Uno de los hilos que parece recorrer toda la literatura latinoamericana a lo largo de gran parte del siglo xx es el de las dictaduras y los gobiernos totalitarios. Algunos casos, como el de Trujillo, poseen una amplia representación literaria. En esta oportunidad, Federico Sainz nos propone un recorrido literario por tres novelas que nos permitirán comprender un poco más sobre el fenómeno del trujillato.

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Ante todo, andá desemocionándote, porque sí: hoy nos toca prestarle atención a Trujillo, pero no a Chico Trujillo y su estimulante cumbia chilombiana sino a Rafael Leónidas Trujillo Molina y sus tres décadas de excéntrico —aunque no por eso menos sobrecogedor— accionar en un sitio en el que probablemente no pienses con frecuencia, a menos que estés flasheando con un reparador descanso en paradisíacas playas caribeñas. Y si te parece excesivo que en una sola oración haya aparecido tres veces ese apellido (por las dudas: Trujillo), te voy adelantando que ese número no llega a representar siquiera el 0,1% de las menciones con las que te habrías topado si te hubiera tocado vivir en la República Dominicana entre 1930 y 1961; para muestra, baste una capital: Santo Domingo llegó a ser rebautizada con un nombre tan sutil como… sí, acertaste: Ciudad Trujillo. Pero datos como ese, signos de un egocentrismo que de tan hiperbólico podría resultar irrisorio, no opacan el hecho de que un patio de recreo del Caribe —primera región de América en tener el dudoso honor de descubrir a los españoles— antes hubiera sido uno de sus campos de matanza.

Aunque vaya contra los más elementales principios andar recomendando libros de filosofía, hay uno —El espectador emancipado— que incluye un resumen bastante certero del intenso debate que se registró, tras la caída del régimen nazi, respecto de qué dispositivos eran válidos para dar cuenta del Horror (así: con mayúscula inicial). Podés encontrar una de las más densas consecuencias de dicho debate en YouTube: Shoah, un documental de nueve horas de duración —ni Scorsese se animó a tanto— que articula relatos de algunos de los sobrevivientes. La postura de su realizador se sustentaba (resumida así nomás) en el argumento de que el único medio lícito para retratar ciertas aberraciones es el testimonio, y que la representación constituye una forma de banalización de lo inenarrable: polémicas como la suscitada, en su momento, por el estreno de la película La vida es bella podrían pensarse como ecos de esa controversia (y, en términos de banalización, mejor ni hablemos de engendros como Jojo Rabbit). Digresiones aparte, un artículo de 1988, que ya desde el título plantea un problema sin fecha de vencimiento (“¿Cómo narrar el trujillato?”), denunciaba la falta de un retrato narrativo y artístico adecuado para este régimen de fascismo paternal… pero el tiempo pasa y, además de irnos poniendo viejos, disponemos hoy de al menos tres hechos literarios que funcionan como portales, cada uno de ellos provisto de su propio trampolín de acceso a divergentes puntos de inmersión en las turbulentas aguas que —cuidado con los tiburones— envolvieron la dictadura de un sujeto de quien se ha dicho (entre muchas otras cosas) que: R. se blanqueaba la piel para renegar de algún detalle genético;L. ostentaba sobre sus impecables uniformes una ridícula cantidad de medallas (papel cumplido, en su infancia, por modestas chapitas de gaseosa); T. se paraba sobre zapatos de plataforma;y M. llegó a ser —¡atención!— vindicado como el relevo del mismísimo Dios (también así: con mayúscula inicial) sobre la no menos mismísima Tierra.

            Esos tres portales narrativos serán a continuación presentados y, ya que estamos, (no tan) arbitrariamente asociados al atributo con que mi humilde subjetividad se dignó, tras su lectura, sintetizarlos:

  • portal #1, emotivo: En el tiempo de las mariposas, publicado en inglés por Julia Álvarez en 1994, traducido al español en el 95;
  • portal #2, crudo: La fiesta del chivo, del año 2000 y de Mario Vargas Llosa;
  • portal #3, sarcástico: La maravillosa vida breve de Óscar Wao, escrito —también en inglés— por Junot Díaz, publicado en 2007, y traducido a (algo parecido a) nuestro idioma al año siguiente.

La lista sugiere, de por sí, una primera respuesta al interrogante que planteaba aquel título de 1988 mencionado hace algunos párrafos. Veamos: por un lado, dos personas de nacionalidad dominicana escribiendo en inglés desde los Estados Unidos y un peruano que —dicen— pasó años recopilando información para brindar sustrato a su novela; por el otro: el primer libro de esta serie se tomó, desde la caída del régimen que hoy nos congrega, un tercio de siglo para aparecer. La conclusión es tan obvia que da un poco de vergüenza enunciarla, pero acá va: el requisito fundamental para poder narrar el trujillato parece ser la distancia; temporal, espacial y, eventualmente, lingüística. Pero incluso desde lejos, sin árboles que los obstruyan, arbustos como la perspectiva pueden determinar que los bosques no se vean idénticos entre sí y, si bien los tres relatos coincidirán en más de un punto en lo que a la semblanza del régimen se refiere, las diferencias que sus diversos prismas les confieren resultan, de mínima, significativas. Hay, por supuesto, un núcleo duro de horror —sobre todo en lo relativo al accionar de una Policía Secreta devenida Servicio de Inteligencia Militar (SIM)— al que ninguno de los tres le esquiva el bulto (y, con Trujillo dando vueltas, una frase tan común y corriente como esa puede funcionar a varios niveles), pero los medios y los acentos que cada una de las novelas pone en juego distan mucho de ser los mismos.

            Mientras el libro de Julia Álvarez —poderosa simplificación mediante— parece partir desde el aspecto más paternalista y feudal de la dictadura e ir introduciendo elementos de brutalidad creciente hasta llegar a la ubicua ferocidad que explica el final anunciado desde la primera página para tres de las hermanas Mirabal y su chofer (asesinato que para muchos constituyó uno de los muchos principios del fin del trujillato), la presunta objetividad de La fiesta del Chivo da la sensación de ir dosificando sadismo y fascinación —o, si se prefiere, magnetismo— en partes casi iguales y pretendidamente desapasionadas. El relato de Junot Díaz, entretanto, también parece balanceado a ese respecto, pero por otros motivos: la denuncia de la crueldad se hace patente desde el primer momento, sobre todo a partir de la desfachatada reposición histórica que ofrecen sus abundosas notas al pie, pero casi siempre aparece al toque algo gracioso para contrapesarla. De hecho, es hora de confesarlo: así como En el tiempo de las mariposas se las arregló para dejarme con los ojos llorosos (uno de los poquísimos libros que habían logrado esto antes es Las cartas que no llegaron, de Mauricio Rosencof), más de un pasaje de La maravillosa vida breve de Óscar Wao me encontró riéndome en voz alta… y sabemos que es raro emitir carcajadas sonoras en soledad, máxime cuando se está leyendo algo contrarreloj. Y para que Vargas Llosa no se ofenda —dicen que el muchacho puede ser bastante j*dido en el mundo real—: su relatome tuvo en vilo hasta la última página; independientemente de que La fiesta del Chivo pueda no ser un libro para todos los gustos, y de que no todos los días se tenga ganas de leer sobre tópicos tan “reconfortantes”, es el típico texto que le recomendarías a alguien cuando viene a decirte algo como (ponele): “Netflix® me está embruteciendo; necesito una novela que me atrape y no me suelte hasta el final”.

Hay, sin embargo, una gran coincidencia entre los tres textos, y tiene que ver con esa excentricidad de la que hablábamos al principio. Quizá por aquí, en lo más austral del Cono Sur, tendamos a manejar una imagen de dictador de apariencia ascética, probablemente motivada por uno de los semblantes más icónicos del período comprendido entre 1976 y 1983. Por más difundidos que puedan estar los rumores de relaciones íntimas entre alguno de los representantes de nuestra más reciente dictadura cívico-militar y el alcohol, o de carnales entre modelos o pseudoactrices de la época y jerarcas de ese ciclo, lo primero que se nos viene a la mente (bah: que se me viene a la mente) es la imagen de un sujeto grisáceo, de reglamentario bigote, enunciando valores cristianos ligeramente contrapuestos a las prácticas de la junta por él encabezada: castos y austeros, torcidos e inhumanos. Frente a esto, y sin caer en los espejitos de colores bizarro-dictatoriales que en 1982 el Gabo trató de vender al primer mundo con su discurso de aceptación del Premio Nobel (“La soledad de América Latina”), la verdad es que las tres novelas delinean una figura de Trujillo bastante… peculiar, digamos: cada una de ellas, a su modo, da cuenta de una voracidad sexual asombrosa, que resulta determinante en más de un punto de su respectiva trama: todas las mujeres de República Dominicana (tu esposa, tu hija, tu prima, tu mamá, tu abuela… ah, no: dicen que le gustaban jovencitas) eran susceptibles de ser gentilmente convocadas a hacer patria en alguna de las honorables camas del excelso Benefactor, y los tres libros coinciden en indicar que no pocos recursos del estado estaban consagrados a la selección y reclutamiento de las “afortunadas”.

            Ironías de lado, lo loco del asunto es que la mera idea de un presidente violador bastaría para cerrar en un monstruo el asunto este del semblante, pero los tres relatos se encargan de señalar, con diversos grados de sutileza (prácticamente nula en el caso de Díaz, intermedia en el de Álvarez) cómo el horror se complementaba con altas dosis de ridiculez en la figura de Trujillo. Y no solo por el hecho de que deslizar ante la persona equivocada una inocente crítica o incluso un chiste bobo respecto de su majestad pudiera desembocar en detención, tortura y eventual asesinato: todas se toman su tiempo para adjudicarle un costado caprichoso, de una coquetería, vanidad y egocentrismo estrafalarios. Quizás el mejor símbolo de esta yuxtaposición de crueldad y absurdo sea el que brinda Vargas Llosa por medio de la contraposición entre una voz chillona, aflautada, y una mirada terrorífica, que podía desnudar tus más recónditos pensamientos en cuestión de segundos.

Si entrás a una librería, sería razonable que encontraras La fiesta del Chivo en los estantes de novelas históricas, pero mejor evitar la abundante problemática en torno de este género para señalar que no es ningún misterio la afición del peruano por Flaubert: el aséptico retrato de escenas de torturas y afines, junto con su exhaustiva documentación sobre el régimen (se habla de un “pacto” entre escritores del boom, en la frontera de los 60 y los 70, para producir una serie de novelas de dictadores: uno de los pocos que lo cumplieron fue él, pero tomándose su tiempo), remite sin escalas a procedimientos del realismo naturalista, esculpiendo un abordaje que remeda el de un observador omnisciente pero neutral, aunque en algún momento se le escape la hilacha (p/ej.: incluyendo a un presidente democrático argentino en una nómina de dictadores). Julia Álvarez, en cambio, apela a recursos más intimistas, llegando a compartirnos el “diario” —ficcional, claro— de una de sus personajes: su encarnación de referentes tan reales como las protagónicas hermanas Mirabal, aparte de habilitar lecturas protofeministas, acerca su novela al ámbito de lo testimonial; se le podrá objetar que alguna de ellas —especialmente Minerva— se vea muy de una sola pieza (mucho más atractivas son las tensiones legibles en Dedé o Patria), pero la lectura redondea un efecto más que convincente: conmovedor.

            Párrafo aparte merece lo de Junot Díaz: dejando de lado el inhabitual acceso de una obra literaria a un premio periodístico como el Pulitzer, el hecho de ser la más tardía de estas tres novelas le da la posibilidad de discutir abiertamente con Vargas Llosa (sobre todo en lo referente a Balaguer, el “presidente pelele” que trascendió a Trujillo y que Julia Álvarez evita —salvo muy tangencialmente— llamar por su nombre) y parodiar los vaivenes cronológicos de En el tiempo de las mariposas. La ardua traducción de un lenguaje híbrido (muy verosímil para la idea que desde aquí podemos tener de emigrantes dominicanos en Norteamérica), sumada a un abuso exasperante de mayúsculas iniciales e infinidad de remisiones a ciencia ficción, animé, videojuegos (etc.) que ni el más nerdoso de tus amigos podría decodificar en su totalidad, no constituye impedimento suficiente para el disfrute del lector rioplatense. Pero toda la perorata de hace un rato sobre la polémica en torno de la Shoah venía, principalmente, a cuento de La maravillosa vida breve de Óscar Wao: ¿qué tan lícito es presentar un régimen dictatorial en paralelo a una épica fantástica como la de El señor de los anillos, nivelando miserias indiscutiblemente humanas con elementos sobrenaturales como la maldición del fukú, que Trujillo habría heredado de los conquistadores y lanzado sobre la familia protagónica (y toda la República Dominicana)? El tono en que ha sido escrita esta nota da cuenta, creo, de que mi voto es no negativo: no ha habido lugar aquí para desarrollar el mito de los poderes extraterrenos que se asignaban a RLTM, pero sí para mencionar los parangones con la divinidad que, por cierto, aparecen en los tres libros. ¿Qué mejor remedio para desmitificar tanta sarasa que el sarcasmo que su obra maneja, invitándonos a volver, con o sin comodidad, sobre la historia del bendito patio trasero en el que nos tocó nacer?

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