La palabra «Moda» suele portar una carga peyorativo en el mundo intelectual. «Moda», en esos casos, es el resultado de una pura estrategia de mercado ¿académico?, de la incursión de las novedades de la academia norteamericana en el terreno local, falsa novedad. «Moda», entonces, como sinónimo de colonialismo, incluso falsa consciencia o cipayismo teórico. Sin embargo, sería bastante obtuso caer en la ya sencilla tarea de realizar una crítica moralizante en vez de preguntar qué potencia expresiva, reflexiva o estética está involucrada en ese ritornelo que es la moda. En esta oportunidad, les presentamos la exposición que realizó Paola Cortes Rocca en las Jornadas Diálogos en Letras, donde nos invita a reflexionar sobre este prejuicio intelectual. ¿Qué hay detrás del rechazo?

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El departamento de Letras me invitó a escribir algo para estas Jornadas, a partir de un pequeño párrafo que nos pasaron a Marcelo Topuzián, a Isabel Quintana y a mí. En ese breve texto que funcionaba como disparador, se señala “recurrencia”, en el campo de los estudios literarios, de ciertos “tópicos” –biopolítica, archivos, género, afectos, para nombrar sólo algunos–. La propuesta era, entonces, ensayar algunas explicaciones sobre por qué un “tópico” como el género, por ejemplo, insiste en los estudios literarios del siglo XXI. El título que acompañaba ese párrafo y que hoy le da nombre a esta mesa es: “¿Modas teóricas, revivals o nuevas propuestas?”. Entiendo que ya desde ahí se proponía una serie de disyunciones para leer a la manera de una gradación. De atrás hacia adelante, entonces: se repiten estos “tópicos” porque constituyen nuevos aportes –en cuyo caso deberíamos aceptarlos y tratar de entender cuál es esa novedad– o, ¿es que son un revival, es decir, algo que repite lo ya sabido –y quizás este no sería un gran problema– pero lo hacen –y aquí sí, aparecería el problema– estafándonos con su falsa novedad?. O finalmente –y aquí ocurre lo peor–, se trata de modas teóricas. Esta última opción es la peor de todas porque se arroja a corretear lo actual –como sabemos– sin alcanzarlo nunca o abre las puertas, no del infierno, sino de algo incluso más funesto: el sometimiento a una norma que se tejería, por oscuros motivos, en departamentos extranjeros –término que significa europeos y/o norteamericanos–.

Debo confesar que la moda me fascina. Me seduce esa búsqueda de lo absoluto en lo momentáneo, como dice Borges de Teodolina Vilar. Pero sobre todo me deslumbra esa particular experiencia del tiempo que propone la moda con su circularidad espiralada. Me refiero a cierto optimismo con el que, en lugar de apoltronarse en la comodidad de lo ya probado, la moda es el nombre que se le da a la búsqueda y celebración de lo nuevo, una novedad que –también sabemos, con Benjamin y Agamben– es siempre una suerte no de revival más o menos tramposo, sino de copia explícita. Cada ola de la moda es siempre y declaradamente una versión, una reescritura de algo anterior, pero que destella con su peculiar modulación, al integrarse a un campo nuevo, al tramarse con nuevas lecturas, nuevos horizontes de expectativas, nuevas luchas.

En principio entonces, me seducen siempre –o al menos me dan cierta curiosidad, ciertas ganas de leer o de pensar– estas nuevas modas en el campo de las Humanidades. Me interesa ese espíritu inquieto y no conservador –del canon, de lo seguro, de lo ya conocido– y por supuesto, considero estas modas siempre como una forma del revival, no como estafa sino en tanto necesaria reelaboración. No hay pura novedad pero tampoco hay mera repetición. Se trata siempre, creo, de una nueva tirada de dados en una mesa de juego necesariamente distinta. En esa renovación de la moda hay revival no tramposo y por lo tanto, algún nuevo aporte, aunque solo sea por el hecho de marcar la cancha o la agenda. Siempre Darío: muy sigo dieciocho y muy antiguo, (y por lo tanto), muy moderno, y muy audaz.

Empiezo entonces, señalando que el título de la mesa para mí no es tanto una disyunción –ese conjunto de textos que piensan eso que llamamos por ejemplo, biopolítica, ¿es una moda o un revival o un nuevo aporte? – sino más bien, una modulación en las formas que adopta una discusión inquieta y atenta al presente. Por eso, tampoco hablaría de tópicos. Quiero decir: no creo que sean “temas” o “palabritas” que se imponen en el presente –es decir, los que instalan una cierta orientación o una cierta sensibilidad que afecta lo pensable, lo escribible, lo enseñable en un momento dado. Insisto: no creo que se trate simplemente de algo que se puede hacer reemplazando las palabras de lo ya dicho y cambiando sencillamente, digamos por ejemplo, “política” por “biopolítica”.

Prefiero hablar de nuevos vocabularios y nuevas gramáticas porque si algo sabemos los que habitamos este campo que se llama estudios literarios, un modo de hablar –una serie de conceptos y una forma de articularlos– es un modo de pensar. Es también, una forma de hacer eso que llamamos crítica: una de las operaciones más deslumbrantes del pensamiento que por un lado, ilumina, identifica algo que estaba ahí pero no se veía y, por el otro, lo crea, no ex – nihilo, sino justamente con ese modo de crear que caracteriza las operaciones de la crítica, que produce al identificar zonas de conflictividad y peligro, al señalar potencias de transformación en el campo estético y cultural de su presente.

Me detengo entonces en uno de los ejemplos de esos términos que no quiero llamar “tópicos” sino el vocabulario y la gramática del archivo. Si lo usamos como ejemplo, podemos empezar por “Atlas/Archive”. Se trata de un artículo de 1999 –que se incluye en el volumen The Optic of Walter Benjamin (London: Black Dog Publishing Limited, 1999)– en el que su autor, Benjamin Buchloh identifica la idea de archivo en Walter Benjamin. Y la conceptualiza no sólo como un procedimiento material y concreto para la Obra de los Pasajes que está organizada literalmente a partir de carpetas (los famosos convolutos), sino también como un procedimiento crítico (que conocemos en Benjamin, asociado a la constelación y el montaje), pero además –y aquí la pequeña y elegante novedad– como una suerte de estética producida a partir de la opaca y monótona organización legal-administrativa. En su libro Arte y Archivo (Madrid: Akal, 2011), Ana María Guasch retoma esa formulación de Buchloh –hay una estética que hace de la organización legal-administrativa, una potencia de obra–, para señalar la insistencia del archivo en la reflexión crítica y curatorial. Aquí vamos desde el libro de Jacques Derrida de 1995, Mal de Archivo y el texto del mismo Buchloh para la muestra Deep Storage. Collecting, Storing and Archiving in Art (1998-1999) hasta los ensayos de Hal Foster publicados en October a principios de este siglo. El archivo es entonces, algo que la teoría y la crítica ven como paradigma que se impone con suma potencia en el arte contemporáneo y que a su vez, el arte y la literatura amplifican en un inmenso juego de ecos. Pienso acá en “Archive Fever: Uses of the Document in Contemporary Art”, la exhibición organizada por Okwui Enwezor en el International Center for Photography de New York (2008), pero también en ciertas obras performáticas y visuales (Mis documentos o Mi vida después de Lola Arias; La buena memoria y Los condenados de la tierra de Marcelo Brodsky; La Ausencia de Santiago Porter). Y por supuesto, el modo en que el archivo le da materialidad a la página virtual de la literatura en Condición de las flores de Mario Bellatin, o en la pulsión de archivo que mueve a Ricardo Piglia para descrifrar, editar y reescribir durante su enfermedad todos esos cuadernos que luego se publicarán con el nombre de Los Diarios de Emilio Renzi.

Creo que el archivo –para tomar un ejemplo de los muchos términos que se proponían para esta mesa– está muy lejos de ser un tópico o un tema, como lo es la vaca en la composición escolar con “tema la vaca”. Diría que se trata de:

1) un campo de problemas asociados a la conservación y al registro, a la actualidad y la obsolescencia, a la memoria personal y colectiva. Esos problemas aparecen en textos teórico-filosófico (Derrida), en textos que operan una crítica y una historización de la producción estética contemporánea (Foster y Guash) e incluso una suerte de herramienta o de aparato óptico para leer, desde el presente, cierta biblioteca de la teoría (Buchloh sobre Benjamin) o la producción estética (Foster, Guasch).

Y, 2) un modelo constructivo, un rango de procedimientos o una gramática de producción de obras (curatoriales, visuales y textuales) que, por supuesto, hace máquina como diría Deleuze, con diferentes preocupaciones históricas y contextuales: desde la cuestión de la colección y el consumo en la muestra de Buchloh hasta la lectura, la clandestinidad y el extermino en la obra de Brodsky. Desde las formas del legado y la revisión de un pasado (de la vida y de los textos) que los autores recorren con cierta conciencia de Obra –es el caso de Bellatin y Piglia– hasta los modos en que un archivo da cuenta de un modo paradójico –más afectivo justamente por su fría lejanía – de una serie de catástrofes personales y colectivas, cotidianas y políticas (Arias y Porter).

Estos nuevos vocabularios que delimitan un campo de problemas, estos procedimientos que producen nuevas gramáticas para generar textos e imágenes me interesa porque son una correa de transmisión que conecta, literalmente, materialmente, escapándole a las mediaciones, pensamiento y material, estética y política. Lo que me entusiasma es que creo que nombran justamente ese vínculo por el cual la teoría no describe –como un metalenguaje ajeno y segundo– ciertas características de la esfera cerrada de la literatura o el arte, sino que activa, amplifica y produce ciertas intensidades del mundo. Un mundo que no es otro (mundo) sino el mismo, ese en el cual se disemina el lenguaje y la literatura.

No me mueve un impulso tecnicista, no quiero corregir o precisar nimiedades –no se dice “tópico” sino “vocabulario”, no se trata de moda o de nuevo aporte sino de moda y nuevo aporte, etc.–. Lo que me interesa es combatir fervorosamente cierta impronta que acecha a veces las palabras “moda” o “tema” para referirse a estos nuevos debates o nuevos vocabularios sobre los cuales se nos propuso pensar en esta mesa. Esa impronta es la de asociar moda y arbitrariedad o moda y tema. No sé si arbitrariedad es la mejor palabra, tal vez podamos precisarla acá. Me refiero a por ejemplo, al comentario de un colega que se había aburrido mucho en un congreso reciente porque “ahora todas las ponencias hablan del patriarcado o del medio ambiente”. Esto no es cuestión de tecnicismos o palabritas. Se trata de posiciones radicalmente enfrentadas. Creo que si alguien pretende sostener que hablar de patriarcado es hablar de un tema de moda, lo que está haciendo es añorar ese momento en el que la crítica literaria se metía en sus cosas –que no sé bien cuales son, tal vez la forma, la retórica, la belleza–. Ante eso sólo me queda –nos queda a muches–  o bien vaciar la palabra moda y decir que desde hace bastante hablar de las formas de la dominación está “de moda” (o dicho de otro modo, es una urgencia ética y política del discurso crítico y estético). O intentar la educada pedagogía y tratar de explicar que se trata de un esfuerzo por nombrar, las formas de la catástrofe que habitamos, de inventar nuevas herramientas para abordarla o al menos de sostener el imperativo ético de intervenir en el presente de algún modo.

Creo que esta idea de arbitrariedad –me refiero al hecho de pensar, por ejemplo, el feminismo como convención académica, como repetición inmotivada, algo que se repite por capricho, arbitrariedad, moda– es justamente una fuerte operación ideológica. Lo digo de una vez: decir que el feminismo es una moda es simple y llanamente una estrategia para quitarle valor o sentido a vocabularios que rebosan de potencia, justamente porque permean y conectan de manera vital e inmediata, las prácticas estéticas y el activismo político, la imaginación teórica y cultural y la vida cotidiana, los cuerpos, la calle y la escritura. Ver como repetición temática, pasajera y arbitraria, un fenómeno global y nacional como el feminismo, una marea que impulsa transformaciones que tocan el derecho y la vida cotidiana, una perspectiva que redefinen sujetos y nociones –como por ejemplo la ampliación de la noción de trabajo tal como la formuló el marxismo– y conmueve hasta el corazón mismo del lenguaje hasta forzarlo a ser inclusivo, tiene algo de despiste o de falta de sincronía con el presente. También tiene mucho de resistencia pasiva y conservadurismo.

En relación con esto quisiera detenerme finalmente a una cuestión para conversar en esta mesa que tiene que ver con la relación entre el canon y estos nuevos vocabularios. Otra pregunta que se nos propuso en ese párrafo que nos pasaron es si el canon –consolidado alrededor del formalismo ruso, el estructuralismo/postestructuralismo francés y la escuela de Frankfurt– funciona como parámetro con el que se miden los desarrollos teóricos posteriores. Yo contestaría no sólo que no, sino que además se trata exactamente de lo contrario. Me parece que el planteo sugiere la idea de que hay algo así como un canon teórico que está ahí por mérito propio, como si hubiera algo en los textos que los hace “valiosos” o “buenos” o algún otro adjetivo que no encuentro ahora. Y que lo que está en juego sería ver si Butler, Rancière o Agamben son una moda pasajera, una presencia arbitraria en ponencias y programas académicos, o si finalmente la biopolítica o el feminismo están hechos para durar tanto como el formalismo en el mausoleo de la teoría.

Creo que se trata justamente de lo contrario porque no me interesa mucho esa idea del canon o esa naturalización de una biblioteca dada. Es cierto que hay una serie de textos que –no desde siempre, sino tal vez desde los años 80s – se repiten –no en la galaxia o en el mundo, y tal vez ni siquiera en el país, incluso ni siquiera en Buenos Aires, sino que se repiten en esta facultad–. Y me parece que si se consolidaron o se siguen consolidando como una biblioteca compartida no es por su valor intrínseco y eterno sino justamente por lo contrario: por su valor de uso, por su carácter de herramienta con la que intervenir en un estado particular y fechado del debate político y estético.

Por eso me gusta la pregunta pero formulada al revés. Creo que desde el presente, desde cierto estado del debate teórico y de la producción estética y literaria, es que hay que desclasificar, reordenar y volver a seleccionar siempre esa biblioteca con la que trabajamos, escribimos y enseñamos. Tal vez en esa línea, más que usar el canon para validar o invalidar el debate sobre posthumanismo y materialidad, las discusiones sobre nuevos realismos o sobre los retornos de lo real, los vocabularios y activismos feministas, sea pertinente hacer un movimiento de signo opuesto. Me gustaría preguntarme y que nos preguntemos, a la luz del presente, cuál es la productividad de, por ejemplo, la noción adorniana de autonomía, la oposición entre narrar y describir, la literaturidad o la especificidad del lenguaje literario. ¿Sirve la biblioteca que tenemos para abordar objetos intermediales e híbridos, como Informe para ectoplasma animal de Larraquy y Ontiveros o Beya de Cabezón Cámara y Echeverría; las instalaciones textuales como Magnetizado de Carlos Busqued o los espectáculos de realidad como Los Diarios del Odio de Silvio Lang o Campo minado de Lola Arias? ¿Esa biblioteca nos sigue movilizando, sigue produciendo escritura, pensamiento, obra? ¿O es que se mantiene ahí menos como un clásico –digamos, una minifalda– y más como un miriñaque, un ropaje que ya no sabemos bien para qué guardamos excepto por la pereza y el riesgo de descartarlo?

 

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