Hay una serie de fechas que para mí forman una misma unidad temporal. Podemos llamarlo continuum crisis, y va desde 2001 hasta Cromañón. Si las revoluciones fundan su propio tiempo, las crisis también. Los cortes que suponemos reales, como los períodos eleccionarios o los cambios de presidente, son, en verdad, ilusorios. Es posible que lo único capaz de producir un quiebre en el continuum crisis sea el continuum revolucionario. Algo pasó y algo seguirá pasando hasta que no se asuma realmente la experiencia que se produjo y viene produciéndose hace ya varias décadas. Incluso, quizá, por esta misma razón hoy estamos aquí, en un loop, habitando nuevamente una reedición de los noventa, con una intensidad deforme que nos hace plantearnos si alguna vez salimos realmente del pozo del tiempo.
Para mí, los cuerpos en la plaza de la crisis de diciembre de 2001 se mezclan con los que se desparramaban en las calles frente a Cromañón, en el barrio de Balvanera, el 30 de diciembre de 2004. Incluso puedo afirmar —y no me equivoco— que esos cuerpos son los mismos cuerpos. ¿Qué diferencia hay entre la subjetividad de quienes salieron a protestar en 2001 y la de quienes murieron en 2004? Es posible que algunos de los que lograron esquivar la muerte en la Plaza de Mayo, durante el estado de sitio de De la Rúa, la hayan encontrado poco tiempo después en un recital, a puertas cerradas, entre fuego y humo negro. Y esa identidad se extiende hacia adelante y hacia atrás, aunque algunos disfraces puedan disimular, al menos a simple vista, las verdaderas formas de esa subjetividad: es la misma, quizá, que la de la primavera alfonsinista; la misma de los procesos de neoliberalización que se produjeron durante la última dictadura militar; y se extiende hasta el presente.
Quienes dicen lo contrario son quienes quieren creer —porque es, más que nada, un acto de fe— que lo sucedido entre 2003 y 2015 no fue, en gran medida, un placebo incapaz de cambiar la naturaleza del tiempo que provocó ese nuevo ciclo político. Más temprano que tarde, las esperanzas de una posible reconstrucción productiva derivaron en la alabanza a un capitalismo de ONG. La calidad de vida comenzó a medirse pura y exclusivamente a través del “acceso al consumo”. Imposible, si no, pensar los resultados de 2015 en adelante. Haber alimentado el endeudamiento, “la vida mula”, la identidad vía consumo, fue el combustible ideal para el león mecánico del capital. Durante 1972, el ex primer ministro del Consejo de Estado de la República Popular China, Zhou Enlai, le dijo a Richard Nixon, cometiendo un pequeño furcio: “Es demasiado pronto para decir cuáles han sido las consecuencias de la Revolución Francesa”. Sin embargo, tuvo razón en su error.
Como decía Meschonnic en Para salir de los posmoderno (Cactus/Tinta Limón, 2018):
El signo es una sistemática de lo discontinuo entre el sonido y el sentido, entre la forma y el contenido, entre la voz y lo escrito, entre el cuerpo y el lenguaje, entre lenguaje y pensamiento, entre lengua y literatura, entre lengua y cultura.
La tarea de la poética, el papel teórico de la literatura y del arte en la teoría del lenguaje, es entonces trabajar en pensar la coherencia de lo continuo, así como una coherencia de lo discontinuo. Esta coherencia de lo continuo no es del orden de lo que está oculto, aunque el signo la oculte, es tan empíricamente banal como la otra, hay que inventar los conceptos que el signo no puede darnos.
Vuelvo a lo que nos compete. Hoy se cumple otro año de la Tragedia de Cromañón. Otro año, el mismo. Lo digo hoy, 30 de diciembre de 2025, veintiún años después, en un período conocido y extraño, como la repetición ominosa de un sueño, donde hasta la esquina más familiar se vuelve amenazante. El trauma hace imposible pensar la continuidad. El trauma nos obliga a pensar en una singularidad que no es tal, en una dimensión temporal que parece única. La imposibilidad de integrar ese tiempo en el “Gran Tiempo” de la historia para volverlo consciente es, justamente, la definición de un trauma.

Quizá sea un error pensar Cromañón como un acontecimiento clave, como una ruptura en el proceso de la historia política, musical y cultural argentina. Es, a lo sumo, la manifestación intensa de un devenir que aún nos negamos a ver. Nos gusta ver cortes, porque nos gusta pensar que los lugares donde hacemos la escisión nos hacen distintos, porque creemos que basta con elegir un corte del tiempo para cambiar sus efectos.
Antes que escribir biografías pedorras y filmar documentales, una de las verdaderas obligaciones de los “estudiosos” de la música —me refiero a los que están, desde hace décadas, haciendo la arqueología del sánguche de miga de Pappo como si eso les permitiera acceder a un momento de ontogénesis del rock y de la historia, oculto de manera sutil entre la miga, el jamón y el queso— sería pensar una verdadera arqueología de las subjetividades musicales a través de las poéticas, para indagar continuidades o desvíos posibles en eso que llamamos identidad e historia. Pero, en muchos casos, parece imposible, porque carecen de las herramientas y, sobre todo, de la disposición crítica. Son apenas sujetos nostálgicos, incapaces de ver otra cosa que aquello que añoran, porque, como decía Serrat: “Tu recuerdo es cada día más dulce; el olvido solo se llevó la mitad”.
La clave de Cromañón no está en Cromañón, tampoco en Aníbal Ibarra, ni en Omar Chabán o Callejeros, del mismo modo que el pathos de los jóvenes que cantaban “Prohibido” y se sentían interpelados por la pobreza simbólica de bandas similares a las que iban a ver en ese trágico diciembre —equivalente, por qué no, a la lírica liberal de muchos poetas de los noventa que, al día de hoy, son incapaces de pensar su complicidad con la subjetividad de la crisis— no es propia únicamente de su tiempo ni constitutiva de su identidad. Pensar así es pensar “ajeno al tiempo”.

