Desde antes que la pandemia forzara el cierre total de fronteras, la paralización total de la economía y la reclusión total de los cuerpos, los textos que analizaban el fenómeno del Covid-19 en el contexto actual de globalización ya habían empezado a circular. Desde ese momento hasta la fecha, las teorías e hipótesis de conflictos futuros no han hecho más que multiplicarse. En esta oportunidad, Alan Ojeda nos propone una reflexión íntima sobre la principal víctima del encierro actual y el principal actor en lo que vendrá después, sea lo que sea: el cuerpo.

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25 de abril de 2020, Ciudad de Buenos Aires

03:35 AM

Ayer pude volver a leer de corrido y focalizar la atención. Después de más de un mes de encierro, pude retomar la lectura. Para ponerme al tanto, leí La sopa de Wuhan, el libro que compila los textos de diversos teóricos sobre la pandemia que nos mantiene encerrados. Me decepciono. No encuentro grandes ideas. Ya había leído algunos de los textos mientras salían como artículos aislados que la gente comentaba como nuevas hazañas intelectuales. Algunos predecían el fin del capitalismo, mientras otros aseguraban el recrudecimiento de las políticas de cibercontrol, el estado de excepción y la victoria del modelo asiático. Sólo algunos textos, quizá por cierta moderación, por proponer más que vaticinar, por preguntar antes que afirmar, me resultaron más interesantes: repensar lo común, imaginar el futuro o la posibilidad de una inmunidad virtuosa y solidaria en lugar de una que predique la exclusión y la irresponsabilidad comunal. Sin embargo, el texto que más me movilizó cuando lo leí en internet no estaba ahí. A fines de marzo, mi amiga Eugenia me comentó de un texto que había publicado Paul B. Preciado en Artforum y me pidió que lo leyera. Cuando hice click, pensé que me iba a encontrar con un texto plagado de referencias teóricas, de nuevas palabras compuestas con otras que ya conocemos (como hacen los alemanes, pero en español), pero no. Me encontré con una reflexión en primera persona, la reflexión de un cuerpo que había transitado recientemente la enfermedad, de un cuerpo que sentía los efectos del miedo a morir en soledad, de un cuerpo que se ve movilizado a escribirle una carta a su ex para realizar una declaración de amor sin vergüenza, el amor cuando no hay nada más. El texto me tocó, literalmente. El 1 de marzo, 25 días antes del texto de Paul B. Preciado, mi pareja de entonces había decidido que era tiempo de terminar la relación, una relación de cuatro años, de cuatro años de convivencia. Ese 26 de marzo yo me encontraba en un departamento que ya no me pertenecía, que ya no podía habitar, rodeado de cajas con libros y ropa a causa de una mudanza frustrada por una cuarentena total, una beca denegada y solo, lejos de un cuerpo con el que había compartido la vida por cuatro años. En ese momento no pude prestar atención otra cosa que a ese dato anecdótico: alguien solo y con miedo escribe una carta de amor a una ex pareja. Hoy, aunque el tiempo parece no haber pasado, puedo ver algo más.

Si la futurología filosófica puede pasar por imaginación irresponsable, por una paranoia con autoridad académica, hay que ser comprensivo. Algo sucedió, demasiado rápido, y todos nos encontramos mirando hacia los lados como la víctima de una granada cegadora, revoleando la cabeza a derecha e izquierda, distinguiendo, a penas, luces, colores, intensidades, incluso demasiado aturdidos para para oír bien, incluso el silencio. Agamben, Zizek, Byung, Bifo, etc, son, antes que filósofos o críticos, personas. Pueden ser personas más lúcidas, más entrenadas para leer y analizar fenómenos sociales que el promedio, pero ninguno es ajeno al shock, a ser como el boxeador inconsciente que, después del golpe, se levanta en estado de knock out creyendo que pueden pelear aún, que su golpe desesperado se batirá de forma exitosa frente al azar y acertará, finalmente, en la figura borrosa que lo orbita. Frente a esa épica del nonsense, Paul asume el cuerpo derrotado y su miedo. De su texto estoy en desacuerdo con una sola cosa. Una carta de amor en este contexto no es un desatino: estamos solos y encerrados en un tiempo detenido en el que, por primera vez, somos incapaces de escapar a nuestras emociones y sentimiento. Diría que, incluso, en un contexto así sólo podemos hablar de emociones y sentimiento, lo que nos conmueve y lo que perdura: miedo, angustia, ansiedad, soledad, tristeza, melancolía, nostalgia, etc. Quizá es mejor aceptar que estamos saliendo paulatinamente del estado aturdimiento o Bennomenheit, como Heidegger llamaba a la relación de los animales con el ente, una relación sin acceso. Hay un zumbido agudo, una vibración que no alcanza a deshacerse para transformarse en una palabra, en un concepto. Desde hace más de un mes que, al menos yo, no puedo dejar de hablar de lo que siento, de la forma que sea: como siento la separación, como siento la ausencia de tiempo, cómo siento la vuelta la casa de los padres después de haberle dejado el departamento a mi ex sin habernos cruzado, como si habitáramos ya dos dimensiones distintas, de mi incomodidad, de mi desconcierto, de mi necesidad de volver a habitar un lugar. Ahora escribo lo que siento cuando, en la ausencia total de cuerpos, recuerdo un cuerpo en particular, un cuerpo que conozco y ya no puedo tocar por una doble imposición, la de una separación y la de un contexto hostil que me obliga al encierro, a una doble distancia que no elegí.

Comparto el miedo generalizado al día después del encierro. ¿Qué pasará con los cuerpos? ¿Volveremos a tocarnos como antes? ¿Saldremos a buscar el erotismo en otras pieles? ¿Nos atreveremos a experimentar lo sucio, lo oscuro y los fluidos, más que sin pudor, sin miedo? ¿o nos entregaremos a la esterilidad sin peligro y la pragmática de una sexualidad higienista? ¿Cómo vivir juntos, desear juntos, gozar juntos otra vez? Hablo con gente todos los días, ya no para procrastinar un trabajo o una obligación, sino porque cuando no es un trabajo o una obligación de sostener las reuniones y las clases online, es lo único que queda por hacer. A esta altura de la cuarentena la ausencia de sexo se hace notar, pero parece haber pasado a un segundo plano. Cuando el gobierno salió a hablar del sexting como alternativa a los encuentros sexuales de carne y hueso, las preocupaciones ya eran otras. Las personas con las que hablo ya no buscan satisfacción sexual o el “placer mecánico del sexo”. No es un orgasmo lo que se busca. Al menos no solamente. Me dicen: extraño chapar; extraño dormir con alguien y que me acaricien el pelo; extraño despertarme con alguien y quedarme todo el domingo comiendo en la cama; extraño que me abracen. Si, el goce es posterior. Lo que se extraña es la intimidad, el entre dos, lo muy interior compartido, se extraña un cuerpo que se conoce o con deseo de conocer, de explorar las posibilidades del tacto, del gusto y del olfato con otro, la experiencia sensual de los sentidos cuando estos son la forma de comunicación, el entre-nos. A la imposición hiper sexualización diaria, al ruido de la necesidad imperiosa de comunicar, de hablar lo-que-sea, se le opuso la preferencia por la fragilidad de lo-que-es, el silencio, el lenguaje braille de los cuerpos. Cuando no podemos ver, cuando no podemos oír absolutamente nada más, volvemos al estado más primitivo del conocimiento: el tacto. En el aislamiento sabemos donde termina nuestro cuerpo y queremos reconocer dónde empieza el otro, tantear para aliviar la ansiedad que causa la ceguera. Todo esto me toca particularmente, es de esperarse.

Hago una pausa. Imagino que pensará ella, qué pensará de las “nuevas formas de comunidad” que le interesaban, en este contexto. Me pregunto que pasaría si alguno de los dos enfermara. Me pregunto si ella se lo preguntó. Paul Preciado dice: “De todas las teorías del complot que he leído la que más me seduce es la que dice que el virus fue creado por un laboratorio para que todos los loosers del planeta pudiéramos recuperar de una vez a nuestros exs – sin vernos forzados sin embargo a volver con ellos”. No importa volver, suturar las diferencias, rehacer lo deshecho. Lo que se busca es la seguridad de un hogar posible, de la potencia de un contacto, la confirmación explícita de que allá aún hay otro que puede recibirme, que puede recibir un cuerpo, pero no cualquiera, éste. Dije hogar, por eso ahora digo “nostalgia”, el sentimiento que es tan común entre los que están lejos de su casa y que sufren el dolor de la distancia, todavía más cuando no hay dónde volver. El aislamiento nos presenta el cuerpo del otro como un espacio que habitamos, donde, como diría Deleuze, hacemos ritornelo: creamos un territorio, anidamos y partimos. Sin embargo, los átomos que imaginó Lucrecio alguna vez fueron privados del movimiento y el encuentro, obligados a la ardua e insoportable tarea de habitarse a si mismos, como si no existiera la gravedad ejercida por los cuerpos, la atracción que predisponen a las potencias similares a encontrarse. Cuerpos sin otros, cuerpos sin potencia, cuerpos con límites precarios, más precarios que nunca.  

Pienso en esto y digo: si, ya sé que la riqueza la producen los trabajadores; sé, también, que la paralización de los flujos globales del capital puede hacer colapsar, si bien no el capitalismo, sí su versión neoliberal; sé que el futuro está por construir y que tenemos que estar preparados. Sé, sobre todo, que esa tarea la hacen los cuerpos que, día a día, obnubilados, cansados, aturdidos en y por la velocidad de la vida, no han podido hablar lo suficiente. Pienso en los amantes y parejas que conviven hoy en día 24 horas, los siete días de la semana, y duermen, quizá, pensando en lo ajeno que ha sido por tanto tiempo ese cuerpo que duerme junto a ellos, con el que el encuentro ya no preservaba la intensidad de algo inevitable (bendición o maldición); pienso en la soledad de los cuerpos hacinados que no pueden elegir ninguna compañía porque sus cuerpos son comprimidos sobre si mismos; pienso en la gente que piensa en la revolución del mañana (no la de hoy), y nunca entendió la fuerza de un cuerpo que goza, de la fiesta, del encuentro erótico; pienso si los filósofos extrañan; pienso si cuando la vuelva a ver me saludará con un beso, con un abrazo, si preservará de alguna forma el deseo que alguna vez tuvo o si me saludará con el codo y luego se lavará las manos con un poco de alcohol en gel, por las dudas. Me pregunto qué cuerpos son los que van a quedar en pie después de esto.  

Pienso que extraño la forma en la que hablan los cuerpos; pienso: ¿volverán a hablar?

6:34 AM

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