro que cada conjunto técnico implica nuevas imaginaciones, y pone en juego nuevos usos, usos incluso impensados por los manuales que acompañan, de manera implícita o explícita, la emergencia de cada tecnología. Cada conjunto técnico tiene sus condiciones de producción, circulación y recepción. Analizar las condiciones materiales (económicas, políticas y técnicas) e imaginarias, así como los rasgos de los productores, de los consumidores y de los productos (los filmes, las historietas, el policial negro, los talk shows, las telenovelas, los reels de Instagram), es el esquema analítico básico en toda metodología de análisis de sociedades mediatizadas. Y en efecto, hace unos 40 años emergió en el mundo académico una disciplina transversal, las ciencias de la comunicación, o los estudios en comunicación, que es el área de estudios que investiga las sociedades mediatizadas y sus productos. En un principio es una especialidad de la sociología, pero por las características del objeto —que se volvió completamente ubicuo: hoy ya el mapa mediático, de base infocomunicacional, excede en mucho el territorio, y hasta creó un territorio específico: el ciberespaci— fue exigiendo la confluencia de otros saberes, a los que a su vez les exigió especializarse: sociología, derecho, economía política, filosofía, antropología, semiótica, lingüística, psicología, ahora todos tienen una subespecialidad orientada específicamente a comprender las sociedades mediatizadas. En conjunto, componen ya un corpus teórico bastante robusto. Y de hecho, la filosofía de la técnica creció, en las últimas tres décadas, sobre todo a partir de ese diálogo con los estudios en comunicación, los estudios culturales y la teoría de los medios. Es el caso de autores como Jussi Parikka, Paula Sibilia, McKenzie Wark, Manuel DeLanda, Siegfried Zielinski, Friedrich Kittler, Timothy Morton, entre muchos otros. 

INCERTIDUMBRE

Al comienzo de Tecnoceno, hablás de “accidentes normales” y desarrollás la relación que tienen con la complejización de los agenciamientos del sistema. ¿Cuáles son los “accidentes normales” que se ven en el horizonte y que aún no tienen un lugar en la agenda pública?

Al final del libro menciono los “accidente normales” de la inteligencia artificial, como fue el llamado Flash Crash financiero del 6 de mayo de 2010, cuando un programa de inteligencia artificial reaccionó de forma incorrecta a una situación inesperada y provocó que el mercado de valores se desplomara durante nueve minutos, llevándose un billón de dólares en valores de mercado, de los cuales solo una parte se recuperó cuando se corrigió el error. Para analizar estos accidentes desde una perspectiva sistémica no alcanza con identificar el factor desencadenante: un software no suficientemente bien diseñado, el sabotaje deliberado de un hacker. Estos son elementos perfectamente previsibles —aunque no completamente inevitables— dentro del sistema hipercomplejo que es el mundo financiero internacional. Del mismo modo que era previsible la posibilidad de un bombardeo a las infraestructuras de comunicaciones durante la Segunda Guerra Mundial, para lo cual se buscó, precisamente, un sistema de comunicaciones descentralizado que fue la base de la actual internet. Otros accidentes normales podrían ser los accidentes llamados “natech”: eventos de origen natural que desencadenan accidentes tecnológicos, como fue el accidente nuclear de Fukushima, de 2011, en el que un terremoto desencadenó un Tsunami cuya potencia desbordó las defensas de la central nuclear ubicada en la costa noreste de Japón. Hay evidencia de que esos accidentes han ido aumentando en las últimas tres décadas, y que tienen una relación indirecta pero cierta con el cambo climático. En general, a partir de la máquina de vapor, la vida humana sobre la Tierra no pudo prescindir de sistemas complejos; y mientras el desarrollo humano los incluya, no estará libre de accidentes e inclusive potenciales catástrofes. Como decía Paul Virilio, cada tecnología trae al mundo su accidente específico: junto con el tren se inventa el descarrilamiento; junto con el avión, el accidente aéreo. Claro que, si hay industrias ultraseguras, también tenemos que poder democratizar esos mecanismos de seguridad, esas defensas. Puede que en algún momento se cambie de rumbo general, pero mientras tanto, necesitamos poder convivir con tecnologías complejas y niveles de riesgo aceptables.

Otros accidentes normales podrían ser los accidentes llamados “natech”: eventos de origen natural que desencadenan accidentes tecnológicos, como fue el accidente nuclear de Fukushima, de 2011, en el que un terremoto desencadenó un Tsunami cuya potencia desbordó las defensas de la central nuclear ubicada en la costa noreste de Japón.

CRÍTICA DE LA TECNOLOGÍA 

¿Identificás raíces de este pensamiento social de la tecnología? ¿Acaso toda la sociología es un pensamiento de la técnica?

Hay una larga tradición de pensamiento crítico sobre la técnica, en una línea que va desde la defensa que hizo Lord Byron de los ludditas en 1812 hasta los trabajos de Yuk Hui o Benjamin Bratton en nuestros días. Con todo, las primeras décadas del siglo XX son un clivaje tanto práctico como teórico. Por un lado, las técnicas y tecnologías que habían sido vistas como promotoras del progreso material empiezan a aparecer también como una amenaza cada vez más inquietante. Por otro, los humanos empiezan a enfrentarse con el desarrollo de tecnologías capaces tanto de destruir en masa la vida del planeta como de producir artificialmente nuevas formas de vida. Si pensamos en los textos clásicos de esta perspectiva hay un puñado de autores inescapables: Lewis Mumford, José Ortega y Gasset, Martin Heidegger, Jacques Ellul —que es una referencia clave en el trabajo de Eric Sadin— y Herbert Marcuse. A los que se suma otro que puede sonar extraño en este contexto, pero que si se lo mira de cerca no lo es para nada: Michel Foucault. Un texto clave en este campo de estudios es su Tecnologías del yo, donde se evidencia la lectura oblicua pero meticulosa de Ciencia y técnica como ideología, de Habermas. Y hay muchos más: Walter Benjamin, Arnold Gehlen, Gunther Anders, André Leroi-Gourhan, y, más cerca de nuestro tiempo, Hans Jonas, Virilio, Carl Mitcham, Bertrand Stiegler, Langdon Winner, Andrew Feenberg. A los que se podría sumar escritores y cineastas: Orwell, claro, pero también James Ballard, Philip Dick, William Gibson, David Cronenberg. En nuestra región, Héctor Toto Schmucler, un hombre de letras, fue el gran promotor de esta perspectiva crítica, a la que pertenece todo el grupo de la revista Artefacto, y una parte significativa de los investigadores de la red de filosofía de la técnica, hoy en su mayoría lectores de Gilbert Simondon pero de todos modos preocupados por no perder la mirada política. Por fuera de la región, están Nick Srnicek, Benjamin Bratton, Tiziana Terranova, la propia Donna Haraway.

Frente al avance de la tecnología suele haber dos posturas, la tecnofóbica y la tecnofílica. En tu libro tratás de explorar un punto medio. ¿Qué queda para la experiencia humana, atravesada por todos estos nuevos factores, por fuera de ese homo economicus que propone la hipótesis liberal? ¿Existe alguna posibilidad de que esto no derive en la subsunción del sujeto como agente o instrumento de la máquina?

Para pensar los desafíos de las tecnologías complejas hay que desembarazarse de fobias y filias. Esos posicionamientos, además de caricaturescos, son estériles, porque impiden ver lo que uno tiene frente a sí: simplemente se tropieza con lo que uno sabía que iba a encontrar. Tampoco se trata de ir hacia un inexistente punto medio. Se trata de desarrollar una lectura analítica y crítica. La tarea es describir el fenómeno con el mayor detalle posible; identificar las preguntas que podemos hacerle y las exigencias que nos lanza. Lo primero siempre es la famosa descripción densa: qué es, de qué está compuesto, cómo funciona. Cómo llegó hasta nosotros, su genealogía, para enseguida identificar las discontinuidades que lo vuelven singular dentro de esa serie histórica. E inmediatamente identificar las líneas de fuerza que lo trajeron hasta aquí y las que lo atraviesan hoy, los poderes que lo recorren, los desafíos que nos arroja, las diferencias que crea, las vulnerabilidades que instala o refuerza, los privilegios que inventa, fortalece o destituye. Esto, en lo teórico-metodológico. En cuanto a la experiencia: mientras haya humanos habrá experiencia humana. Podemos describir las características de esa experiencia, pero no con relación a algo así como una experiencia originaria o esencial, sino porque queremos entender cómo es esa experiencia en este momento y, quizá, ponerla en relación con otros momentos u otros lugares. Así, la pregunta por la esencia o por la experiencia auténtica deja lugar a la pregunta por los modos de ser, por las formas de vida. De allí el capítulo sobre las formas de vida infotecnológicas: son apuntes para una analítica de las formas de vida contemporáneas. En relación con tu pregunta, no hay experiencia por fuera de los juegos de poder: la experiencia humana está intrínsecamente atravesada por esos juegos, es la resultante de, entre otras cosas, esos juegos. Lo que sí hay son experiencias de resistencia, de lucha, de desvío, de profanación, de evasión o evitación, de juego consciente con respecto a los poderes. Aquí vos mencionás dos grandes imágenes del poder. Por un lado, la interpelación que nos hacen la imaginación y la política neoliberales a participar de la vida social como homo oeconomicus prudentes, responsables, capaces de invertir en nuestro capital humano, pero al mismo tiempo suficientemente audaces como para no ser unos perdedores, unos mojigatos. Por otro lado, la tradicional imagen de la “megamáquina” de control social, como la llamaba Mumford en 1934, compuesta de seres inanimados que son meros funcionarios y cuyo paradigma son las antiguas corporaciones sacerdotales o castrenses. Mumford se remitía a la megamáquina humana que construyó las pirámides de Egipto como el ejemplo más antiguo de control social. En ambos casos, la pregunta es si será posible evitar estas dos distopías que se nos aparecen como desubjetivantes: la de un individualismo neoliberal embrutecedor, alienado por aquello que Agamben llama “la religión de dinero”, y la de un funcionariato tecnoadministrado igualmente brutal. Y la respuesta no es unívoca, sino que dependerá de nuestra capacidad de seguir defendiendo y expandiendo ámbitos de libertad y de soberanía, tanto civil como económica y política. ¿Tendremos las fuerzas subjetivas y colectivas como para luchar contra estas dos fuerzas? Eso es lo que está en juego hoy en la política.

Por otro lado, ya en los años 90 Emanuel Lizcano criticaba la metáfora del impacto de la técnica: como si fuera un meteorito que nos ataca desde afuera, cuando la técnica y las tecnologías son obras fundamentalmente sociales, son la materialización de intereses sociales y culturales concretos.

¿Cuál fue tu descubrimiento más grande desde que empezaste a estudiar el impacto de la tecnología en nuestra vida?

Estos interrogantes me acompañan desde mis años de formación, por lo que quizá tengo más presente lo que veo año tras año en los estudiantes, tanto de grado como de posgrado. Por un lado, la evidencia de que no han sido advertidos sobre esta perspectiva. Se les habló desde el solucionismo tecnológico, sobre cómo adaptarse a las nuevas tecnologías, cómo no quedar atrás en no se sabe bien qué carrera. Y eso se nota: la lectura de estos textos es un golpe grande, una bocanada de aire muy frío, como el que debe venir de un glaciar; un golpe paradójico, muy frío pero muy cálido a la vez, porque sacude pero está íntimamente relacionado con su vivencia. Como tantas experiencias de la contracultura, de la literatura, de la política, que son barridas de un plumazo de los documentos más o menos oficiales, de los planes de estudios, y parecen no haber existido nunca. Hasta que de pronto alguien las revela, abre esa vía, muestra el largo camino recorrido por estos escritores, pensadores, y eso ya es un descubrimiento muy potente: es posible pensar algo que parecía imposible o inexistente. Por otro lado, ya en los años 90 Emanuel Lizcano criticaba la metáfora del impacto de la técnica: como si fuera un meteorito que nos ataca desde afuera, cuando la técnica y las tecnologías son obras fundamentalmente sociales, son la materialización de intereses sociales y culturales concretos. Que las tecnologías no son medios para un fin, sino modos muy específicos, muy afinados, de alcanzar ciertos fines (y no otros); es algo que suele chocar con la sensibilidad habitual sobre el tema. 

¿De qué manera la previsibilidad y la lógica de la predicción que produce esta sociedad digitalizada es capaz de producir, al mismo tiempo, niveles altos de incertidumbre? ¿Hay un desfasaje entre aquello que logra “controlar” o “predecir” y las nuevas fuerzas que libera en la producción y complejización del sistema?

Es tal como decís: toda acción técnica compleja, del mismo modo que resuelve ciertos problemas, inaugura nuevos márgenes de imprevisibilidad. Los “accidentes normales” son ejemplos de esa apertura, aunque no solo ellos, que son situaciones más bien extremas. Hay imprevisibilidades menos catastróficas y aun así, notables. Incidentes, accidentes, errores de cálculo asociados a la complejidad interactiva entre elementos dentro del sistema o de afuera del sistema. Es imposible prever todas las interacciones que cada componente de un nuevo sistema puede tener con el mundo exterior, con los operadoras, con los usuarios, con los componentes preexistentes. La “Gran Aceleración” del Tecnoceno, con el salto de escala en la cantidad de habitantes que tiene hoy el planeta —casi tres veces más que apenas en 1960— empuja la necesidad de automatizar cada vez más actividades y relaciones sociales —lo que llamamos el “nuevo orden informacional”— pero esa automatización abre también nuevos desafíos, imprevistos, vulnerabilidades. 

COMODIDAD

Recuerdo un cuento de Isaac Asimov titulado “Todos los males del mundo”. En la narración (escrita alrededor a fines de los años 50), la sociedad mundial entrega toda su privacidad a cambio de previsibilidad en la economía, en su seguridad y en su salud, que están en manos de Multivac, una super computadora. Esto me recuerda a la pasividad de los sujetos frente a los avances de la tecnología sobre su vida privada. ¿Cómo es posible coordinar esa experiencia con la necesidad de desarrollar una práctica crítica? Si reflexionar implica realentizar, parar el tiempo ¿Cómo resistirse a un sistema que produce las condiciones necesarias para evitarlo?

Es una gran pregunta. En parte quizás es el quid de la relación individuo-sociedad ¿no?, el núcleo duro del malestar en la cultura. En general, los distintos sistemas en los que participamos —familiares, laborales o profesionales, sociales, culturales, religiosos, políticos—, si son suficientemente robustos, se presentan como cerrados, con poco margen de movimiento. Claro que para resistirse hace falta sentir un malestar, y si “el infierno es encantador” posiblemente cueste ver algo interesante afuera. Los sistemas cerrados son bastante uterinos, y las personas pueden pasar muchos años —a veces la vida entera— sin percibir que están entregando sus potencias a cambio de seguridades no siempre inocentes. Lo vemos en esas personas que se quejan de todo, a las que nada de lo que hacen o viven les viene bien, pero son incapaces de tomar el riesgo de salir de ahí. La crítica comienza cuando uno es capaz de tomar distancia de lo actual, de lo propio, lo conocido, y asume que todo eso es contingente, que podría ser de otro modo. La perspectiva crítica es una decisión que se toma y que hay que sostener, por momentos con mucha incomodidad: no una necesidad, sino una libertad. Podría decir, con Hobbes, que es el ejercicio más elemental de libertad. Y que se ejerce —ya dejamos atrás a Hobbes— como una práctica de sí, una tecnología del yo, una relación ética con uno mismo y con los otros. ¿Cuál es la diferencia específica del momento algorítmico? Una es el vértigo de la aceleración, la incitación permanente a que hagamos todo “en 1 click”. Ahí es necesario forzar la pausa y ser bastante precisos acerca de qué hacer, o no hacer, en esos momentos de pausa, para que no se escapen las horas de entre los dedos paveando con el celular cuando uno quería correr, o dormir, o conversar con una amiga. La tendencia productivista a desdiferenciar tiempo de ocio y tiempo de trabajo –el famoso prosumo del que hablaba Alvin Toffler en la década de 1970– hace que tomar distancia exija una actitud paradójica: para poder parar no hay que distraerse mucho. El “detour” se hace de manera consciente.

Los sistemas cerrados son bastante uterinos, y las personas pueden pasar muchos años —a veces la vida entera— sin percibir que están entregando sus potencias a cambio de seguridades no siempre inocentes.

CRÍTICA DE LA TECNOLOGÍA 

¿Existe la posibilidad de que la lógica de la Big Data y la algoritmización de la vida sean apropiadas por los poderes estatales para controlar, limitar o direccionar los fines del mercado por fuera de su tendencia de aceleración global? 

Los datos masivos y las tecnologías de la verificación de identidad (que responden a la pregunta ¿es usted quien dice ser?, como las huellas dactilares en los celulares), e incluso las más recientes de identificación (que responden a la pregunta ¿quién es usted? a partir de una foto o de material genético) se usan ya en diferentes países para direccionar muchas prácticas cotidianas. Por ejemplo, en 2017, las autoridades de Beijing implementaron en los baños públicos más usados de la ciudad, como los del Templo del Cielo, un sistema de reconocimiento facial para  el uso del papel higiénico, para evitar el robo de papel; después de escanear la cara del usuario, el aparato da poco más de medio metro de papel por persona cada nueve minutos. Otro ejemplo: en 2018 se empezó a usar en diferentes países, desde Japón hasta la Argentina, una aplicación de reconocimiento facial para casinos y bingos que impide el ingreso a jugadores compulsivos. Durante la pandemia se hizo popular el reconocimiento facial para las bicicletas de uso público. 

Está también la aplicación Clearview IA, que desde 2019 utilizan el FBI, la principal agencia de control de inmigración de los Estados Unidos, el Departamento de Justicia y otras dependencias de aplicación de la ley, así como empresas e incluso usuarios privados, en Estados Unidos y otros países de Europa, América del Sur, Asia y Medio Oriente. A partir de una foto, la aplicación rastrea en internet toda la información relevante de la persona con una precisión cercana al 99 por ciento, mucho mayor que la precisión de las aplicaciones conocidas hasta el momento, ya que usa una base de datos con más de 3.000 millones de imágenes recopiladas de Facebook, Instagram, Twitter, YouTube y otros sitios web y redes sociales. En cuanto a la tendencia acelerada del mercado: mientras el modo de producción y consumo predominante sea la industrialización competitiva, con obsolescencia planificada, no alcanzo a imaginar, así, en esta conversación, cómo el uso de datos masivos o de algoritmos podrían actuar para frenar esa aceleración. Quizá no entiendo bien la pregunta.

¿En qué medida el imaginario cyborg, la alianza humano-máquina, es un futuro posible y deseable? ¿Cómo juega la distribución desigual de los recursos en ese proceso de “optimización” de lo humano?

Por un lado, como escribía Donna Haraway en 1985, ya somos cyborgs. Por motivos culturales, lingüísticos, pero también tecnológicos, esa hibridación está en curso hace tiempo. Nos conocemos y actuamos sobre nosotros mismos a través de imágenes técnicas (rayos X, resonancias magnéticas, estudios genéticos prenatales, screenings cerebrales); e incluso en el nivel de la ontología, nos vamos fusionando paulatinamente con tecnologías: desde vacunas hasta prótesis, implantes, trasplantes, marcapasos. En la vida cotidiana, sobre todo en las ciudades –y hoy un 60 por ciento de los casi ocho mil millones de habitantes del planeta vive en ciudades; significativamente, en la Argentina, el octavo país más grande en superficie, el 90 por ciento de la población vive en ciudades— dependemos de tecnologías de la infocomunicación, de la energía eléctrica, del petróleo, de la industria bioquímica para llevar adelante actividades rutinarias y hasta para alcanzar ciertos estados de ánimo. Por cierto, como decís, somos cyborgs de manera desigual. Hay diferencias en el acceso y hay diferencias en la adopción de estas tecnologías —se puede acceder siendo meramente usuario y consumidor, o se puede acceder como diseñador, cientista de datos, productor de contenidos, ingeniero, operador de sistemas— . Es un reto doble. Por un lado, avanzar en la democratización y la soberanía tecnológicas, tanto a nivel personal —lo decíamos hace un rato, hablando de la perspectiva crítica— como a nivel nacional y regional. Por otro, suspender el “automatismo de la aplicación”, como lo llamaba Hans Jonas, e identificar cuándo sí y cuándo no seguir la tendencia técnica. Decidir cuándo dejar de lado un desarrollo en beneficio de un modo de vida, de valores que no necesariamente son la rapidez, la novedad por la novedad misma, la “conquista de nuevos mercados”.

Nos conocemos y actuamos sobre nosotros mismos a través de imágenes técnicas (rayos X, resonancias magnéticas, estudios genéticos prenatales, screenings cerebrales); e incluso en el nivel de la ontología, nos vamos fusionando paulatinamente con tecnologías: desde vacunas hasta prótesis, implantes, trasplantes, marcapasos.

¿Cómo sería un planteo educativo que se dirija a producir sujetos críticos y no sólo alfabetizados en el mundo digital?

Uno que se valiente en hacer la crítica de la cultura que habitamos, que señale los verdaderos desafíos de la época –que son espirituales, políticos, culturales, y quizá luego también tecnológicos–, que se distancie del modelo solucionista del aprendizaje –te enseño usando las nuevas prótesis, y a lo sumo, te enseño a usar las prótesis–, para enseñar a entender qué son, para qué sirven, en qué sistema están insertas esas prótesis, en nombre de qué poderes actúan, y eventualmente, si evaluamos que las necesitamos, poder construirlas, al menos en parte, nosotros mismos. Y esto es clave: que motorice actividades concretas. Que involucre a docentes y estudiantes en el diseño y desarrollo de saberes y de tecnologías que de hecho están utilizando, que querrían utilizar o que van a utilizar mañana. Desde más o menos simples, como arreglar un enchufe, hacer podcasts sobre historia reciente o cocinar comida saludable a bajo costo, hasta más complejas: traducir una novela, corregir un libro, destilar agua del mar o programar una aplicación para encontrar lugar donde estacionar. Los sujetos críticos y alfabetizados, tanto en el mundo “analógico” como en el “digital”, son personas que tienen herramientas múltiples, saberes complejos, ámbitos donde ponerlos en práctica y la fuerza espiritual para enfrentar las enormes resistencias que les van a salir al cruce cuando quieran hacerlo. 

Como parte del arte de instalación, nos hacen prestar atención al medio, al ambiente en que ocurren los procesos; y como parte del llamado “arte de los nuevos medios” ponen foco en la materialidad, los medios a través de los cuales la pieza o la práctica llega a ser.

A lo largo del libro hacés referencia a varias experiencias artísticas, como el bioarte, señalando que funcionan como una forma de hackear/profanar la tecnología. ¿Qué lugar puede ocupar un arte como la literatura frente a este avance tecnológico? ¿Sólo como exploración de vectores del futuro o hay algo más?

Te respondo contando el trayecto. En 2003, en el marco de las investigaciones que llevamos adelante en la UBA sobre tecnología, cultura y sociedad, iniciamos con Claudia Kozak una línea de investigación en arte y tecnología; nuestro objeto era la emergencia en el país y en la región de lo que denominamos poéticas tecnológicas o tecnopoéticas, que son aquellas piezas y prácticas artísticas que dialogan de manera explícita con el entorno tecnológico. En la lógica de la división de tareas dentro de los equipos de investigación, mi trabajo se orientó a las tecnopoéticas de lo vivo y lo viviente, es decir las que trabajaban directamente con material biológico —incluido el material genético— y material anatómico humano. Eso me permitía, entre otras cosas, indagar en la relación entre tecnologías y políticas de la vida, el cruce teórico y práctico entre biopolíticas y biotecnologías a finales del siglo XX y comienzos del XXI, que fue el tema de mi tesis doctoral. Esos géneros y movimientos artísticos vanguardistas —el bioarte, el arte transgénico, el arte biónico, las biopoéticas ecológicas—son prismas privilegiados para ver de cerca las mutaciones epistemológicas e inclusive ontológicas que se están produciendo en nuestra época. Y permiten ver esas mutaciones desde una racionalidad diferente, con mayor creatividad y con más facilidad de acceso que en los laboratorios de biotecnología —entre otras cosas, porque no necesitan dar resultados que “funcionen bien” o que sean vendibles —. Como parte del arte de instalación, nos hacen prestar atención al medio, al ambiente en que ocurren los procesos; y como parte del llamado “arte de los nuevos medios” ponen foco en la materialidad, los medios a través de los cuales la pieza o la práctica llega a ser. En conjunto, son laboratorios de experimentación en formas de vida emergentes; se preguntan por los procesos de memoria, identificación, identidad; por la dinámica de la supervivencia; por la relación ética entre creador y criatura, por los vínculos entre las especies. Ellos están trabajando en la frontera exterior de las disciplinas y los lenguajes artísticos: utilizan los mismos materiales e interceptan algunas de las mismas fuerzas económicas, políticas y libidinales que están transformando materialmente el mundo. Ellos integran la primera línea de avance en la mutación a la que estamos asistiendo. La literatura, en tanto, siempre está. Ella constituye un macrolenguaje altamente codificado y reflexivo, con gran cantidad de géneros estabilizados y en permanente autotransformación (desde poesía, teatro, ensayo hasta crónica periodística, microrrelato e incluso tuit) y con un archivo incalculable de recursos en los niveles temático, retórico y enunciativo. La literatura —el medio lingüístico, la imagen acústica—ha sido el traductor, y posiblemente el co-creador, privilegiado de nuestra experiencia corporal del mundo. Eso sin duda le va a permitir decir y hacer mucho, acerca de toda circunstancia. Pero hoy su alcance está siendo, no minimizado, no disminuido en sí mismo, sino rebasado, excedido por las potencialidades de la digitalización, del lenguaje numérico o digital, de comparar, relacionar e inclusive componer realidades materiales imposibles de componer en el estado silvestre. Como escribía Gunther Anders en sus Tesis para la era atómica: aun no somos capaces de imaginar lo que ya estamos realizando.

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